Una de las experiencias más frustrantes, e incomprensibles, para quienes huyeron de Alemania durante el auge del nazismo fue que las autoridades de países con democracias parlamentarias también los persiguiesen, les pusieran mil trabas burocráticas y, en muchos casos, incluso los devolvieran a Alemania o a los países ocupados por los nazis.

Los exiliados no conseguían entender que se tratara así a quienes se oponían a una dictadura que amenazaba la paz y la seguridad de los países a los que habían huido. La mismísima Hannah Arendt fue encerrada en un campo de internamiento, ya antes de que el régimen de Vichy colaborara con los nazis. Lisa Fittko, a quien mencioné en mi artículo anterior, relata las vicisitudes de varios de esos exiliados, incluido su marido Hans, que tenían que vivir bajo la amenaza de ser devueltos a Alemania por las autoridades de cada país al que llegaban.

Lo que estaban experimentando entonces es solo una versión del comportamiento histórico de las democracias cuando la decencia, la libertad y los derechos humanos obstaculizan sus intereses, algo que vemos hoy de forma descarnada en Gaza. Es decir, que los estados democráticos lo son solo cuando les conviene, cuando -dejadme que lo simplifique así-, los poderosos no se ven amenazados por los principios y los valores que se suponen esenciales al sistema.

¿Quién nos iba a decir que podrían prohibirse manifestaciones pro palestinas en Francia y Alemania y que se iba a presionar, y castigar, a artistas que se expresaran contra la masacre de civiles realizada por Israel? Es verdad que no sorprende a nadie que Estados Unidos se haya opuesto incluso a un alto el fuego. Eso era de esperar. Pero tampoco debería sorprendernos lo primero.

Gaza nos muestra algo que no queremos ver, pero sabemos desde hace mucho. Igual que cuando un anuncio de un banco nos asegura que es el banco que nos cuida, o que le importa nuestra familia; o el de una empresa de automóviles manifestando su preocupación por el medio ambiente; sabemos que es mentira, pero tiene un efecto tranquilizador. No lo creemos, pero aun así deseamos creerlo. Lo mismo sucede con la democracia.

Una y otra vez, representantes políticos, periodistas, gentes de la cultura ensalzan los derechos y valores de la democracias, y es el suyo un discurso arrullador, balsámico. Pero sucede como en el banco en el que te reciben con educación y sonrisas hasta el día que te desahucian o te engañan con un producto financiero inadecuado. Nuestros países mantienen su discurso virtuoso hasta que las cosas se ponen feas. Entonces se quitan la máscara, y lo mismo organizan una guerra sucia contra quienes supuestamente amenazan la estabilidad o apoyan a dictadores y asesinos. La Historia está llena de ejemplos; el presente también.

Gaza no es el problema. El problema es que las democracias occidentales pueden ser tan bestiales como la peor de las dictaduras. Y el problema es también que aceptamos la publicidad del banco, del seguro, del Gobierno… no solo porque es más cómodo, también porque a menudo no sabríamos qué hacer en un sistema que se escapa a nuestro control. Gaza es un síntoma, otro, terrible, de nuestra impotencia.

El domingo, antes de que se publique este artículo, habré salido a manifestarme por el fin del comercio de armas y de las relaciones con Israel. Sé que será inútil; la manifestación no va a cambiar nada: se tomarán las decisiones que ya estuviesen tomadas antes de la manifestación, a menudo por motivos que nunca conoceremos. Manifestarse es solo la expresión de un deseo y de una impotencia. Y, además, una contradicción: poder manifestarnos más o menos libremente confirma que vivimos en una democracia. La inutilidad de nuestros esfuerzos, la convicción de que la matanza va a continuar, muestra los límites del carácter democrático de nuestros sistemas.

Incluso un Gobierno crítico con Israel, como lo es el nuestro, ha seguido exportando de tapadillo la munición que se usará contra una población indefensa. Incluso un Gobierno que mantiene un discurso moral sobre cómo debe ser nuestra sociedad, abandona a la población saharaui o negocia con dictadores que pisotean los derechos humanos porque hay en juego millones de euros y puestos de trabajo.

No estoy diciendo nada nuevo. Es tan obvio que incluso dudo del interés de publcar este artículo. Si decido de todas formas hacerlo es para que, por lo menos, de vez en cuando una interferencia atraviese las sonrisas perfectas de los anuncios publicitarios.

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Gaza no es el problema

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26.02.2024

Una de las experiencias más frustrantes, e incomprensibles, para quienes huyeron de Alemania durante el auge del nazismo fue que las autoridades de países con democracias parlamentarias también los persiguiesen, les pusieran mil trabas burocráticas y, en muchos casos, incluso los devolvieran a Alemania o a los países ocupados por los nazis.

Los exiliados no conseguían entender que se tratara así a quienes se oponían a una dictadura que amenazaba la paz y la seguridad de los países a los que habían huido. La mismísima Hannah Arendt fue encerrada en un campo de internamiento, ya antes de que el régimen de Vichy colaborara con los nazis. Lisa Fittko, a quien mencioné en mi artículo anterior, relata las vicisitudes de varios de esos exiliados, incluido su marido Hans, que tenían que vivir bajo la amenaza de ser devueltos a Alemania por las autoridades de cada país al que llegaban.

Lo que estaban experimentando entonces es solo una versión del comportamiento histórico de las democracias cuando la decencia, la libertad y los derechos humanos obstaculizan sus intereses, algo que vemos hoy de forma descarnada en Gaza. Es decir, que los........

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