Los pasadizos del Paiva, en Portugal, son 8 kilómetros de un camino de madera construidos bordeando el río, que suben y bajan de la montaña. El paisaje es fantástico, pero los pasadizos mismos no son menos impresionantes: una infraestructura construida para atraer y facilitar el paso de los caminantes, una maravilla en sí misma, que permite el turismo ecológico protegiendo la naturaleza. Ni un solo rastro de basura en el camino. Contrasta de manera dolorosa con algunas de las rutas de turismo ecológico en lugares preciosos de Colombia.

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Por una parte, se ven una visión clara del Estado sobre la necesidad de fomentar el turismo y el disfrute de la riqueza natural en condiciones protegidas y una ejecución impecable. El acceso a los pasadizos tiene un costo nominal, pero la caminata atrae la llegada de turismo nacional e internacional a los hoteles de la zona. Por otra, impresiona el comportamiento de unos visitantes tal vez más educados, que respetan y cuidan el espacio a su paso.

Realmente quiero hablar sobre lo segundo. Con tanta cosa difícil pasando en el mundo al inicio de 2024, la sensación es de tener poco control sobre el presente y el futuro. Pero hay cosas sobre las que sí tenemos control: cada cual lo tiene sobre su propio comportamiento y la influencia que ejerce con él, con frecuencia sin saberlo, sobre su círculo inmediato. Y esto importa particularmente al pensar en lo público: la calle, el barrio, el parque, el monte. Es fácil confundirse pensando que lo público no nos pertenece. Que le pertenece al Estado, imaginado como un ente separado de la sociedad. O a otros. Esa confusión es un tiro en el pie.

El camino que degradamos con nuestra basura, la infraestructura que rompemos durante una protesta, la pared que vandalizamos. Todo hace parte de la categoría de cosas con las que nos autodestruimos y le restamos en cambio de sumarle a la sociedad a la que pertenecemos.

Una cosa mínima a la que podemos aportar es el manejo de la basura que producimos, lo que ensuciamos y contribuimos a limpiar.

Por supuesto que queremos gobiernos nacionales y locales que inviertan en los espacios públicos, incluida la seguridad de esos espacios para que puedan ser aprovechados. Por supuesto que queremos políticas y programas e inversiones públicas que permitan atraer el turismo, generando fuentes alternativas de ingreso, como esos maravillosos pasadizos del Paiva. Una parte depende, en efecto, de la visión y la acción de los gobiernos. Pero otra parte grande depende de la manera en que contribuyamos todos a protegerlos y cuidarlos para que puedan existir.

Sé que los grafitis son una forma de la libertad de expresión. Conozco algunos que son increíbles obras de arte y manifestaciones valientes de defensa de esa libertad. Pero un gran número resulta en edificios antiguos, residencias privadas y monumentos cubiertos por rayones o por un arte de la calle con molde, que rara vez es original y casi siempre es agresivo. La mayoría no entra en la categoría de ese arte callejero con un propósito que aporta, revitaliza y enriquece la cultura. Algunas ciudades se han dado por vencidas y no hacen ya grandes esfuerzos por limpiar paredes. El resultado es bien triste, porque la cara de los lugares cambia. No sé quién gana.

Una cosa mínima a la que podemos aportar todos para hacer la vida más vivible y contribuir al potencial de atracción de turismo y actividad económica en los lugares donde vivimos es el manejo de la basura que producimos, lo que ensuciamos y contribuimos a limpiar. Que los parques donde juegan los niños sean impecables. Que los espacios en los que transcurre nuestra vida diaria y por los que pasamos sean dignos para nosotros mismos y los que nos rodean. Y que, si no lo son, no sea por causa de nuestras acciones o nuestra inacción. Con respecto a los grafitis, creo que son una práctica sobre la que hace falta autorreflexión. La línea entre el arte callejero y el vandalismo es tenue. Ojalá hubiera más artistas como Banksy o J. R. y menos batallas entre bandas de grafiteros que ensucian paredes ajenas, sin propósito de denuncia o mensaje más allá del “gano yo, porque soy el dueño de esta pared”.

MARCELA MELÉNDEZ

(Lea todas las columnas de Marcela Meléndez en EL TIEMPO, aquí)

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16.01.2024

Los pasadizos del Paiva, en Portugal, son 8 kilómetros de un camino de madera construidos bordeando el río, que suben y bajan de la montaña. El paisaje es fantástico, pero los pasadizos mismos no son menos impresionantes: una infraestructura construida para atraer y facilitar el paso de los caminantes, una maravilla en sí misma, que permite el turismo ecológico protegiendo la naturaleza. Ni un solo rastro de basura en el camino. Contrasta de manera dolorosa con algunas de las rutas de turismo ecológico en lugares preciosos de Colombia.

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Por una parte, se ven una visión clara del Estado sobre la necesidad de fomentar el turismo y el disfrute de la riqueza natural en condiciones protegidas y una ejecución impecable. El acceso a los pasadizos tiene un costo nominal, pero la caminata atrae la llegada de turismo nacional e internacional a los hoteles de la zona. Por otra, impresiona el comportamiento de unos visitantes tal vez más educados, que respetan y cuidan el espacio a su paso.

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