Invitamos a nuestros columnistas a contarnos de las ideas que defendieron y que, ahora, perciben de manera diferente. Esta columna es parte del especial #CambiéDeOpinión.

La noche del 18 de junio de 2018 fue de fiesta en la vereda Llano Grande, de Dabeiba, Antioquia. Los campesinos, cultivadores de frutas y de goles, se acercaron a la cancha, centro histórico de la vida comunitaria, para unirse a un evento inédito. Decenas de protagonistas de acciones armadas del conflicto armado se protegían de la lluvia debajo de una gran carpa. Excombatientes de las AUC, del ELN y de las FARC estaban allí, custodiados por hombres del Ejército y de la Policía de Colombia, para demostrar que la convivencia pacífica era posible.

Después de ver la película Golpe de Estadio —en la que policías y guerrilleros pactan una tregua con el fin de disfrutar el partido entre Colombia y Argentina— paramilitares y guerrilleros se fundieron en abrazos fuertes, violentos. A esos gestos se sumaron funcionarios del gobierno y de organizaciones no gubernamentales que introdujeron a los campesinos, dueños de esas montañas, en la celebración. Apretones de manos y palmadas en los hombros se convirtieron en la señal de aceptación entre los que alguna vez dispararon y quienes fueron el blanco.

Cancioncitas viejas y cervezas nacionales fueron los primeros platos. Después, cuando sonaron los vallenatos y repartieron whisky, dejó de llover y comenzó el baile. La carga eléctrica producida por el acercamiento entre viejos enemigos cortó las incipientes conversaciones. Las parejas se esforzaban por sincronizar los pasos pese a la desconfianza. En la pista de baile se alcanzaba a ver el brillo de un par de empuñaduras aseguradas en las pretinas. Los escoltas, que custodiaban a algunos ex desde la distancia, hacían rugir, ansiosos, el motor de una camioneta.

Con la idea de que esa paz bailable estaba a punto del estallido salí de la carpa, me alejé de la cancha. Convencida de que el relato del sufrimiento debía soportarse en el testimonio de las víctimas, caminé hacia la habitación que me asignaron en el ETCR evitando la mirada de quienes fumaban a campo abierto. Serían ellos victimarios, responsables, culpables, asesinos. No me interesaba hablarles. No apreciaba sus gestos. No confiaba en sus palabras. No los odiaba. Les temía.

La lluvia arreció antes de que pudiera llegar a mi lugar seguro. Me protegí debajo de un alero a donde también llegó un hombre de voz baja y manos rudas. Primero conversamos de las montañas de Dabeiba: cubiertas de neblina en el día y de oscuridad en la noche. Y después, habló. Del niño campesino que fue me contó historias basadas en la esperanza del cielo eterno y en la voluntad como camino para ser alguien. Del adolescente convertido en hombre de la guerra habló en términos estadísticos y metodológicos: los asesinatos a mano propia y los cometidos por orden suya sumaban miles, y la incineración de cadáveres era el sello de su carrera como comandante paramilitar. Del criminal sometido a la Ley de Justicia y Paz, que pasó un poco más de once años en prisión, no habló mucho, quizá se dio cuenta de la perturbación que me causó.

Después de un silencio, interrumpido solo por los grillos, le pregunté:

—“¿Usted es El Iguano?”

—“Sí, señora. Soy Jorge Iván Laverde, mucho gusto”.

Lo miré a los ojos antes de responder a su saludo tendiéndole mi mano. No temblé. No lo odié. No se me secó la boca. Intuí en él el sufrimiento que soportan algunos asesinos y pensé que debería escucharlo otra vez porque su relato, y no solo el de sus víctimas, le da sentido a la historia. Aprecié que me contara su historia sin habérselo pedido, pero no se lo dije. Agradecí que no me hubiera invitado a bailar y se lo dije.

* Ganadora del Premio Simón Bolívar 2023 en la categoría Opinión y análisis - texto.

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Cambié de opinión sobre entrevistar victimarios

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10.12.2023

Invitamos a nuestros columnistas a contarnos de las ideas que defendieron y que, ahora, perciben de manera diferente. Esta columna es parte del especial #CambiéDeOpinión.

La noche del 18 de junio de 2018 fue de fiesta en la vereda Llano Grande, de Dabeiba, Antioquia. Los campesinos, cultivadores de frutas y de goles, se acercaron a la cancha, centro histórico de la vida comunitaria, para unirse a un evento inédito. Decenas de protagonistas de acciones armadas del conflicto armado se protegían de la lluvia debajo de una gran carpa. Excombatientes de las AUC, del ELN y de las FARC estaban allí, custodiados por hombres del Ejército y de la Policía de Colombia, para demostrar que la convivencia pacífica era posible.

Después de ver la película Golpe de Estadio —en la que policías y guerrilleros pactan una tregua con el fin de disfrutar el partido entre Colombia y Argentina— paramilitares y guerrilleros se fundieron en abrazos........

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