La revolución evaporada
Tú vienes y, a quemarropa, sin ninguna anestesia, me preguntas: ¿qué sucede en Venezuela? No se entiende nada, dices. Las palabras, por unos segundos, quedan flotando entre nosotros. Tal vez, de pronto, siento que un erizo de mar se ha sentado sobre mi lengua. Vivir aquí no nos hace inmunes al desconcierto. Nadie sabe demasiado bien lo que pasa. Nadie puede saberlo. Cuídate de aquel que sepa claramente qué ocurre. Sospecha del que pretenda explicar nuestra realidad con dos espléndidas ecuaciones. En historias como éstas, no tener dudas suele ser lo más peligroso.
Somos un estado de confusión en pleno desarrollo. Cualquiera que se asome ahora a nuestra geografía tendrá que respirar tres veces para tratar de soportar la cotidiana intoxicación política, el exceso mediático, la lujuriosa producción de informaciones. Si te separas de los medios, quizás te pierdas el final de la historia. En esa frase llevamos ya tantos meses. Somos una videocracia con una programación de 24 horas que se niega a reducir sus niveles de intensidad. Así también nació, en parte, este proceso. En el instante en que, el 4 de febrero de 1992, tras un intento de golpe de Estado más cercano a la chapuza que a la estrategia militar, las cámaras de televisión se posaron sobre un teniente coronel. En esa brevísima aparición, Hugo Chávez reconoció su derrota y estrenó, al mismo tiempo, su estrellato político. Visto a la distancia, más que una rebelión casi fue un segmento de nuestra, adelantada y particular, Operación Triunfo.
El modelo bipartidista que durante las últimas décadas del siglo XX había gobernado a Venezuela era ya un fracaso, un agotamiento desbordado. El país vivía en una exigente e impostergable necesidad de cambio. Que alguien reconociera su desesperación ante el sistema, y asumiera además su fracaso públicamente, significó una acción aun más importante que el burdo ensayo de subir las escalinatas del Palacio de Miraflores con un tanque de guerra. El verdadero golpe del 2 de febrero de 1992 fue mediático. La clase política tradicional, tras haber demostrado contundentemente su falta de probidad y su incapacidad para administrar el Estado, comenzó a perder, desde ese día, uno de sus monopolios más importantes: la gerencia de la esperanza popular.
Te cuento: eso de que somos un país rico no es joda. Al menos, lo fuimos. Como idea, como concepto. Casi como un ardid matemático: geografía + petróleo es igual a nosotros con muchos dólares. Y, probablemente, alimentamos un regocijo cultural propio de todo aquel que se ha ganado la lotería. La noticia de que, con algo de más de veinte millones de habitantes, éramos el primer país importador de whisky escocés del planeta animaba nuestra estima. Pensábamos con el orgullo o, en el mejor de los casos, con el hígado. Así, también, fuimos tristemente célebres en Miami: "Ta barato, dame dos" —nos llamaban—. Más allá de estampas como éstas, y de la promoción de corruptelas en las élites políticas y empresariales, para la mayoría de los venezolanos la riqueza petrolera siempre fue una abstracción incomprensible: ¿cómo un país tan rico mantiene a cerca del 70% de su población en situación de pobreza?
En ese escenario, Hugo Chávez podía danzar perfectamente. Su discurso feroz en contra de la corrupción era un himno que todo el país estaba deseando escuchar. El perfil de un ex militar decidido a intervenir en la política asomaba la ilusión de un orden y de una disciplina que tanto se anhelaba en las funciones de gobierno y de control social. Su sorprendente talento comunicacional, además, dejaba vacías las nociones de representatividad y legitimidad con las que, hasta ese entonces, se habían manejado los políticos tradicionales. Chávez saboteó de manera natural la solemnidad, la pompa, el protocolo de lo público. Dejó a sus competidores sin promesas y se apropió de una nueva idea de futuro. Cuando ganó las elecciones, en 1998, tenía un abrumador 80% de popularidad. Los grupos económicos y los medios de comunicación estaban de su lado. El país de pronto fue una novedad.
(Te confieso que yo no voté por él. Era imposible no identificarse con alguna de las verdades que estallaban en su discurso, pero a mí me pudo más lo militar. Todo lo castrense siempre me ha producido más de un escozor. Tal vez sean prejuicios muy básicos pero, genuinamente, desconfío de alguien que se viste de la misma manera todos los días, que entiende su relación con los otros a partir de la dinámica de dar o de recibir órdenes. Jamás, tampoco, me ha entusiasmado nuestra cosmogonía bolivariana. Me parece francamente cursi. Es como una sobreactuación en nuestra identidad. Cuando, en pleno debate electoral, a Chávez le preguntaron por su ideología, él contestó que no era de izquierda ni de derecha: "yo soy bolivariano". A veces, por cosas así, uno vota o deja de votar por alguien.)
En todo caso, no se trataba, ya se sabe, de un fenómeno aislado: la llegada de Chávez al poder forma parte de la misma crisis que, de muy diversas maneras, ha ido moviendo las bases políticas del continente: el triunfo de Lagos en Chile, la derrota del pri en México, el naufragio argentino, las recientes victorias electorales en Ecuador y en Brasil… Esa búsqueda que llamamos historia y que, en América Latina, más que avanzar, parece siempre demorarse con respecto a nuestras grandes utopías. Vale escribir lo que Miguel Cané escribió sobre Colombia en 1884: "El porvenir es inmenso, pero desgraciadamente remoto".

Miserias de la lógica revolucionaria
No exagero si te digo que hay quien piensa que, cada mañana, Fidel Castro le envía por fax una hoja de instrucciones a Hugo Chávez. Conozco a más de un afecto al gobierno que en verdad cree que toda la gente que va a las marchas de la oposición recibe dólares del imperialismo yanqui. Sé también de una mujer que realiza canalizaciones. Es una suerte de médium, un instrumento de la ventriloquia trascendental. Ha recibido un mensaje de Simón Bolívar para Hugo Chávez. Pero, según parece, el presidente no acepta intermediarios. Ya nada nos sorprende. El país se ha convertido en un delirio efervescente. Para los que vivimos aquí es muy difícil quedarse al margen. Ya hasta nos estamos peleando los refuerzos celestiales: Chávez ha asegurado, apretando un crucifijo como quien empuña un bisturí, que Dios también apoya al gobierno. "Si Cristo redentor está con nosotros, ¿quién puede enfrentarnos?" —le ha gritado a la oposición—.
Probablemente ahí se encuentre algún origen de toda esta maraña, cuyos argumentos son, en gran parte, afectivos. Suele el fantasma de la revolución convocar a otros fantasmas, más viscerales e impacientes. Chávez llegó al poder como quien llega a cambiar la historia. No pretendía administrar un buen quinquenio sino transformar la patria. En sus palabras: "¡Por fin la revolución es gobierno!" Nada de esto ha debido sorprender al país. Alberto Garrido, uno de los expertos en esa nueva materia denominada chavología, ha hecho una biografía afinada de los antecedentes de este proceso. El origen se remonta a una estrategia del Partido Comunista de Venezuela en 1957, cuando se planteó "la inserción o captación de cuadros revolucionarios en las Fuerzas Armadas Nacionales". Sin embargo, sólo es en 1964 cuando aparece por primera vez la idea de un movimiento bolivariano. Según el ex líder guerrillero Douglas Bravo, se intentó "la nacionalización del pensamiento revolucionario". En esa fecha, Hugo Chávez era un mocoso de diez años. Dicta la historia que es en 1977 cuando el actual presidente se integra a estas lides, y en 1982 cuando junto a otros militares forma el Movimiento Bolivariano Revolucionario 200.
Para gran parte de la población, lo bolivariano o revolucionario en Chávez era percibido como un aderezo simpático, como parte de su carácter pintoresco, dicharachero, o como una fórmula válida para su victoria electoral. La Asamblea Constituyente, primera gran acción del gobierno, produjo una constitución moderna, fraguada con la participación de todos los sectores del país, con buenos avances en la construcción de un nuevo marco legal; pero también introdujo dos elementos que comenzaron a calentar algunos sistemas de alarmas: la extensión del periodo gubernamental a seis años y la posibilidad de una reelección inmediata. El presidente, además, tampoco se ahorró sutilezas. En sus frecuentes intervenciones públicas comenzó a hablar de un futuro revolucionario por etapas: estábamos en "la década de plata", nos dirigíamos hacia "la década de oro". Finalmente sentenció que se retiraría en el 2021, en la efemérides de la Batalla de Carabobo, a doscientos años de la reyerta que le dio la independencia a Venezuela.
Aunque, en concreto, en el sentido estricto de las condiciones objetivas de la realidad, la revolución no hubiera transformado nada, simbólicamente ya había producido un cataclismo: acabó con el sentido de la alternancia política. El gobierno hablaba como si fuera eterno, como dispuesto a no dejar el poder hasta haber conquistado sus objetivos. La democracia había sido una ruta, pero podía comenzar a transformarse en un estorbo para el proyecto bolivariano. Las primeras acciones reforzaron esta visión: la emergencia por cambiarle el nombre al país (¿por qué el gobierno, con esas cifras de pobreza, se ocupa de rebautizarnos como República Bolivariana de Venezuela?, se preguntó alguno), el nombramiento a dedo de gente fiel al frente de todos los poderes públicos (¿cómo es posible que el vicepresidente, de un día para otro, se convierta en fiscal general de la República?, inquirió alguien), la inclusión de la formación premilitar en las escuelas (¿qué decirte de mi cara cuando mi hija de 16 años me anunció que el próximo martes le iban a enseñar a armar y desarmar una 9 milímetros?, preguntó otro alguien, tan cualquier alguien como yo)… El carácter inflamable del discurso de Chávez, tan provechoso en la contienda electoral, se convirtió en un irritante desmesurado. Todavía bendecido por la popularidad, se mofaba o satanizaba la crítica, la diferencia. Decretó que cualquiera que no se plegara mansamente a su proyecto era un oligarca, un traidor. Promovió un saludo que hasta el día de hoy distingue a los chavistas: los brazos en alto sobre los hombros, el puño cerrado de una mano golpea la palma abierta de la otra mano. Una y otra vez. Como una campana seca. Como un mudo ritmo de guerra. Pero, del otro lado, una incipiente oposición también desarrolló angustias propias de la cubanidad mayamera. Algunos periodistas se convirtieron en elementos protagónicos del enfrentamiento en contra del gobierno. Algunos de los viejos políticos reaparecieron, dispuestos a cualquier cosa con tal de recuperar sus antiguos empleos. La idea de la revolución desnudó y azuzó lo peor de cada uno de nosotros. Trabucó la necesidad de cambio en resentimiento. Alentó los prejuicios de todo tipo. Fomentó la división. Propuso la intolerancia como dinámica de relación social. Nos enfermó socialmente. Así son, con harta frecuencia, estos procesos. No conciben el consenso. Toda negociación les parece una derrota. Más que superar las contradicciones, sólo desean suprimirlas.
Ni la oposición es una caterva de neonazis, ni Hugo Chávez Frías es una aleación de Pinochet con Milosevic. No hay una dictadura en Venezuela. Pero tampoco existe un equilibrio de poderes. No hay censura, pero el gobierno es un continuo ejercicio de intimidación, de amedrentamiento. Todo puede ser tan legal como inadmisible. De lado y lado. Ni Chávez es Hitler, ni la oposición es el Ku Kux Klan. (Ambas definiciones se han suscrito. No pienses que esto es un invento personal, por favor.) Todo forma parte de una misma singularidad, de una complejidad que cierto pensamiento crítico europeo —cuyo emblema bien podría ser Ignacio Ramonet— nunca podrá comprender. No hay nada más frívolo que Le Monde Diplomatique a la hora de analizar la "crisis venezolana". Recurre a los estereotipos más inocentes de la dulce izquierda europea, como si nos tomara como excusa para ajustar cuentas con su mala conciencia, con la propia historia colonialista de Francia.
Somos rehenes de un sueño. Ahora, más que nunca, estamos cercados por todas nuestras múltiples miserias. Nada es totalmente lo que parece. Todo se le asemeja demasiado. La más cínica paradoja es que la revolución tampoco es una revolución. Ni siquiera.

La incertidumbre como única certeza
El lenguaje es gratis y está al alcance de todos. Por eso es democrático y promiscuo. Es el territorio ideal para cualquier rebeldía. Así me pasó: fui a recibir a un periodista mexicano al aeropuerto y me detuve unos minutos a platicar con los obreros que trabajan en la reconstrucción de todas las instalaciones. Estaban estacionados, en plan de eterno mediodía, cuando les pregunté cómo iban las obras. "La vaina está parada", dijo uno. Y después hubo una pausa como una gota. Como si el sol sudara, como si una gota del sudor del sol pudiera caer y aplastarse sobre el asfalto. Un silencio amarillo. Bastante lento. Hasta que otro de los trabajadores, aflojando una sonrisa, remató: "Dicen que ya no hay dinero. Que se lo gastaron en los viajes. Tú sabes, como esto es una robolución…"
Al día siguiente de la toma de posesión, en 1999, Hugo Chávez criticó los lujos de su cargo. Se quejó amargamente de la piscina y de la sala de cine que tenían la residencia presidencial. Puso en venta limosinas y aviones. Se presentó como un espíritu franciscano, sin otra apetencia que la justicia. Varios meses más tarde, sin embargo, ya en la vanidad de creerse un héroe tercermundista en contra de la globalización, compró un airbus de setenta millones de dólares. Esa fue la primera bofetada en contra de nuestra pobreza. Los cálculos señalan que, a estas alturas, Chávez le ha dado la vuelta al mundo tres veces. Que, por lo menos, ha pasado doscientos días fuera del país, coleccionando sellos en su pasaporte.
La ilusión de castigar a los corruptos del pasado se desvaneció rápidamente. Tampoco el nuevo gobierno pudo controlar su propio ejercicio. La gestión revolucionaria ya cuenta con infinidad de denuncias de corrupción, algunas de ellas tan significativas como la que señala al Plan Bolívar 2000, que involucra a algunos de los actuales altos jefes militares del gobierno chavista y representa la malversación de cientos de millones de bolívares dirigidos a prestar ayuda social a los estratos más pobres de la población venezolana. Según Transparencia Internacional, "el fracaso del gobierno con respecto a su promesa de ponerle coto a la corrupción ha resultado ser una amarga ironía para el presidente Hugo Chávez, quien llegó a la presidencia impulsado por sus mensajes anticorrupción".
Puedes escuchar lo que dice Chávez. Siempre será magnífico manoseando verbos. Realmente admirable. No obstante, el idioma de las cifras no dirá lo mismo. En estos cuatro años de gestión, con unos ingresos petroleros mayúsculos (hablamos de más de 130 mil millones de dólares), los indicadores de pobreza han aumentado. Las estadísticas señalan que dos millones de personas en Venezuela pasaron a pertenecer a nuevos hogares pobres, al elevarse en 200.160 el número de hogares en situación de pobreza, mientras que unas 293 mil personas cayeron en situación de pobreza crítica, es decir, unos 56.506 hogares. Mientras, los impuestos aplicados por la revolución son de un rigor neoliberal que espanta. El país rico sigue en su caída libre hacia la miseria más radical. Ni siquiera Bolívar pudo salvarnos de nosotros mismos.
La revolución es un vapor, una humedad que nos envuelve y nos tensa. Un fuelle invisible que ha ido quemando la temperatura del país. El gobierno ha concentrado el poder, ha generado su propio partido desde el Estado. Olvídate de la organización popular, de la autogestión, de la formación cooperativa. El gobierno entiende al pueblo como brigadas de choque. Es parte de la filosofía rottweiler: o se quedan quietos o les suelto a los desdentados. En el otro bando, hay ciertos sectores de la oposición que ya están ganados por la histeria, que aún no han entendido en qué país viven. No han comprendido que Chávez también es un paradigma cultural. Es una versión de la venezolanidad con la que, largamente, nos tocará debatir. Chávez es una ejecución exitosa de una de las maneras de nuestra identidad. En el 92 fue un golpista inacabado. Fracasó pero cayó de pie. No le hizo falta arriesgar el pellejo. Tan sólo fue parcamente sincero frente a la tele. Obtuvo la popularidad y el poder con rapidez. Casi saltó de la prisión a la presidencia, cumpliendo con el guión de cualquier bolero. Chávez es la demostración palpable de que hay un sueño venezolano posible. Es parte de un ideal patriótico: su trabajo es hablar. Es lo único que hace. Cobra su sueldo y tiene prestigio a cuenta de sus palabras. Goza de todas nuestras íntimas utopías: lanza un strike en el estadio de los Yankees de Nueva York, viaja a Tokio y abraza al emperador, baila en República Dominicana, canta donde lo asalte la inspiración, echa un chiste apenas se le ocurre…¡Jamás ha tenido la necesidad de cambiar nada! ¡Siendo él mismo es todo un éxito! Para una parte del difícil universo de la miseria, se trata de un sueño, de todas las vergüenzas vengadas, de una probable felicidad. Para alguna parte de ciertos sectores medios y de la antigua clase política, se trata de una agresión inaceptable. Lo que empezó como una pugna se ha trastocado en feroz intolerancia. Chávez se atornilla al poder mientras sigue prometiendo el firmamento que nos merecemos. Nada ha cambiado pero nada es igual. Ahora, a cuenta de las mejores causas, ya somos capaces de destruirnos.
No hay salidas fáciles. No hay recetas. Escribo estas líneas sobre los primeros días de enero de 2003. Ya llevamos más de un mes en "Paro Cívico Nacional". El país es casi una quiebra. La terquedad, un buen método de destrucción. Ninguna de las partes se muestra dispuesta a ceder y, sin embargo, cada día que pasa, es más evidente que la única salida posible es la negociación. Aun más allá de cualquier consulta electoral, se hace necesario un acuerdo nacional que incluya a todos los sectores y a todas las corrientes políticas. Sólo así será aceptado ese acuerdo por toda la población. Lo otro es la violencia. La cruda estadística que va dejando cada vez más muertos en los enfrentamientos entre las marchas del gobierno y de la oposición. La ignorancia de no haber vivido, de no saber cómo empieza una guerra civil.
Si vinieras ahora a Venezuela, si pasearas estas calles, podrías tocar la incertidumbre en el aire. Aun detrás de nuestros gritos, de la bulla, de esa incapacidad natural que tenemos para el silencio; aun así, podrías palpar la respiración de las preguntas. Van y vienen. Saltan. Se despeñan. Se estiran, se arrugan. El futuro sólo es un blanco móvil. Ya no promesa. Ya, cada vez más, tan sólo una probable amenaza. ~

RELATO DEL ANGLÓFILO Y EL GOLPISTA

1.
El teniente coronel de paracaidistas Hugo Chávez animó durante casi diez años una logia militar secreta.
Uno de sus ritos de iniciación requería acampar la víspera del natalicio de Simón Bolívar bajo el legendario samán de Güere y hacer allí una vela de armas.
En tiempos del barón de Humboldt, el samán era paradero obligado en el camino que llevaba de Caracas a los llanos. Podía dar cobijo a un centenar de viajeros con sus cabalgaduras.

(Caracas, 1960) es narrador, poeta y guionista de televisión. La novela Rating es su libro más reciente (Anagrama, 2011).

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Venezuela en crisis

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13.02.2024

La revolución evaporada
Tú vienes y, a quemarropa, sin ninguna anestesia, me preguntas: ¿qué sucede en Venezuela? No se entiende nada, dices. Las palabras, por unos segundos, quedan flotando entre nosotros. Tal vez, de pronto, siento que un erizo de mar se ha sentado sobre mi lengua. Vivir aquí no nos hace inmunes al desconcierto. Nadie sabe demasiado bien lo que pasa. Nadie puede saberlo. Cuídate de aquel que sepa claramente qué ocurre. Sospecha del que pretenda explicar nuestra realidad con dos espléndidas ecuaciones. En historias como éstas, no tener dudas suele ser lo más peligroso.
Somos un estado de confusión en pleno desarrollo. Cualquiera que se asome ahora a nuestra geografía tendrá que respirar tres veces para tratar de soportar la cotidiana intoxicación política, el exceso mediático, la lujuriosa producción de informaciones. Si te separas de los medios, quizás te pierdas el final de la historia. En esa frase llevamos ya tantos meses. Somos una videocracia con una programación de 24 horas que se niega a reducir sus niveles de intensidad. Así también nació, en parte, este proceso. En el instante en que, el 4 de febrero de 1992, tras un intento de golpe de Estado más cercano a la chapuza que a la estrategia militar, las cámaras de televisión se posaron sobre un teniente coronel. En esa brevísima aparición, Hugo Chávez reconoció su derrota y estrenó, al mismo tiempo, su estrellato político. Visto a la distancia, más que una rebelión casi fue un segmento de nuestra, adelantada y particular, Operación Triunfo.
El modelo bipartidista que durante las últimas décadas del siglo XX había gobernado a Venezuela era ya un fracaso, un agotamiento desbordado. El país vivía en una exigente e impostergable necesidad de cambio. Que alguien reconociera su desesperación ante el sistema, y asumiera además su fracaso públicamente, significó una acción aun más importante que el burdo ensayo de subir las escalinatas del Palacio de Miraflores con un tanque de guerra. El verdadero golpe del 2 de febrero de 1992 fue mediático. La clase política tradicional, tras haber demostrado contundentemente su falta de probidad y su incapacidad para administrar el Estado, comenzó a perder, desde ese día, uno de sus monopolios más importantes: la gerencia de la esperanza popular.
Te cuento: eso de que somos un país rico no es joda. Al menos, lo fuimos. Como idea, como concepto. Casi como un ardid matemático: geografía petróleo es igual a nosotros con muchos dólares. Y, probablemente, alimentamos un regocijo cultural propio de todo aquel que se ha ganado la lotería. La noticia de que, con algo de más de veinte millones de habitantes, éramos el primer país importador de whisky escocés del planeta animaba nuestra estima. Pensábamos con el orgullo o, en el mejor de los casos, con el hígado. Así, también, fuimos tristemente célebres en Miami: "Ta barato, dame dos" —nos llamaban—. Más allá de estampas como éstas, y de la promoción de corruptelas en las élites políticas y empresariales, para la mayoría de los venezolanos la riqueza petrolera siempre fue una abstracción incomprensible: ¿cómo un país tan rico mantiene a cerca del 70% de su población en situación de pobreza?
En ese escenario, Hugo Chávez podía danzar perfectamente. Su discurso feroz en contra de la corrupción era un himno que todo el país estaba deseando escuchar. El perfil de un ex militar decidido a intervenir en la política asomaba la ilusión de un orden y de una disciplina que tanto se anhelaba en las funciones de gobierno y de control social. Su sorprendente talento comunicacional, además, dejaba vacías las nociones de representatividad y legitimidad con las que, hasta ese entonces, se habían manejado los políticos tradicionales. Chávez saboteó de manera natural la solemnidad, la pompa, el protocolo de lo público. Dejó a sus competidores sin promesas y se apropió de una nueva idea de futuro. Cuando ganó las elecciones, en 1998, tenía un abrumador 80% de popularidad. Los grupos económicos y los medios de comunicación estaban de su lado. El país de pronto fue una novedad.
(Te confieso que yo no voté por él. Era imposible no identificarse con alguna de las verdades que estallaban en su discurso, pero a mí me pudo más lo militar. Todo lo castrense siempre me ha producido más de un escozor. Tal vez sean prejuicios muy básicos pero, genuinamente, desconfío de alguien que se viste de la misma manera todos los días, que entiende su relación con los otros a partir de la dinámica de dar o de recibir órdenes. Jamás, tampoco, me ha entusiasmado nuestra cosmogonía bolivariana. Me parece francamente cursi. Es como una sobreactuación en nuestra identidad. Cuando, en pleno debate electoral, a Chávez le preguntaron por su ideología, él contestó que no era de izquierda ni de derecha: "yo soy bolivariano". A veces, por cosas así, uno vota o deja de votar por alguien.)
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