De las salidas al campo surgen siempre impresiones subjetivas, si se puede afirmar eso con rotundidad, porque el sujeto adulto nunca olvida lo aprendido en su vida y en los estudios.

Mis paisajes son a la vez vaguedad y melancolía, por lo que dejaron de ser o pudieron ser; quizás nunca quisieron ser. En los paisajes siempre se encuentran alegrías, por más que quien observe resalte los deterioros.

Mi paisaje es la estepa, allí donde falta lo espectacular presentado en los medios de comunicación o en lecturas selváticas; desde ‘Tarzán’ o ‘El libro de la selva’ a ‘National Geographic’. No busco en la estepa fantasías, sino la grandeza de las cosas pequeñas, algunas visibles incluso a la luz de la luna, como los yesos cristalinos. Parece que todo está dormido, excepto los cantarines pájaros o la chicharra delatora; por la noche, el mochuelo.

Mucha gente nos sentimos a gusto en la estepa. Ante esa menguante balsa endorreica, a donde van las calandrias a beber, admiro el vuelo amatorio de la libélula; cerca, los hinojos me perfuman. Los tomillos sienten envidia y a la menor ocasión sacan sus flores para que el viento esparza sus olores. Los acompañan los sisallos –qué atrevidos al florecer en verano– y las ontinas –‘Artemisia herba alba’ es su aristocrático nombre–, que para mí son las joyas anónimas de mi estepa, junto con los no apreciados asnallos.

Los sentimientos de los esteparios se exhiben teñidos de supervivencia; las impresiones se alojan en los circuitos cerebrales. Pero para sentirlo hay que escanciar el alma observadora sobre lo que vemos, ya sea la tierra blanquecina o la mimetización a ese color de vegetales y animales. Mirándolos bien, cada elemento del paisaje permitiría su singularización.

Además hay un subsuelo que une y no vemos. Por allí, por sus vales que no valles porque falta el agua vivificante, andarán sequías o minerales sueltos, junto con algunos seres vivos que prefirieron el subterráneo a exponerse a los rigores esteparios. Polvo y sudor diría Antonio Machado, a lo que Víctor Guíu añadía lo de "estepas cocidas al fuego abrasado", en un poema dedicado al poeta Miguel Labordeta. Su hermano José Antonio no habría dudado en llamarla la memoria de la sed, a la vez que su definitoria frase de Aragón que bien se podría concretar en la estepa como en ningún otro lugar: "Polvo, niebla, viento y sol".

Un clima formado por conjuntos de tiempos extremos. Apenas llueve, el viento azota, el sol quema; el silencio reina combinado en ocasiones con una luz cegadora. Pero allí cualquiera puede soñar, incluso sentirse volátil; no tiene que competir con muchos colores y adornos. Lorca decía que todo libro es un jardín; lo mismo pienso de la estepa: el jardín de la compostura y de las alianzas entre lo vivo y lo no vivo, entre el clima y el suelo.

La estepa es también aquello que manifestaba el gran conocedor de la rusa, Leon Tolstói: no hay grandeza donde faltan la sencillez, la bondad y la verdad. La estepa de Antón Chéjov habla por sí misma y en boca de sus personajes, siempre en viaje; por lo tanto, igual y diferente cada día. Nuestra estepa es un compendio de sobriedad. Por eso no cuesta nada entender la elegancia y sentir lo que cuenta; mucho antes que en una estampa selvática. Marín Bagüés, en su cuadro ‘Acarreo de mies’, nos sublima unos amarillos que bien se podrían vender como un Van Gogh de la Provenza seca.

El alma monegrina me susurra que estos momentos, en los que parece que no son idóneos para ser un defensor estepario, es cuando más atraen la tierra y las humildes plantas y animales que embellecen la vida de sus habitantes. Por más que moren en pueblos despoblados o envejecidos. Cual si fueran quijotes, algunos luchan con los gigantescos molinos que los invaden. ¿Por qué? Los enormes artefactos eólicos o los ‘huertos’ –qué ironía en la estepa– fotovoltaicos tratan de convencer a los oriundos para transformar las ‘inservibles’ estepas, páramos o somontanos en fábricas de energía. Esta se llevará allí donde se necesite para mantener la riqueza económica; allí donde emigró mucha gente de la estepa o los somontanos. Los lugareños se atreven a decir: según y cómo, y el más rotundo ‘¡pa qué?’, cual si fueran La Bullonera. Pero es tiempo de mudanza energética sin emoción; pero sobria, respetuosa con el lugar y consensuada.

(Puede consultar aquí todos los artículos escritos por Carmelo Marcén en HERALDO)

QOSHE - Emociones y paisajes esteparios - Carmelo Marcén
menu_open
Columnists Actual . Favourites . Archive
We use cookies to provide some features and experiences in QOSHE

More information  .  Close
Aa Aa Aa
- A +

Emociones y paisajes esteparios

5 0
10.02.2024

De las salidas al campo surgen siempre impresiones subjetivas, si se puede afirmar eso con rotundidad, porque el sujeto adulto nunca olvida lo aprendido en su vida y en los estudios.

Mis paisajes son a la vez vaguedad y melancolía, por lo que dejaron de ser o pudieron ser; quizás nunca quisieron ser. En los paisajes siempre se encuentran alegrías, por más que quien observe resalte los deterioros.

Mi paisaje es la estepa, allí donde falta lo espectacular presentado en los medios de comunicación o en lecturas selváticas; desde ‘Tarzán’ o ‘El libro de la selva’ a ‘National Geographic’. No busco en la estepa fantasías, sino la grandeza de las cosas pequeñas, algunas visibles incluso a la luz de la luna, como los yesos cristalinos. Parece que todo está dormido, excepto los cantarines pájaros o la chicharra delatora; por la noche, el mochuelo.

Mucha gente nos sentimos a gusto en la estepa. Ante esa menguante balsa endorreica, a donde van las calandrias a beber, admiro el vuelo amatorio de la libélula; cerca, los hinojos me perfuman. Los tomillos sienten envidia y a la menor ocasión........

© Heraldo de Aragón


Get it on Google Play