Según la interpretación dominante en el nacionalismo español conservador, lo ocurrido en el otoño del 2017 fue un “golpe de Estado”. De ahí que el caso recalara en el Tribunal Supremo y que se considerara la crisis como “una rebelión”. Para dar verosimilitud a estas acusaciones, los jueces afilaron el ingenio jurídico y descubrieron sutiles formas de violencia donde no había más que protesta pacífica. Como todo resultaba demasiado forzado, acabaron condenando a los líderes independentistas por sedición, un delito que ya no existe como tal en el Código Penal. No obstante, juzgar a los encausados por rebelión trajo grandes ventajas a los poderes del Estado, pues permitió a los tribunales interferir gravemente en los procesos electorales, impidiendo que candidatos electos tomaran posesión de sus escaños.

Para aquellos que defienden la tesis del golpe, en otoño del 2017 se produjo una quiebra de la legalidad constitucional. Quien incumple la ley se enfrenta inevitablemente con la justicia. Se detuvo a los autores del delito, se los juzgó y se los condenó. Exactamente igual que se hace con cualquier otro delincuente. Y ­exactamente igual que se hizo, por ejemplo, con los golpistas del 23-F en 1981.

Esta ha sido la forma hegemónica de entender la crisis catalana en el establishment político, mediático e intelectual de España. Hasta tal punto ha tenido fuerza esta interpretación que arrastró en su momento al propio PSOE: hay abundantes declaraciones de dirigentes del Partido Socialista, incluyendo a Pedro Sánchez, en esta misma línea. Hoy estamos viendo las consecuencias de todo aquello: gente crispada e intolerante, movida por el ánimo de venganza, que defiende un nacionalismo excluyente y tiene como aspiración máxima ver a Carles Puigdemont en prisión.

En realidad, lo que se produjo en el 2017 no fue un golpe de Estado, sino una crisis constitucional, un choque entre instituciones y entre principios distintos de legitimación. Fue un fracaso colectivo: por un lado, el gobierno de España no supo gestionar la situación (las imágenes de los policías golpeando a los ciudadanos el primero de octubre son imborrables) y, por otro, el independentismo desobedeció gravemente el mandato constitucional. La situación se desbordó y mostró lo mal preparadas que estaban las instituciones (españolas y catalanas) y la sociedad (la española y la catalana) para afrontar un conflicto de esta naturaleza.

A partir de la moción de censura del 2018, en la que se armó una alianza entre partidos de izquierdas y partidos nacionalistas vascos y catalanes, la tesis del golpe de Estado comenzó a flaquear. Dada la nueva correlación de fuerzas, era inevitable que sucediera así. Con enormes resistencias, ha ido abriéndose paso un enfoque distinto, que pone el acento en la negociación y la convivencia. Primero fueron los indultos, luego las reformas de los delitos de sedición y malversación y, ahora, tras las elecciones del 23 de julio, la am­nistía.

La amnistía, aunque no pueda reconocerlo el Gobierno, supone en la práctica una rectificación profunda de la tesis del golpe y de la sentencia del Tribunal Supremo que le sirve a esta de fundamento jurídico. De ahí que provoque reacciones furiosas­ y rasgado de vestiduras. Sencillamente, los nacionalistas españoles no están dispuestos a revisar sus creencias sobre este tema.

La aprobación de una ley orgánica de amnistía no supone el principio del fin de la democracia ni la ruptura de la Constitución ni una traición al espíritu de la transición. Este lenguaje truculento que utiliza la oposición no se justifica de ninguna manera. Es evidente que la democracia española continuará siendo una democracia tras la aprobación de una ley así; quienes consideren que la ley no encaja en la Constitución podrán interponer un recurso ante el Tribunal Constitucional. No hay, en este sentido, motivo para la alarma. Ni el Estado de derecho ni la división de poderes están en juego. La amnistía no entierra los principios democráticos, más bien los potencia apelando a la integración tras un conflicto políticamente traumático.

En cuanto a la transición, algunos creen que la amnistía resulta incompatible con sus valores fundacionales, mientras que otros pensamos que es justo al contrario, que lo que supuso una negación del espíritu de la transición fue la crisis del 2017, resuelta sin diálogo alguno, mediante la vía unilateral por parte de unos y la fuerza policial y la justicia punitiva por parte de otros.

Tras las elecciones de 1977, dominó el pacto y el acuerdo. La primera ley que se aprobó fue justamente la de amnistía. Lo que tienen en común ambas amnistías es la necesidad de superar un pasado­ problemático, una dictadura en 1977 y un fallo sistémico de nuestra democracia en el 2017. El pro­blema reside en que reconocer dicho fallo sistémico es incompatible con el orgullo herido del nacionalismo español.

Evidentemente, sería mucho mejor para todos si la derecha nacionalista española apoyara una medida de reconciliación como esta. Sin embargo, la derecha estima irrenunciable la tesis del golpe de Estado y pretende incendiar el país con este asunto. Es una irresponsabilidad manifiesta. Pero por mucha que sea la presión ambiental, el PSOE ha optado, a mi juicio con buenas razones, por mantener su política de alianzas y seguir adelante con el desmontaje de los errores del otoño del 2017. No hay alternativa en estos momentos. A corto plazo, el país profundizará en su división y la polarización crecerá aún más. Será un infierno para los socialistas. Pero creo que el paso del tiempo demostrará que, por muy oportunistas que puedan ser sus motivaciones, están haciendo lo correcto.

QOSHE - Psicopatología de la amnistía - Ignacio Sánchez-Cuenca
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Psicopatología de la amnistía

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11.11.2023

Según la interpretación dominante en el nacionalismo español conservador, lo ocurrido en el otoño del 2017 fue un “golpe de Estado”. De ahí que el caso recalara en el Tribunal Supremo y que se considerara la crisis como “una rebelión”. Para dar verosimilitud a estas acusaciones, los jueces afilaron el ingenio jurídico y descubrieron sutiles formas de violencia donde no había más que protesta pacífica. Como todo resultaba demasiado forzado, acabaron condenando a los líderes independentistas por sedición, un delito que ya no existe como tal en el Código Penal. No obstante, juzgar a los encausados por rebelión trajo grandes ventajas a los poderes del Estado, pues permitió a los tribunales interferir gravemente en los procesos electorales, impidiendo que candidatos electos tomaran posesión de sus escaños.

Para aquellos que defienden la tesis del golpe, en otoño del 2017 se produjo una quiebra de la legalidad constitucional. Quien incumple la ley se enfrenta inevitablemente con la justicia. Se detuvo a los autores del delito, se los juzgó y se los condenó. Exactamente igual que se hace con cualquier otro delincuente. Y ­exactamente igual que se hizo, por ejemplo, con los golpistas del 23-F en 1981.

Esta ha sido la forma hegemónica de entender la crisis catalana en el establishment político, mediático e intelectual de España. Hasta tal punto ha tenido fuerza esta interpretación que arrastró en su........

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