En los dos artículos anteriores examiné la forma en que las conflictivas relaciones entre los órdenes de gobierno y entre los poderes federales han impedido, durante tres décadas, resolver el problema migratorio en Estados Unidos. Me propongo ahora explicar someramente los enredos que han impedido a la administración de Joe Biden tener una política migratoria coherente y exitosa.

Nunca la tuvo fácil. El presidente no tiene control de las variables críticas. La inacción del Congreso sólo da oportunidad a soluciones parciales y temporales. La polarización en el Capitolio hace casi imposible tener presupuestos suficientes y ágil ratificación de nombramientos. El activismo judicial ha favorecido al gobierno central, pero ha provocado que los estados reclamen su soberanía y busquen soluciones de fuerza.

Era previsible que la situación se complicaría. La migración centroamericana ya se organizaba en caravanas. Cada vez más haitianos huían del hambre y más nicaragüenses escapaban de la dictadura. Los gobiernos de Cuba y Venezuela propiciaban la salida de inconformes para aliviar las tensiones políticas.

Se necesitaba darle prioridad al asunto y desplegar iniciativas ambiciosas. El nuevo gobierno se limitó a prometer que echaría para abajo muchas de las políticas de su antecesor, pero no definió una oferta diferente. Ciertamente, por medio de órdenes ejecutivas, en las primeras semanas en la Casa Blanca se eliminaron algunas de las restricciones que había decretado Trump, pero nada más.

Sorprendió a todos que Biden responsabilizara del tema a Kamala Harris, quien había sido muy crítica de sus propuestas migratorias en las elecciones primarias. Muchos pensaron que la vicepresidenta iba a tratar de lucirse en su encargo. Sucedió lo contrario: ella lo interpretó como una trampa y se limitó a presentar un informe sobre los factores que inducen la migración en los países del Triángulo del Norte, de los cuales sólo visitó, por unas horas, a Guatemala.

En los pasados tres años lo que ha privado son los bandazos. Contra lo ofrecido, no dejó de utilizar el recurso legal (Título 42) que, durante la pandemia, le permitió a Trump enviar a los solicitantes de asilo a México. Luego lo suspendió y últimamente parece interesado en volver a ponerlo en vigor. Concedió protección temporal a los venezolanos y pocas semanas después la quitó. Dejó de ingresar a familias indocumentadas en centros de detención y ahora otra vez lo está haciendo.

Es evidente que no se ha podido avanzar porque ha faltado coordinación y han sobrado pugnas internas. Alejandro Mayorkas, secretario de Seguridad Interna, sufre una doble presión. Desde el Congreso, los republicanos están intentando (por segunda vez en estos últimos días) someterlo a juicio político. Los demócratas no lo defienden porque unos lo ven demasiado duro y otros excesivamente blando. Desde abajo, las agencias que dependen de él no tienen recursos y no lo obedecen.

Mayorkas está enfrentado además con el jefe de la Oficina de la Casa Blanca, Jeff Zients, y con su segundo, Jen O’Malley Dillon, así como con el consejero de Seguridad Nacional, Jake Sullivan, y su segunda, Liz Sherwood-Randall. Esta última es la que más influencia tiene en la política migratoria del gobierno, luego de que el año pasado fue despedida la asesora de Política Interna, Susan Rice.

En los primeros años de esta administración, la señora Rice trató de hacerse cargo de los problemas a los que los demás funcionarios rehuían. Sin embargo, siendo una persona brillante y trabajadora, es demasiado belicosa y difícil de tratar.

Protegida por Madeleine Albright, fue nombrada por Clinton subsecretaria de Estado a los 32 años. Fue luego embajadora en la ONU y asesora de Seguridad Nacional con Obama. Con Liz Sherwood-Randall tiene un pique porque ambas estuvieron en la lista de posibles vicepresidentas de Biden; con Antony Blinken no se lleva porque ella aspiraba a la Secretaría de Estado.

Esa desorganización explica que Biden haya hecho concesiones que no deseaba (como la del cierre de la frontera) en el acuerdo bipartidista que está por aprobarse en el Capitolio.

El tema migratorio es, hasta el momento, el que más está influyendo en la intención de voto de los ciudadanos y es, también, el que le ha dado una ventaja inicial a Trump. Es culpa, no hay duda, de la falta de liderazgo de Biden. Todo su equipo es al mismo tiempo delantero, medio y defensa. Todos van tras el balón, nadie tiene una estrategia y todos se echan la culpa del fracaso.

QOSHE - Papa caliente - Alejandro Gil Recasens
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Papa caliente

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14.02.2024

En los dos artículos anteriores examiné la forma en que las conflictivas relaciones entre los órdenes de gobierno y entre los poderes federales han impedido, durante tres décadas, resolver el problema migratorio en Estados Unidos. Me propongo ahora explicar someramente los enredos que han impedido a la administración de Joe Biden tener una política migratoria coherente y exitosa.

Nunca la tuvo fácil. El presidente no tiene control de las variables críticas. La inacción del Congreso sólo da oportunidad a soluciones parciales y temporales. La polarización en el Capitolio hace casi imposible tener presupuestos suficientes y ágil ratificación de nombramientos. El activismo judicial ha favorecido al gobierno central, pero ha provocado que los estados reclamen su soberanía y busquen soluciones de fuerza.

Era previsible que la situación se complicaría. La migración centroamericana ya se organizaba en caravanas. Cada vez más haitianos huían del hambre y más nicaragüenses escapaban de la dictadura. Los gobiernos de Cuba y Venezuela propiciaban la salida de inconformes para aliviar las tensiones políticas.

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