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La diplomacia matinal de Julio Ramón Ribeyro, por Manuel Rodríguez Cuadros

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Un 4 de diciembre como el de hace unos días falleció Julio Ramón Ribeyro. Tenía 64 años y desde los 42, cada cumpleaños, los  4 de agosto, se asombraba de sobrevivir a un estado de salud precario. Gran parte de su vida cotidiana, Ribeyro la pasó en los espacios de la UNESCO. Como agregado cultural, luego como representante alterno y finalmente como embajador. Transitó en un mundo dicotómico entre su timidez, sus afecciones, la enorme subjetividad de sus horas cotidianas, el itinerario sustantivo de su amada condición de escritor; y, por otro lado, el ejercicio de la diplomacia, plena en escenarios formales, la objetividad de identificar, representar y negociar intereses, un actuar saturado  de reglas y normas  de obligatorio cumplimiento.

Parecería una ambivalencia difícil de conciliar. De hecho, sus primeras experiencias como diplomático expresaron ese escepticismo. Era una dicotomía aparentemente abismal: “a la cuarentena he llegado a una situación que nunca pude antes prever y que, a otro que yo, lo colmaría de satisfacción. No solo agregado cultural en la ciudad más codiciada del mundo, sino delegado adjunto ante la UNESCO. Este último cargo, gracias a una serie de azares, me ha permitido además acceder como suplente a lo que se llama el Consejo Ejecutivo y más aún al Comité Especial de dicho Consejo, especie de super gabinete de la UNESCO. No saco de esto ni partido ni gloria. Me aburro. Añoro estar en otro lugar. Un cuartito de hotel. Un pueblo perdido del Perú…”

Estas percepciones las escribió Ribeyro en 1972, cuando recién empezaba su labor en la UNESCO. Pero los azares actuaron de manera sistemática. Y lo que parecía ocasional se transformó en un largo y fructífero derrotero de vida profesional en la diplomacia peruana, que lo condujo al final de ese itinerario a desempeñarse como embajador en la propia UNESCO. Seguramente, siempre se siguió aburriendo. Pero se convirtió en un especialista en los........

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