La noche del 23 de febrero de 1945 un bombardeo aliado mató a unas 20.000 personas en Pforzheim, casi un tercio de su población. Para entonces, habían muerto asesinadas por los bombardeos aliados en Alemania unas 350.000 personas, unas 800.000 habían sido heridas y alrededor de 7.500.000 habían perdido su hogar. Aunque la cifra de muertos en Pforzheim pueda parecer pequeña en comparación, llama la atención porque para entonces Alemania prácticamente había perdido la guerra, por lo que es más difícil justificar –si es que se puede justificar alguna vez– el asesinato premeditado de miles de civiles.

No era la primera ni sería la última ocasión: en los bombardeos masivos de Hamburgo y Dresde los ataques no se centraron en objetivos militares, sino que tenían como diana a la población civil: primero se lanzaban sobre los barrios residenciales bombas explosivas para reventar los tejados, después bombas de fósforo para incendiar el interior de las casas y abrasar a los supervivientes. No bastaba con desmoralizar a la población destruyendo sus casas, sus museos, sus iglesias, sus calles. Se buscaba exterminarlos allí donde buscaban refugio.

Mientras los bombardeos de líneas ferroviarias y de refinerías de petróleo fueron esenciales para ganar la guerra (y no seré yo quien dude de la necesidad de derrotar al nazismo), el efecto desmoralizador de los bombardeos contra civiles nunca ha estado claro; más bien su efecto podría ser el contrario, como vemos ahora en Palestina: los brutales ataques contra la población civil están avivando un deseo de resistencia y una conciencia de comunidad que no eran antes tan vivos.

Es cierto que la culminación bestial de esta estrategia en Hiroshima y Nagasaki parece haber demostrado mejor la eficacia del efecto desmoralizador en el enemigo –dejemos de lado su justificación moral, si podemos–, aunque muchos historiadores se preguntan, como mínimo, si era necesario lanzar la segunda bomba atómica tres días después de la primera, sin dar casi tiempo a la capitulación.

La razón práctica aducida en todos estos casos era que, por brutales que fuesen los bombardeos, prolongar la guerra mediante enfrentamientos terrestres hubiese producido a la larga aún más muertos. Aparte de que los cálculos que sustentan esta afirmación siempre han sido dudosos, lo que se está diciendo de forma implícita es: más muertos de nuestro bando. Lo terrible es que los civiles del territorio enemigo se cuentan como del bando opuesto, con lo que muchos miles de ellos sufren dos violencias paralelas: la del propio ejército y la del ejército enemigo. Tanto los mandos nazis como los de Hamás desprecian la vida de la propia población civil si su muerte sirve para acercar la victoria o, al menos, para alejar la derrota.

No vamos a perder tiempo en explicar lo obvio: el nazismo era una amenaza terrible para la población (no solo) alemana, y Hamás lo es, a otro nivel, para (no solo) la palestina. Lo que quería resaltar al iniciar este artículo es que da igual que se trate de una dictadura o de una democracia parlamentaria: la vida de los civiles enemigos se desprecia en los cálculos de pros y contras. Incluso la de los civiles propios que deberían ser protegidos urgentemente. Un ejemplo reciente es el del sacrificio de los rehenes israelíes por parte de su ejército. Uno más antiguo y más flagrante me lo recuerda la lectura de una novela que, creo, no está traducida al español: Le livre brisé (El libro roto), de Serge Doubrovsky.

En las primeras páginas de la novela, Doubrovsky recuerda una emisión televisiva en la que Eli Wiesel exigía respuesta a una pregunta imposible de responder: POR QUÉ (en mayúsculas en el original para subrayar el escándalo y la rabia). «Enviamos emisarios a los aliados. Les comunicamos el trazado exacto de las líneas de ferrocarril. Los convoyes a Auschwitz: jamás fueron capaces de desviar un solo avión para bombardear las vías. Un despiste, se les pasó. NUNCA LAS BOMBARDEARON. Ralentizar las deportaciones, el tráfico suspendido un momento: un sinfín de vidas salvadas. Nunca las hicieron saltar por los aires. POR QUÉ».

Una posible respuesta sería que una vez que se entra en la lógica de la guerra toda otra lógica queda aplastada: los derechos humanos, salvar vidas, proteger a la población civil. Todo secundario. Cuando los señores de la guerra campan a sus anchas, dejan de lado esas sensiblerías. Al enemigo hay que destruirlo, cueste lo que cueste. Se mantienen los grandes discursos para la galería, pero lo estamos viendo hoy; dan igual los horrores que se perpetren, siempre habrá quien se ponga del lado de los verdugos por razones humanitarias, patrióticas, de defensa de los valores democráticos (no entro aquí en quienes defienden incluso en público valores que de por sí atentan contra la dignidad humana).

Las democracias se comportan como las dictaduras en territorio enemigo. Peor aún, defienden a dictadores si les supone un beneficio. Las democracias solo muestran el corazón del que carecen las dictaduras cuando no necesitan sacar las garras. Y podríamos ir aún más lejos: las democracias, cuando los intereses de sus élites se ven gravemente amenazados, tienden a olvidar sus hábitos civilizados y volverse sistemas autoritarios en los que se divide tajantemente a los ciudadanos entre aliados y enemigos. Pero seguir por aquí me llevaría demasiado lejos. Quizá retome el tema el próximo año.

¿Puedo desearos ahora feliz Navidad? No. Prefiero volver al famoso deseo imposible: paz en la tierra a los hombres, y las mujeres, de buena voluntad.

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Tu democracia, mi exterminio

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19.12.2023

La noche del 23 de febrero de 1945 un bombardeo aliado mató a unas 20.000 personas en Pforzheim, casi un tercio de su población. Para entonces, habían muerto asesinadas por los bombardeos aliados en Alemania unas 350.000 personas, unas 800.000 habían sido heridas y alrededor de 7.500.000 habían perdido su hogar. Aunque la cifra de muertos en Pforzheim pueda parecer pequeña en comparación, llama la atención porque para entonces Alemania prácticamente había perdido la guerra, por lo que es más difícil justificar –si es que se puede justificar alguna vez– el asesinato premeditado de miles de civiles.

No era la primera ni sería la última ocasión: en los bombardeos masivos de Hamburgo y Dresde los ataques no se centraron en objetivos militares, sino que tenían como diana a la población civil: primero se lanzaban sobre los barrios residenciales bombas explosivas para reventar los tejados, después bombas de fósforo para incendiar el interior de las casas y abrasar a los supervivientes. No bastaba con desmoralizar a la población destruyendo sus casas, sus museos, sus iglesias, sus calles. Se buscaba exterminarlos allí donde buscaban refugio.

Mientras los bombardeos de líneas ferroviarias y de refinerías de petróleo fueron esenciales para ganar la guerra (y no seré yo quien dude de la necesidad de derrotar al nazismo), el efecto desmoralizador de los bombardeos contra civiles nunca ha estado claro; más bien su........

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