Es posible imaginarnos a una humanidad feliz o resignarnos al fin de las utopías. Alguien dijo alguna vez que la vida nos ofrece a cada uno su respectiva copa de amargura, que los buenos la beben y los malvados la hacen beber a los demás. Afirmación cierta pero no de obligatorio cumplimiento; el deber de la vida es ser feliz y la única manera de serlo es procurando hacer felices a otros.

Para la cultura de la china antigua, la felicidad estaba ligada a la suerte, mientras que, para los filósofos griegos, el debate se centraba entre el epicureísmo y el hedonismo. El primero propone equilibrar los placeres y eliminar los temores derivados de ideas acerca de dioses, destino y muerte. El hedonismo, pregona el placer como el bien supremo de la vida. Recientemente la autonomía individual se puso como fuente de felicidad, y luego, muchos concibieron la felicidad como aquel conjunto de hábitos individuales, que, aunados a la fortuna, generan un bienestar, influenciado, claro, por la cultura.

Hasta aquí pudiera afirmar que la felicidad proviene de ser útil, de la empatía, de tener un propósito de vida que incluya el cuidado hacia otros; en tanto, la NO felicidad resulta del egocentrismo. Educarnos para la humanidad, la hermandad y la solidaridad debiera ser el propósito común de una sociedad, pero para nuestro infortunio, los tiempos modernos esculpieron la competencia, el egoísmo y el racismo como respuesta al fracaso de la democracia liberal en garantizar el bienestar ciudadano, generando depresión y frustración, destruyendo la inteligencia y la razón, para caer en manos de un Estado habilitado solo para garantizar las ganancias financieras y la acumulación de capital.

Innovar en las ideas sobre un nuevo contrato social que nos conduzca a la colaboración y no a la competencia, es el deber que nos impone el vivir. Soy consciente que la resistencia a cualquier cambio así sea para mejor, es dura como la roca, pero lo inestable es lo natural, así el cambio dure varias generaciones.