La serie “Los Billis” ha traído cantidad de recuerdos en mi regeneración. La devoré entre risas recordando tantos referentes de esa época naíf y sórdida. A mis 12 años, quería ser Billi, no por pertenecer a una pandilla, sino por los mitos detrás: el rock, su irreverencia, buena pinta y reconocimiento. No fui Billi pero si me disfracé para Halloween con gomina de medio lado, escarcha en los ojos y un doble con taches (una vuelta sujeta y la otra suelta). Fue mi mayor cercanía con ese mundo. Los ochenta no sólo fue de Billis que terminaron mal. Fuimos una generación de contradicciones donde el consumo restringido por estar en una economía cerrada marcaba a quienes lograban acceder a bienes importados: esos eran los “plays” de verdad.

Los demás queríamos esos atuendos, pero nos limitábamos a lo que se conseguía de la industria nacional: Caribú, Lec Lee o, en un golpe de suerte, Jeans & Jackets. Pero también fuimos la generación que experimentó la violencia urbana, la de las bombas y asesinatos y la que vivió la entrada del narcotráfico a los barrios, a los colegios y a nuestras vidas. Fue la época de las minitecas, aprender a bailar salsa y merengue en la sala de la vecina, los quinces de las amigas, el afán de encajar y las restricciones presupuestales de la familia. No solo quise ser Billi, sino también aparecer en los comerciales como mis compañeras de colegio, ser porrista o verme más play. Intenté pertenecer a ese mundo, pero gracias a mi papá y sus conversaciones sobre estereotipos y sociedad de consumo (hmmm., sin mucho consumo, a decir verdad) fui recapacitando. Cada intento por hacer un casting terminaba en una caminata con él para conversar sobre el rol de la publicidad y las propagandas y cómo una sociedad sin criterio cae fácil y con fundamentalismos hacia los eslóganes.

Yo solo quería cantar “soy el futuro del mundo, soy de Colombia… “, pero mi papá siempre tenía un mejor argumento, por fortuna. De los Billis, las minitecas y el merengue pasé a las “chimeneas” (que casi nunca se prendían), el vino caliente, la guitarra de algún amigo y la música protesta. Ahí el afán de tener ropa de marca de los años anteriores se fue desvaneciendo en las faldas largas y las idas al centro a ver teatro. Fue mi paso a la “bohemia”. Hasta ahí, lo normal en las búsquedas de un adolescente.

Pero entró el narcotráfico al colegio y, a mí, me cogió por sorpresa esa estridencia y me llevó a una lucha entre “lealtad” y “ética”. Mi compañera y amiguis (así nos llamábamos) era una hija de la mafia. Su casa no sólo era una contradicción entre la dinastía Ming y el imperio romano, sino que albergaba personajes raros asociados a lo que en esa época fue el bloque de búsqueda (¿acaso “buscaban” algo allá?). Esa amistad era prohibida por mis papás, pero yo, terca y adolescente, cogía la buseta y llegaba allá a pasarla bien.

Ella de boba no tenía un pelo. Sabía el negocio de su mamá y atrajo a todo el colegio y sus extensiones a su casa, donde se rumbeaba sin restricción, se comía distinto y se accedía a cd que ninguno tenía.

Ella también sabía que era una amistad prohibida y jugó la carta de “lealtad”, contándome cosas para probarla. “Mira gordis (como me decía), te voy a contar a qué se dedica el socio de mi mamá, pero tienes que prometerme que nunca hablarás de eso”. Eso no era lealtad, era manipulación y un juego de silencio que disfrazó de amistad. Me costaron años y dilemas contar lo que allá vi, por miedo y por sentirme ridícula e ingenua por haber caído en esa trampa.

Por suerte no todo fue cuestión de falsa lealtad, sino también de “ética”. Las dinámicas de Colombia eran muy complejas para ignorarlas. En mi casa se leía, se debatía y analizaba. No era fácil en una familia crítica aceptar esa explosión de lujos como si fuera cotidiano. De la terquedad pasé a la reflexión y a enfrentar la historia que el país estaba tejiendo, y con esto mi distancia no solo a los sueños adolescentes sino a la extravagancia de mi supuesta amiga. Me gradué y la brecha se amplió cuando entré a la Nacional (por fortuna).

En la Nacional, no solo comprendí la magnitud del país, sino la posición frente a los males de esta sociedad: desde el arribismo que me hizo soñar con ser “play” hasta mi posición hacia el narcotráfico y sus aterradores brazos que entraron a todas partes. Los referentes comenzaron a ser otros, los míos que hoy sigo defendiendo. Los ochenta me dieron una adolescencia que hoy me conmueve.

Pero la Universidad Nacional me dio la oportunidad de construir la vida que quería y quiero. En la Nacional está mi presente y acá construí las mejores amistades de la vida, sin el miedo a la supuesta lealtad y, más bien, compartiendo el criterio ético que formamos en nuestros años de estudio. Mi tránsito por los ochenta es casi de cine y con la poderosa voz de mi papá hablándome. Un tránsito necesario en una sociedad de contradicciones.

* Decana de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Nacional de Colombia.

QOSHE - Contradicciones de una adolescente en los ochenta - Columnista Invitada
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Contradicciones de una adolescente en los ochenta

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23.12.2023

La serie “Los Billis” ha traído cantidad de recuerdos en mi regeneración. La devoré entre risas recordando tantos referentes de esa época naíf y sórdida. A mis 12 años, quería ser Billi, no por pertenecer a una pandilla, sino por los mitos detrás: el rock, su irreverencia, buena pinta y reconocimiento. No fui Billi pero si me disfracé para Halloween con gomina de medio lado, escarcha en los ojos y un doble con taches (una vuelta sujeta y la otra suelta). Fue mi mayor cercanía con ese mundo. Los ochenta no sólo fue de Billis que terminaron mal. Fuimos una generación de contradicciones donde el consumo restringido por estar en una economía cerrada marcaba a quienes lograban acceder a bienes importados: esos eran los “plays” de verdad.

Los demás queríamos esos atuendos, pero nos limitábamos a lo que se conseguía de la industria nacional: Caribú, Lec Lee o, en un golpe de suerte, Jeans & Jackets. Pero también fuimos la generación que experimentó la violencia urbana, la de las bombas y asesinatos y la que vivió la entrada del narcotráfico a los barrios, a los colegios y a nuestras vidas. Fue la época de las minitecas, aprender a bailar salsa y merengue en la sala de la vecina, los quinces de las amigas, el afán de encajar y las restricciones........

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