Jaime Chávarri (Madrid, 1943) ha vuelto a rodar tras diecisiete años desde su anterior película, un biopic sobre Camarón. Entre tanto, ha dirigido zarzuela, teatro y ha estado ocupado en lo que descubrió como su segunda vocación: la enseñanza. Su vuelta al cine ha sido con La manzana de oro, una versión libre de Ávidas pretensiones, la novela de Fernando Aramburu. Es una comedia negra que transcurre en un congreso de poesía que se celebra en una casona en Galicia. Chávarri presume de haber hecho películas solo de encargo, se rebela contra la etiqueta de autor que se empeñan en colgarle, quizá por firmar una de las películas de culto del cine español, El desencanto. Como le ha sucedido a lo largo de su carrera, el azar fue clave para que acabara dirigiéndola. Después hizo de todo, casi todos los géneros; antes y durante también desempeñó diferentes tareas del oficio: director de arte, vestuario, actor… Dice que lo que de verdad le interesa es la literatura, la narrativa, dar con un lenguaje nuevo, y en eso el cine le parece inferior. Se dice perezoso, niño bien de Puerta de Hierro y un gran espectador, el hombre de los placeres culpables. Esto es el resultado de una larga entrevista a primeros de octubre en su casa del centro de Madrid, llena, sí, de libros y películas y con el mítico neón encendido, “porque os gusta mucho para las fotos”.

El niño bien de Puerta de Hierro llega al cine.

Me gustaba mucho la fotografía y tenía una Hasselblad que me regaló mi padre, y en un momento dado, sin que él se enterara, la cambié por una cámara de 8mm. Entonces empecé a hacer películas con amiguetes. Y siguiendo una evolución muy rara, las primeras películas que hice eran de cine mudo, con cartelas. Yo había descubierto el cine mudo en la filmoteca, no había visto nada más que películas de Charlot. Y me fascinó, me sigue fascinando, todo lo que es la creación de un lenguaje, tanto en literatura como en cine.

Después pensé: pues si el cine empezó con el mudo, yo tendría que empezar con el cine mudo. Hacía películas mudas con historias de huérfanas y tal. O sea, ese tipo de folletines. Y luego ya cambié esa máquina de 8mm por una de Super 8, que ya tiene un poco más de calidad, y a los amigos les daba menos vergüenza salir.

Rompí con mi ambiente con veintitrés o veinticuatro años, gracias a Iván Zulueta. Yo, que era un niño bien de Puerta de Hierro, daba guateques y en uno se coló Iván Zulueta, que era un niño bien de San Sebastián. Su padre había sido director del festival varios años. Zulueta estaba ya en la Escuela de Cine. Fue entonces cuando me enteré de que había una escuela de cine.

Intenté matricularme y me suspendieron en el primer examen. Estaba yo muy deprimido en la cafetería de al lado tomándome un café y de repente entra Berlanga, que era uno de los profesores, y me dice: “Te han suspendido los compañeros. Yo no te hubiera suspendido. Preséntate el año que viene, que apruebas el curso.” Eso me animó, me presenté al año siguiente y sí entré. Entonces la escuela estaba en la calle Génova, en un palacete muy bonito, y era un sitio muy curioso. Para empezar, todos los que estaban matriculados en dirección, que eran seis o siete por curso, eran intelectuales. Era gente muy leída y que había visto mucho cine.

Sharon Tate, la censura y las canciones de Chicho.

El ambiente de la Escuela de Cine era muy divertido. Casi todos eran muy de izquierdas, menos Iván Zulueta. Bueno, y alguno más, Manolo Marinero y Manolo Matji, que eran más independientes. Yo estaba ahí como un pulpo en un garaje: no tenía nada que ver con aquello, pero al mismo tiempo me fascinaba. En tres meses dejé de ver a toda la gente con la que había estado toda mi vida y me metí en un ambiente que no tenía nada que ver con nada de lo que había conocido, y muy a gusto, además.

Pero a los dos años se organizó una huelga un poco por mi causa. En segundo se hacía una práctica final y entre medias, pequeñas prácticas de tres minutos que se rodaban en el plató, en 35mm y con los actores de la escuela. Era el año 68 y no había censura en la escuela, pero porque no hacía falta: generalmente las películas que se hacían allí, menos la famosa de Antonio Drove, La caza de brujas, que la retiraron, eran de solteronas que miraban por un visillo y de unos que enterraban a su padre. Y entonces yo hice el asesinato de Sharon Tate, pero Sharon Tate era un travesti y los demás unos rojos que cantaban canciones de Chicho Sánchez Ferlosio, “Gallo negro, gallo rojo”, que apuñalaban a Tate en bragas y sostén. Era una broma, claro, pero dio la casualidad de que en ese momento entró el director de la escuela con una visita. Y claro, cayó fatal. No se había hecho nunca nada así en la escuela, y lo que hicieron fue instaurar la censura de las prácticas y prohibir las reuniones. A los alumnos nos sentó muy mal. Empezamos a reunirnos durante las proyecciones. Nos ponían las películas sin doblar y sin subtitular antes de que pasaran la censura. Pero bueno, en el año 68 lo que se veía era alguna teta, no había nada particular. Empezamos a hacer las reuniones durante las proyecciones y se enteraron y también lo prohibieron. Hicimos una huelga y nos fuimos todos, vamos, el 90%.

Entonces Bardem, que por esas cosas tan curiosas del final del franquismo (bueno, faltaban siete años todavía) era comunista y al mismo tiempo el director del Sindicato Cinematográfico Vertical, nos dio el título a todos. Y empezó a romperse aquel sistema en el que no podías cambiar de especialización. Por eso yo hice cuatro películas de director artístico y no pude firmar ninguna. Porque si luego querías ser director no podías.

Paralelamente, hacía películas en Super 8. Tenía una amiga casada con un geólogo y las vieron en casa. Entonces este geólogo se cogió un papiloma en un pie y no podía recorrer los campos buscando piedras, y se colocó en televisión. Se acordó de que le habían gustado mis películas y me llamó para hacer unos guiones en televisión. Y ahí empieza la cosa profesional.

Todo es fortuito menos el azar.

Siempre digo que soy un privilegiado. A mí me empiezan a llamar nadie sabe por qué. Un día que estaba en casa de mi madre, en Segovia, de repente llega Francisco Regueiro, al que no conocía de nada, un director de la época. Y me dice: voy a hacer una película, no tengo un duro, quiero que vengas de ayudante de dirección, de director artístico y de actor. Acepté. Estuve cinco o seis semanas trabajando en una película que se hacía con las colas de un programa que se emitía en televisión en 35mm que se llamaba Flamenco. El productor de la película era el jefe de producción del programa y nos llevábamos las colas y hacíamos la película con ese material. Era fantástico. Entre otras cosas, yo era el encargado de despertar a Junior, el protagonista. La he vuelto a ver este año en una plataforma genial, la mejor de todas, en la que está el cine español de toda la historia: Flixolé.

Unos amigos me dijeron que estaban buscando gente para una película que producía Querejeta, Los desafíos, la primera que hizo Víctor Erice. En realidad eran cuatro sketches, era una película muy sencilla y habían llamado a un amigo mío, que tampoco lo había hecho nunca, para hacer la dirección artística de los tres sketches que quedaban. Me dijo que si quería ir de ayudante y le dije que sí. Hicimos la película y, por lo visto, Elías se dio cuenta de que, mientras los demás tomaban el sol, yo trabajaba. Y me llamó para una película de Carlos Saura, Ana y los lobos. Ahí hice la preparación con Francisco Nieva, que era buenísimo. Aprendí con él en una semana más de lo que había aprendido hasta entonces en toda mi vida. Él podía firmar la película, pero la hice yo entera. No lo había hecho nunca, pero no me costaba nada. Funcionaba por intuición porque, de alguna manera, el gusto se me daba por una cosa de familia. No tenía problema con eso. Y luego eran películas sencillas.

De ahí pasé, creo, a El espíritu de la colmena. Ya había hecho una con Víctor y me llevaba bien con él porque como ninguno de los dos hablábamos, era estupendo. El espíritu de la colmena fue una película fundamental en mi vida. Hacía de todo: el vestuario, la dirección artística, las localizaciones. Era la sastra, porque no había sastra en el rodaje. Lo pasé muy bien y aprendí muchísimo.

Para mí, es una de las mejores películas de la historia del cine. O sea, es la hostia. La veo continuamente.

Los Panero, ser guapos y un milagro.

Elías Querejeta también había visto esas películas mías en Super 8 y le gustaron. Hizo una especie de campaña con cuatro cortos, que eran de Ricardo Franco, Álvaro del Amo, Antonio Gasset y yo. Uno era sobre los Panero. Rodamos la inauguración de la estatua de Panero padre en Astorga, un par de entrevistas y tal, y yo no veía aquello. Teníamos ya veinte minutos de película y aquello no tenía ni pies ni cabeza. Por otro lado, yo había hecho un viaje a Londres y había visto dos películas. Una era A bigger splash, sobre David Hockney, que era un largometraje documental y ficcionado al mismo tiempo, pero con los personajes de verdad. La otra película que vi era Grey gardens. Descubrí que un documental podía ser un largometraje, y se lo dije a Elías, que yo pensaba que me iba a tirar la cámara a la cabeza, y le pareció divinamente.

Se empezó a rodar con dos cámaras y según iba al montaje, es decir, no con un proceso de tiempo determinado. Estuvimos año y medio rodando, por eso los personajes se cortan el pelo. La película que hicimos era superextraña, estábamos seguros de que no se iba ni a estrenar. Y me acuerdo de que la primera proyección que hicimos fue para Semprún. Le encantó. Elías le puso Pascual Duarte de Ricardo Franco y El desencanto, y le parecieron las dos estupendas. Entonces ya nos animamos.

Pidieron la película en San Sebastián, pero ya habíamos hecho un pacto según el cual si en San Sebastián había problemas, no se estrenaba. Había que entregarla un mes antes para evitar precisamente este tipo de conflictos, y Elías ya no la entregó. Cuando llegó el momento de la proyección no había película: no se proyectó. Nos pusieron verdes y luego se estrenó en tres cines de arte y ensayo en Madrid. A la semana la quitaron de dos. No tuvo ninguna crítica buena. De repente, poco a poco, no por los críticos de cine sino por revistas como Cuadernos para el diálogo, se empezó a hablar de ella, se empezó a construir una especie de mentira absoluta de que El desencanto en realidad es una metáfora de la muerte de Franco, algo totalmente falso. Cuando la hicimos, Franco estaba vivo y coleando y no tenía nada que ver con él. Pero bueno, entre eso y las revistas de psiquiatría, que en ese momento estaban muy de moda, por lo de la muerte del padre y todo eso, la película se construyó un prestigio. Pensábamos que duraría quince días. Un milagro de esos que de vez en cuando pasan.

Lo que me interesaba era la oportunidad de hacer una película. Y hubiera hecho lo que Elías me hubiera dicho. No me interesaban nada los Panero y siguen sin interesarme nada. Lo que me interesó fue el material que había. Sin el hecho fundamentalísimo de que los Panero daban bien y que cuando los veías en pantalla te apetecía verlos, El desencanto no hubiera existido. Es una cuestión puramente cinematográfica, hay unos personajes que salen y te interesa lo que les pase. No por lo que dicen, sino porque su fotogenia funciona. Y eso es lo que ocurre.

La madre es esencial. La segunda película, en la que no estaba la madre, no la puede ver nadie. En El desencanto todavía había una posibilidad de algo. En la película de Ricardo Franco, Después de tantos años, ya se ha acabado absolutamente la posibilidad de cualquier cosa. Y es una película que está muy bien, aunque es muy negra…

Huir del maniqueísmo.

A mí es lo que más me gusta: el cine negro. Quiero decir, el cine que trata de lo terrible de la vida, no me refiero al género cine negro. La manzana de oro es una comedia negra, por ejemplo. Y El espíritu de la colmena es una película negra. Muy negra. Y Arrebato ya ni te cuento.

En La manzana de oro he seguido a rajatabla que nadie sea bueno ni malo. Pero sí que todo el mundo tenga un arco, y el que se va de ese congreso ha cambiado respecto a cuando entró. Me gustaba mucho la idea del congreso porque es cerrado, y luego la poesía, que la utilizamos continuamente en el guion metiendo metáforas, con citas. Incluso con las rimas de unas escenas con otras. Es algo muy interesante.

El desencanto está prácticamente hecha en montaje. Yo había grabado muchas horas de conversaciones con los Panero y sobre todo con Leopoldo María, que decía que le encantaba hablar conmigo pero que no iba a salir en la película. Yo creo que se picó cuando empezó el rodaje y de repente decidió venir dos días. Uno lo hicimos en el cementerio, su presentación como conde Drácula –él quería aparecer en un cementerio–. El otro fue una entrevista que le hizo Martínez Sarrión, que ya sabía que no quería salir en la película pero que era el que le hacía las preguntas y que le conocía, o sea, que era amigo suyo. Eso fue lo único que hizo… Ah, bueno, luego un tercer día en el Instituto Italiano, que fue la famosa pelea. Nadie sabía qué iba a pasar. Yo estaba aterrado… Pero bueno, era una película, como todo lo que ha sido mi carrera, totalmente debida al azar y a la casualidad. Eso me gusta mucho. Al final acabé haciendo la película encantado. En un momento dado llevábamos un año rodando. Aquello no iba a ningún lado. Nadie cobraba nada. Y un día los Panero se revelaron. El mayor, Juan Luis, que tenía bastante mala leche, dijo: yo no sigo con esto. Él nunca quiso hacer la película. Vino Elías a Astorga y nos reunimos en una cafetería y decidimos cortar el rodaje. Elías habló con el jefe de producción, habló con el cámara, que nos volvíamos a Madrid. Y a la mañana siguiente, a las nueve en punto, estábamos todos en el rodaje. No hizo nada. Fue absolutamente espontáneo.

Eso de que los personajes sean repugnantes es una mirada de superioridad que me parece indignante. Porque saben hablar. Son más cultos que la media. Y lo que les pasa le puede pasar a cualquier persona, lo único que tienen de especial es que son capaces de mirarse. Es lo único que les distingue. Los defiendo muchísimo. Porque no me parecen tan repugnantes. Por supuesto que son malos. Pero es estupendo que conviertas tu maldad en una máscara. Porque es la maldad que a ellos les interesa sacar. Parte del encanto está en que se gustan mucho. Y saben que son guapos.

Querejeta, el padre cinematográfico.

Elías Querejeta me cogió para su cuadra e hicimos A un dios desconocido, una película que funcionó divinamente, también por casualidad. Elías es mi padre cinematográfico, pero tenía dos problemas. Primero, que tenía una extraña soberbia que le hacía no querer hacer un cine más comercial para apoyar las películas que iba a hacer. Por ejemplo, en los años cincuenta Cesario González producía las películas de Lola Flores y las de Bardem. Elías se negó siempre rotundamente a hacer eso. Hubo un momento en que era la imagen moderna del cine español para el ministerio, algo que le venía muy bien y además vendía las películas fuera; tuvo a Saura y a Geraldine Chaplin y tal. Pero por otro lado, lo castigaban: le prohibieron rodar durante tres años después de La prima Angélica, así que estuvo haciendo servicios para películas extranjeras. Elías representa toda una época del cine español, durante la que era exclusivamente Elías Querejeta, algunas películas de Fernando Fernández Gómez y Berlanga. Porque para mí Bardem se había acabado antes. Cuando ya se muere Franco y deja de ser, digamos, el productor de la oposición, sus películas empiezan a tener menos sentido y empiezan a no darle tanto dinero. Produjo prácticamente hasta que se murió. Cuando se puso enfermo se arruinó. Fue tremendo.

Por otro lado, con los directores era muy territorial. Con los años se dio cuenta de que entre las películas que había hecho la que más le gustaba era El desencanto. Entonces quiso hacer otro desencanto. Era surrealista. Que existiera El desencanto ya era bastante casualidad como para que encima pretendiéramos repetirla. No tenía ningún sentido. Yo le decía: pero Elías, es que El desencanto es un pequeño milagro.

No tengo ni la más mínima idea de por qué sigue gustando, porque a mí me aburre que me mata, pero todos los veinteañeros en las escuelas están encantados.

De vocación: lector.

Me interesa mucho más la literatura que el cine. Siempre he tenido falta de disciplina para escribir, en principio no escribo ni guiones, aunque luego de hecho los escribo. Lo sustituyo por otra narrativa para mí inferior: el cine. Lo que me interesa es la narrativa. He hecho las adaptaciones suficientes como para saber que la narrativa de la literatura es superior a la del cine.

Me hice lector con Hamlet y con Superman, que es lo que más me gusta de mi vida. Mi madre era muy lectora, pero no una lectora elitista, leía novelas policíacas y un poco de todo. Cada vez que acababa un curso, me regalaba un libro. Recuerdo dos, pero que fueron fundamentales: El libro de la selva de Kipling y La isla del tesoro de Stevenson. En España no había libros para niños o había muy pocos que no fueran cuentos de hadas. No había novelas de aventuras. Un día mi madre, también siendo yo muy pequeño, me llevó por primera vez al teatro a ver Don Juan Tenorio,y luego me llevó a ver la película de Laurence Olivier haciendo de Hamlet. Me fascinó, pero no por lo que dicen, sino que me fascinaron las peleas, los duelos, los castillos con niebla, hay un fantasma y una señorita que se ahoga y todo aquello me parecía que era una película de aventuras. Pero al mismo tiempo había algo que me intrigaba y que me inquietaba, porque, por supuesto, la película no la entendía, tenía siete años.

Con el duro que me daban los domingos compraba el tebeo de Superman y para mí no había diferencia entre una cosa y otra. Era lo que me gustaba. No había ningún canon. Y eso afortunadamente lo he conservado en mi vida. Soy el hombre de los placeres culpables. Me gustan horrores con un entusiasmo atroz. El horror más horror y del que estoy más orgulloso es Los diez mandamientos, una película de 1956 de Cecil B. DeMille, disparatada, de cuatro horas, que no te puedes creer ni una sola de las líneas que dicen, visualmente estupenda y con un par de escenas fabulosas, pero que nadie considera una buena película. Bueno, Spielberg sí. Y la saca en sus películas. Martin Scorsese también. Es una vuelta de la sofisticación, de todo lo kitsch. Tengo un amor profundo por las películas de romanos, por ejemplo, me gustan las de Marisol.

De todas maneras, en literatura me he quedado en Thomas Bernhard. He leído literatura posterior y no consigo que me afecte. O sea, me puede parecer bien, pero yo lo que hago con la literatura generalmente es releer. No he conseguido encontrar a nadie de los modernos que me haya tocado como me tocaba la literatura hasta Bernhard, donde yo había llegado, que eran Faulkner, Hemingway, de los americanos, y Proust. Me cuesta encontrar escritores a partir de la Segunda Guerra Mundial que me toquen. Leo lo que me recomiendan mis amigos escritores. Muchas veces tengo que reconocer que están muy bien, pero no me trastornan. Creo que es porque ya he leído mucho. Es una deformación. Con las películas me pasa, pero mucho menos.

Soy un espectador fantástico, me encanta, veo una o dos películas diarias, a veces tres, porque tengo que sincronizarlo con la lectura. Es muy complicado. Ya no me gusta la literatura, solo leo historia y ensayos y biografía. Releo, pero no leo novelas. He intentado leer cada premio Nobel, pero no he encontrado ninguno que me toque. No me parecen mal, pero no me cambian una célula. Lo que yo puedo releer, a veces con gran disgusto, porque descubro que son muy malos, son los libros que en mi infancia y adolescencia me cambiaban las células.

Soy más de películas. Menos de cineastas y más de películas. Me gusta À bout de souffle con locura, y ninguna película de Truffaut me gusta más que Jules et Jim, por la cosa de los tríos: la tercera persona siempre funciona como un cohete para la pareja. Me gusta muchísimo Buñuel. Estuve tres o cuatro veces con él, era amigo de Carlos Saura y yo era muy amigo de Carlos. Luego estuvimos en San Sebastián cenando también. Siempre me acordaré de cuando coincidimos en el escenario. Él había presentado fuera de concurso Ese oscuro objeto de deseo y yo había ganado la Palma de Plata con A un dios desconocido, habíamos comido a mediodía con Carlos y con Elías, y cuando coincidimos en el escenario me dijo: ¿qué hacemos tú y yo aquí? Era adorable. Mira que era malvado con su mujer. Pero era una persona adorable. Es curioso lo de las contradicciones. A mí es lo que me interesa, las contradicciones. Lo que la gente pueda tener de positivo y de negativo al mismo tiempo. Maurice Pialat se mueve muy bien en ese terreno. Jean Renoir y Luis Buñuel son dos cineastas que me dan lecciones de vida.

Enseñar para seguir aprendiendo.

Mi concepto de la enseñanza es muy particular. Les cuento a los alumnos lo que sé, pero no quiero ni discípulos ni que hagan lo que yo hago. Lo que quiero es que tengan instrumentos para trabajar. Conozco escuelas, sobre todo de actores, en las que les dicen que la única manera de ser buenos actores es seguir los pasos que les dan. Esa no es para nada mi técnica. Yo les digo: os cuento lo que puedo y vosotros sacad las conclusiones que queráis. Y si otro profesor os dice lo contrario, decidid vosotros.

Afortunadamente, cada vez son más lectores, al principio no leían absolutamente nada. Aunque de todas maneras no tienen mucho concepto de subtexto. Leen como cuando leen un mensaje en un teléfono. Todavía no han aprendido a leer entre líneas. Eso les fascina. En clase, de diez estudiantes, siempre hay dos o tres estupendos, y el año pasado había dos chicas que eran absolutamente fuera de serie. Era una gozada.

Me parece que los jóvenes son cada vez más listos y saben más cosas. Alguien dijo: ahora que soy mayor aprendo de los jóvenes. Bueno, es un tópico pero es totalmente cierto. Te plantean sus problemas o sus dudas de una manera abierta y directa. Y eso contigo mismo no lo sabes hacer: ¿Cómo hago esto?, ¿cómo resuelvo esto? ¿Por qué esto que he hecho está mal? No puedes dar clase si no te gusta dar clase. Y si no te gustan los jóvenes. Si no te gustan los jóvenes, si no te interesa lo que les pasa, si no te interesa lo que quieren contar, si no te interesa cómo lo cuentan, si no te interesan sus problemas.

Ha sido estupendo ver un cambio, empezó hace cuatro o cinco años. De repente un chico hizo una práctica que era una declaración de amor a su padre. Era algo que no se había hecho nunca y menos un chico. Se ve mucho en el rap, por ejemplo, que los chicos de esta generación no tienen el filtro de lo sentimental y de lo dramático que sí tiene la mía. Para ellos todo lo que les funciona es válido. Y eso es fantástico. Porque se libran de una cantidad de prejuicios totalmente innecesarios.

Artesano, no autor.

Cuando digo que soy perezoso, que he hecho veinte películas y quince obras de teatro, y que llevo cincuenta años dando clase, pues se ríen un poco. Pero es verdad que soy perezoso. Muy perezoso. Sobre todo tengo una absoluta falta de autoestima. No me creo que una película que se me ocurra a mí le pueda interesar a nadie si de entrada no hay un productor detrás. No me creo que una historia que a mí me interesa pueda interesar a alguien más. Y eso es la negación del autor, precisamente. Necesito que haya una persona que esté dispuesta de entrada a poner el dinero para que la idea me guste. Una vez que hay alguien que pone el dinero, él es el responsable. Eso no tiene nada que ver con el compromiso luego con el proyecto. Es como si a un señor le encargan escribir un folletín en el siglo XIX para un periódico: pues si es un escritor, lo escribe bien. Por oficio. Para mí el oficio es lo fundamental, es lo que yo tengo. Soy un artesano. Que luego, de vez en cuando, me salga una silla bien, ya es otra cosa. Pero he visto cómo se hace. Intento hacerlo de la manera que a mí me parece que es hacerlo bien. Por eso pienso que cada uno tiene que encontrar su manera de hacerlo.

Me hace gracia esa obsesión de convertirme en autor. No hago nada por convertirme en autor. Hacer una película como El desencanto no se me hubiera ocurrido en mi vida. Hacer una película como La manzana de oro tampoco. Había escrito un guion sobre escritores y es que ni lo he movido, porque sé que cada vez que dices “es una película que trata de hacer una reunión de poetas”, la gente dice: no voy a ir a verla. Lo sé. Pero a mí el tema sí me gustaba. Soy muy consciente de la mentalidad con que la gente va al cine hoy en día. La he hecho sabiendo que para nada iba a ser una película comercial. Y estoy contento con la película.

Me gusta mucho la música. De repente, me llamaron para hacer un guion sobre Las cosas del querer. El director no quiso hacer la película y la acabé dirigiendo yo. Es una de mis películas que mejor han funcionado, y que yo adoro. Pondría El desencanto y Las cosas del querer como la demostración de que no soy un autor: la misma persona ha hecho estas películas que están tan alejadas. Eso es lo que yo quería cuando empecé en el cine. Eso me encanta.

Justo antes de hacer Las cosas del querer, rodé una película porno. Carlos Suárez era muy aficionado –aunque luego él no se atrevió a firmar, me dijo que iba a firmar y luego no firmó–, tenía unos amigos suyos que tienen un sex shop. Habíamos trabajado juntos ya en televisión. Fue genial, muy divertido, porque los protagonistas, que eran una pareja que dejaba a los niños con la abuela, llegaban con un maletín lleno de consoladores. Eran muy graciosos y ella nos hacía la comida y tal. Y la otra, la tercera, la de la tienda, la del sex shop, que era más señorita. Luego hice otro porno, hace cuatro o cinco años, para una productora muy rara que hacía cosas eróticas cuya condición era que estuvieran rodadas con el teléfono. Pero lo que pasa es que yo me quedé muy triste porque salió como si no estuviera rodada con el teléfono. Demasiado bien. Y entonces me quedé un poco frustrado.

Contra la cultura y a favor de la curiosidad.

Lo que más detesto en el mundo, no en el cine, en el teatro, es el musical. No puedo ver un musical sin que me dé un ataque de nervios, porque son muy malos. Y luego porque ver a la niña vestida de la bella y la bestia me da ganas de matar a los papás y a la niña. Me produce una sublevación moral y ética total. Es como una equivocación de la curiosidad. No creo en la cultura para nada. La cultura me parece absolutamente inútil si no te divierte. Lo que es divertido es la curiosidad, que se puede intentar dirigir. No te digo que se vaya a conseguir. Claro, un niño pequeño es superterco. Para mí, ser un niño distinto fue facilísimo. No veía otra manera de salir adelante. No había otra manera. No entiendo esa especie de cosa de pertenecer, de tener que… Hay que deshacerse de prejuicios desde lo más joven posible. Yo creo que los niños no los tienen, pero los educan en ellos. En el bachillerato no dan ni literatura, ni teatro, ni cine, ni les meten ninguna curiosidad por nada en la cabeza. Acaban pensando que lo único que cuentan son las matemáticas, porque quieren ganar dinero. Que está muy bien ganar dinero, pero hay otras cosas en la vida para pasarlo bien.

La única justificación que tiene la cultura es que es divertida. En el momento en que no lo es, te olvidas de ella. Por eso hace falta una educación en la curiosidad. No una educación en la que tienes que leer a Lope de Vega y a Shakespeare. Eso es ridículo. Tú descubres algo que te gusta y si tienes curiosidad, pues vas haciendo tu recorrido alrededor. Y de repente vas encontrando las conexiones. Eso es lo divertido. Anda, pues esto que es Shakespeare me recuerda a Proust. Anda, pues esto que es no sé qué… Y vas haciendo tu internet particular. Que además es único. Es como la huella dactilar. Es la huella dactilar mental. Todo lo que sea cultura por obligación no tiene ningún sentido.

Yo soy muy pesimista en general, pero muy optimista en cada momento concreto. En el momento de escribir o en el momento de rodar no me voy a poner pesimista. Lo soy totalmente con la idea de la humanidad y del planeta. La humanidad no tiene ninguna posibilidad de salvación, ha sido siempre una mezcla de lo peor y de lo mejor. Pero quítale lo bailado. Y ha hecho inventos maravillosos. Pero es una especie depredadora con el planeta, con las ideas, con todo. Pero todo lo bueno que se ha hecho lo ha hecho esa misma humanidad.

Premios y homenajes.

Recibo los homenajes con una gran sensación de síndrome del impostor. Me encanta que me den premios. Me encanta que escriban libros sobre mis películas. Pero siempre hay algo de fondo que chirría Y a veces he podido ser incluso antipático con gente que intentaba ser amable conmigo. Eso no me lo perdonaré nunca. No llevo nada bien los elogios. Pero los necesito como cualquiera. ~

(Zaragoza, 1983) es escritora, miembro de la redacción de Letras Libres y colaboradora de Radio 3. En 2023 publicó 'Puro Glamour' (La Navaja Suiza).

QOSHE - Entrevista a Jaime Chávarri: “La cultura me parece absolutamente inútil si no te divierte” - Aloma Rodríguez
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Entrevista a Jaime Chávarri: “La cultura me parece absolutamente inútil si no te divierte”

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09.01.2024

Jaime Chávarri (Madrid, 1943) ha vuelto a rodar tras diecisiete años desde su anterior película, un biopic sobre Camarón. Entre tanto, ha dirigido zarzuela, teatro y ha estado ocupado en lo que descubrió como su segunda vocación: la enseñanza. Su vuelta al cine ha sido con La manzana de oro, una versión libre de Ávidas pretensiones, la novela de Fernando Aramburu. Es una comedia negra que transcurre en un congreso de poesía que se celebra en una casona en Galicia. Chávarri presume de haber hecho películas solo de encargo, se rebela contra la etiqueta de autor que se empeñan en colgarle, quizá por firmar una de las películas de culto del cine español, El desencanto. Como le ha sucedido a lo largo de su carrera, el azar fue clave para que acabara dirigiéndola. Después hizo de todo, casi todos los géneros; antes y durante también desempeñó diferentes tareas del oficio: director de arte, vestuario, actor… Dice que lo que de verdad le interesa es la literatura, la narrativa, dar con un lenguaje nuevo, y en eso el cine le parece inferior. Se dice perezoso, niño bien de Puerta de Hierro y un gran espectador, el hombre de los placeres culpables. Esto es el resultado de una larga entrevista a primeros de octubre en su casa del centro de Madrid, llena, sí, de libros y películas y con el mítico neón encendido, “porque os gusta mucho para las fotos”.

El niño bien de Puerta de Hierro llega al cine.

Me gustaba mucho la fotografía y tenía una Hasselblad que me regaló mi padre, y en un momento dado, sin que él se enterara, la cambié por una cámara de 8mm. Entonces empecé a hacer películas con amiguetes. Y siguiendo una evolución muy rara, las primeras películas que hice eran de cine mudo, con cartelas. Yo había descubierto el cine mudo en la filmoteca, no había visto nada más que películas de Charlot. Y me fascinó, me sigue fascinando, todo lo que es la creación de un lenguaje, tanto en literatura como en cine.

Después pensé: pues si el cine empezó con el mudo, yo tendría que empezar con el cine mudo. Hacía películas mudas con historias de huérfanas y tal. O sea, ese tipo de folletines. Y luego ya cambié esa máquina de 8mm por una de Super 8, que ya tiene un poco más de calidad, y a los amigos les daba menos vergüenza salir.

Rompí con mi ambiente con veintitrés o veinticuatro años, gracias a Iván Zulueta. Yo, que era un niño bien de Puerta de Hierro, daba guateques y en uno se coló Iván Zulueta, que era un niño bien de San Sebastián. Su padre había sido director del festival varios años. Zulueta estaba ya en la Escuela de Cine. Fue entonces cuando me enteré de que había una escuela de cine.

Intenté matricularme y me suspendieron en el primer examen. Estaba yo muy deprimido en la cafetería de al lado tomándome un café y de repente entra Berlanga, que era uno de los profesores, y me dice: “Te han suspendido los compañeros. Yo no te hubiera suspendido. Preséntate el año que viene, que apruebas el curso.” Eso me animó, me presenté al año siguiente y sí entré. Entonces la escuela estaba en la calle Génova, en un palacete muy bonito, y era un sitio muy curioso. Para empezar, todos los que estaban matriculados en dirección, que eran seis o siete por curso, eran intelectuales. Era gente muy leída y que había visto mucho cine.

Sharon Tate, la censura y las canciones de Chicho.

El ambiente de la Escuela de Cine era muy divertido. Casi todos eran muy de izquierdas, menos Iván Zulueta. Bueno, y alguno más, Manolo Marinero y Manolo Matji, que eran más independientes. Yo estaba ahí como un pulpo en un garaje: no tenía nada que ver con aquello, pero al mismo tiempo me fascinaba. En tres meses dejé de ver a toda la gente con la que había estado toda mi vida y me metí en un ambiente que no tenía nada que ver con nada de lo que había conocido, y muy a gusto, además.

Pero a los dos años se organizó una huelga un poco por mi causa. En segundo se hacía una práctica final y entre medias, pequeñas prácticas de tres minutos que se rodaban en el plató, en 35mm y con los actores de la escuela. Era el año 68 y no había censura en la escuela, pero porque no hacía falta: generalmente las películas que se hacían allí, menos la famosa de Antonio Drove, La caza de brujas, que la retiraron, eran de solteronas que miraban por un visillo y de unos que enterraban a su padre. Y entonces yo hice el asesinato de Sharon Tate, pero Sharon Tate era un travesti y los demás unos rojos que cantaban canciones de Chicho Sánchez Ferlosio, “Gallo negro, gallo rojo”, que apuñalaban a Tate en bragas y sostén. Era una broma, claro, pero dio la casualidad de que en ese momento entró el director de la escuela con una visita. Y claro, cayó fatal. No se había hecho nunca nada así en la escuela, y lo que hicieron fue instaurar la censura de las prácticas y prohibir las reuniones. A los alumnos nos sentó muy mal. Empezamos a reunirnos durante las proyecciones. Nos ponían las películas sin doblar y sin subtitular antes de que pasaran la censura. Pero bueno, en el año 68 lo que se veía era alguna teta, no había nada particular. Empezamos a hacer las reuniones durante las proyecciones y se enteraron y también lo prohibieron. Hicimos una huelga y nos fuimos todos, vamos, el 90%.

Entonces Bardem, que por esas cosas tan curiosas del final del franquismo (bueno, faltaban siete años todavía) era comunista y al mismo tiempo el director del Sindicato Cinematográfico Vertical, nos dio el título a todos. Y empezó a romperse aquel sistema en el que no podías cambiar de especialización. Por eso yo hice cuatro películas de director artístico y no pude firmar ninguna. Porque si luego querías ser director no podías.

Paralelamente, hacía películas en Super 8. Tenía una amiga casada con un geólogo y las vieron en casa. Entonces este geólogo se cogió un papiloma en un pie y no podía recorrer los campos buscando piedras, y se colocó en televisión. Se acordó de que le habían gustado mis películas y me llamó para hacer unos guiones en televisión. Y ahí empieza la cosa profesional.

Todo es fortuito menos el azar.

Siempre digo que soy un privilegiado. A mí me empiezan a llamar nadie sabe por qué. Un día que estaba en casa de mi madre, en Segovia, de repente llega Francisco Regueiro, al que no conocía de nada, un director de la época. Y me dice: voy a hacer una película, no tengo un duro, quiero que vengas de ayudante de dirección, de director artístico y de actor. Acepté. Estuve cinco o seis semanas trabajando en una película que se hacía con las colas de un programa que se emitía en televisión en 35mm que se llamaba Flamenco. El productor de la película era el jefe de producción del programa y nos llevábamos las colas y hacíamos la película con ese material. Era fantástico. Entre otras cosas, yo era el encargado de despertar a Junior, el protagonista. La he vuelto a ver este año en una plataforma genial, la mejor de todas, en la que está el cine español de toda la historia: Flixolé.

Unos amigos me dijeron que estaban buscando gente para una película que producía Querejeta, Los desafíos, la primera que hizo Víctor Erice. En realidad eran cuatro sketches, era una película muy sencilla y habían llamado a un amigo mío, que tampoco lo había hecho nunca, para hacer la dirección artística de los tres sketches que quedaban. Me dijo que si quería ir de ayudante y le dije que sí.........

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