Se calienta el campo con la protesta. Y el poder político sube la temperatura desde los medios. Veo en la televisión —que obedece a uno y pagamos todos— a una tertuliana analizando las movilizaciones con las siguientes palabras: "Ahí vemos mucha barba y mucha calva, vemos a gente de edad mayor, vemos a hombres, señoros".

Me queda la duda de saber cuál es la cifra correcta de hombres que pueden protestar sin ser muchos. Me gustaría saber dónde está el listón para que los calvos sean muchos y dónde para que los mayores resulten demasiados. Intento ver si las redes sociales me traen la respuesta.

Se alzan los agricultores. Y los sindicatos tradicionales, en lugar de levantarse, se sientan junto a quien reparte las subvenciones. El líder sindical Unai Sordo afirmó: "Quien se está movilizando no son trabajadores y trabajadoras por cuenta ajena, son empresarios del campo".

Me queda la incertidumbre de averiguar qué estarán haciendo los pobres jornaleros mientras los señoritos se suben en los tractores, dejando la tierra sin labrar y perdiendo dinero, nada más que por darse el gusto de hacer el gamberro. Pruebo a ver si en la prensa me resuelven el misterio.

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Se elevan las movilizaciones del sector agrario, irrumpiendo como asunto de máxima actualidad. Y el periódico que fue independiente por las mañanas, bajaba ayer por la tarde la cuestión hasta octava noticia en la sección de España con el siguiente titular: "Feijóo y Abascal se unen en el escepticismo sobre las políticas medioambientales para atraer a los agricultores".

Me queda el enigma de desvelar por qué España sigue siendo tan diferente. Veo a los agricultores movilizándose en toda Europa. Miro cómo los gobiernos de los países vecinos les respetan, les escuchan y buscan acuerdos. Y me pregunto qué clase de pecado cometimos los españoles hace siglos que nos condena a ser tan distintos. Por lo visto, lo de aquí sólo es una conjura de las extremas derechas para pastorear a los analfabetos campesinos hacia el negacionismo del cambio climático.

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Qué es y quién está detrás de la Plataforma 6F, la impulsora de las protestas de los agricultores Jorge García González

La mancha general que emiten las terminales del Gobierno ya está enviada: señoros, empresarios, de extrema derecha. No es nuevo. Antes hicieron algo muy parecido con los camioneros. Y antes con los taxistas. Y antes con los currantes de las subcontratas de Cádiz.

La estigmatización de la protesta social es el patrón de comunicación habitual del Gobierno más progresista de cuantos conoció nunca la humanidad. Es un recurso inequívocamente reaccionario.

Y no es necesario escandalizarse para señalarlo. Basta con apuntar que, una vez que el Gobierno se arroja las competencias de repartir carnés de demócrata y de señalar qué sentencias judiciales son correctas, reconocerle o no reconocerle a un trabajador la categoría de trabajador es un poco más de lo mismo. Nada nuevo.

La plataforma 6F, que se desmarca de las organizaciones agrarias oficiales, llama a tomar Madrid. (EFE/Ismael Herrero)

Por lo tanto, puede aplicarse una plantilla predecible: en España sólo es trabajador quien respalda al Gobierno. Nadie más merece respeto. El resto, por favor, al otro lado del muro, donde pone gueto cultural.

La novedad, sin embargo, puede venir si prende la violencia en la protesta agraria. Por descontado si se produce un acontecimiento trágico, o si la situación se desborda, pero no solo. Las terminales del poder tratarán de localizar imágenes violentas puntuales —que siempre hay que rechazar— para desacreditar a la causa general. De hecho, ya están en ello.

Aislar la imagen, apagar el resto de la información y repetir, repetir y repetir la salvajada del cafre de turno, con el único objetivo de cambiar la conversación y mantener el control de la narrativa, es un recurso más viejo que el hilo negro. Pero estremece. Entristece ver a la izquierda abriendo la caja de herramientas discursivas de la derecha más represora.

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Narrativas hostiles y otros relatos desinformativos Loreto Corredoira

Quienes nos consideramos demócratas no deberíamos permanecer indiferentes ante la ruina moral que supone posicionarse de forma partidaria ante la violencia.

El color político no debe calificar ni sentenciar a los violentos porque para eso están la ley y la justicia. Parece un principio muy elemental. Y lo es. Pero en la España de 2024 se está vulnerando a ojos vista.

Aquí se nos está contando que la tremenda violencia empleada por los golpistas para reventar nuestra democracia fue poco más que una simpática mascletá.

El color político no debe calificar ni sentenciar a los violentos porque para eso están la ley y la justicia

Se nos está diciendo que la trama rusa fue poca cosa, más fugaz y menos trascedente que un guiño coquetón en Tinder entre Putin y Puigdemont.

Y, en cualquier momento, puede empezar a contársenos que los tractoristas son señoros, empresarios, de extrema derecha, parecen estar comportándose como terroristas.

Me temo que no tardaremos en escucharlo. Hay tantos tuiteros, columnistas y tertulianos deseosos de agradar el poder que no se puede anticipar cuál será el primero en equiparar, de manera más o menos explícita pero impúdica, al que protesta con el terrorista.

Se nos dice que la trama rusa fue poca cosa, más fugaz y menos trascedente que un guiño coquetón en Tinder entre Putin y Puigdemont

Cuando el poder político aplica el relativismo moral sobre el terreno de la violencia, toda la sociedad sale perjudicada, enfrentada y debilitada.

Nos dañamos porque el ejercicio de lo violento se normaliza y se legitima para quien tiene el paraguas político. Nos mermamos porque la flexibilidad normativa eleva la impunidad de las élites y hunde la igualdad ante la ley.

Nos herimos porque es así como se allana el tránsito de la polarización política a la violencia interpersonal. Y nos malogramos, nos desensibilizamos, nos brutalizamos, al percibir la violencia como algo subjetivo en lugar de una violación de las normas éticas universales.

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Sánchez condena la "acción violenta" de los agricultores franceses contra los españoles Nacho Alarcón. Bruselas

Los agricultores que están movilizándose tienen la obligación cívica de ser, efectivamente, extremistas. Han de extremar la vigilancia de la violencia. Tienen tanta obligación a impedirla, como tienen derecho a protestar.

El Gobierno no debe minimizar la violencia de los delincuentes, ni en la vertiente terrorista, ni en la derivada de la trama rusa. Y, si tiene alguna duda respecto a cómo debe tratar a los agricultores, lo tiene fácil: puede emplear la misma cortesía que reciben diariamente que los golpistas, no creo que merezcan menos respeto.

Y los españoles, considero, haríamos bien en no aceptar cuál es la violencia buena y cuál es la violencia mala. Lo suyo, lo democrático, es no tolerar ninguna.

Se calienta el campo con la protesta. Y el poder político sube la temperatura desde los medios. Veo en la televisión —que obedece a uno y pagamos todos— a una tertuliana analizando las movilizaciones con las siguientes palabras: "Ahí vemos mucha barba y mucha calva, vemos a gente de edad mayor, vemos a hombres, señoros".

Me queda la duda de saber cuál es la cifra correcta de hombres que pueden protestar sin ser muchos. Me gustaría saber dónde está el listón para que los calvos sean muchos y dónde para que los mayores resulten demasiados. Intento ver si las redes sociales me traen la respuesta.

Se alzan los agricultores. Y los sindicatos tradicionales, en lugar de levantarse, se sientan junto a quien reparte las subvenciones. El líder sindical Unai Sordo afirmó: "Quien se está movilizando no son trabajadores y trabajadoras por cuenta ajena, son empresarios del campo".

Me queda la incertidumbre de averiguar qué estarán haciendo los pobres jornaleros mientras los señoritos se suben en los tractores, dejando la tierra sin labrar y perdiendo dinero, nada más que por darse el gusto de hacer el gamberro. Pruebo a ver si en la prensa me resuelven el misterio.

Se elevan las movilizaciones del sector agrario, irrumpiendo como asunto de máxima actualidad. Y el periódico que fue independiente por las mañanas, bajaba ayer por la tarde la cuestión hasta octava noticia en la sección de España con el siguiente titular: "Feijóo y Abascal se unen en el escepticismo sobre las políticas medioambientales para atraer a los agricultores".

Me queda el enigma de desvelar por qué España sigue siendo tan diferente. Veo a los agricultores movilizándose en toda Europa. Miro cómo los gobiernos de los países vecinos les respetan, les escuchan y buscan acuerdos. Y me pregunto qué clase de pecado cometimos los españoles hace siglos que nos condena a ser tan distintos. Por lo visto, lo de aquí sólo es una conjura de las extremas derechas para pastorear a los analfabetos campesinos hacia el negacionismo del cambio climático.

La mancha general que emiten las terminales del Gobierno ya está enviada: señoros, empresarios, de extrema derecha. No es nuevo. Antes hicieron algo muy parecido con los camioneros. Y antes con los taxistas. Y antes con los currantes de las subcontratas de Cádiz.

La estigmatización de la protesta social es el patrón de comunicación habitual del Gobierno más progresista de cuantos conoció nunca la humanidad. Es un recurso inequívocamente reaccionario.

Y no es necesario escandalizarse para señalarlo. Basta con apuntar que, una vez que el Gobierno se arroja las competencias de repartir carnés de demócrata y de señalar qué sentencias judiciales son correctas, reconocerle o no reconocerle a un trabajador la categoría de trabajador es un poco más de lo mismo. Nada nuevo.

Por lo tanto, puede aplicarse una plantilla predecible: en España sólo es trabajador quien respalda al Gobierno. Nadie más merece respeto. El resto, por favor, al otro lado del muro, donde pone gueto cultural.

La novedad, sin embargo, puede venir si prende la violencia en la protesta agraria. Por descontado si se produce un acontecimiento trágico, o si la situación se desborda, pero no solo. Las terminales del poder tratarán de localizar imágenes violentas puntuales —que siempre hay que rechazar— para desacreditar a la causa general. De hecho, ya están en ello.

Aislar la imagen, apagar el resto de la información y repetir, repetir y repetir la salvajada del cafre de turno, con el único objetivo de cambiar la conversación y mantener el control de la narrativa, es un recurso más viejo que el hilo negro. Pero estremece. Entristece ver a la izquierda abriendo la caja de herramientas discursivas de la derecha más represora.

Quienes nos consideramos demócratas no deberíamos permanecer indiferentes ante la ruina moral que supone posicionarse de forma partidaria ante la violencia.

El color político no debe calificar ni sentenciar a los violentos porque para eso están la ley y la justicia. Parece un principio muy elemental. Y lo es. Pero en la España de 2024 se está vulnerando a ojos vista.

Aquí se nos está contando que la tremenda violencia empleada por los golpistas para reventar nuestra democracia fue poco más que una simpática mascletá.

El color político no debe calificar ni sentenciar a los violentos porque para eso están la ley y la justicia

Se nos está diciendo que la trama rusa fue poca cosa, más fugaz y menos trascedente que un guiño coquetón en Tinder entre Putin y Puigdemont.

Y, en cualquier momento, puede empezar a contársenos que los tractoristas son señoros, empresarios, de extrema derecha, parecen estar comportándose como terroristas.

Me temo que no tardaremos en escucharlo. Hay tantos tuiteros, columnistas y tertulianos deseosos de agradar el poder que no se puede anticipar cuál será el primero en equiparar, de manera más o menos explícita pero impúdica, al que protesta con el terrorista.

Se nos dice que la trama rusa fue poca cosa, más fugaz y menos trascedente que un guiño coquetón en Tinder entre Putin y Puigdemont

Cuando el poder político aplica el relativismo moral sobre el terreno de la violencia, toda la sociedad sale perjudicada, enfrentada y debilitada.

Nos dañamos porque el ejercicio de lo violento se normaliza y se legitima para quien tiene el paraguas político. Nos mermamos porque la flexibilidad normativa eleva la impunidad de las élites y hunde la igualdad ante la ley.

Nos herimos porque es así como se allana el tránsito de la polarización política a la violencia interpersonal. Y nos malogramos, nos desensibilizamos, nos brutalizamos, al percibir la violencia como algo subjetivo en lugar de una violación de las normas éticas universales.

Los agricultores que están movilizándose tienen la obligación cívica de ser, efectivamente, extremistas. Han de extremar la vigilancia de la violencia. Tienen tanta obligación a impedirla, como tienen derecho a protestar.

El Gobierno no debe minimizar la violencia de los delincuentes, ni en la vertiente terrorista, ni en la derivada de la trama rusa. Y, si tiene alguna duda respecto a cómo debe tratar a los agricultores, lo tiene fácil: puede emplear la misma cortesía que reciben diariamente que los golpistas, no creo que merezcan menos respeto.

Y los españoles, considero, haríamos bien en no aceptar cuál es la violencia buena y cuál es la violencia mala. Lo suyo, lo democrático, es no tolerar ninguna.

QOSHE - Aquí los terroristas son los tractoristas - Pablo Pombo
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Aquí los terroristas son los tractoristas

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10.02.2024

Se calienta el campo con la protesta. Y el poder político sube la temperatura desde los medios. Veo en la televisión —que obedece a uno y pagamos todos— a una tertuliana analizando las movilizaciones con las siguientes palabras: "Ahí vemos mucha barba y mucha calva, vemos a gente de edad mayor, vemos a hombres, señoros".

Me queda la duda de saber cuál es la cifra correcta de hombres que pueden protestar sin ser muchos. Me gustaría saber dónde está el listón para que los calvos sean muchos y dónde para que los mayores resulten demasiados. Intento ver si las redes sociales me traen la respuesta.

Se alzan los agricultores. Y los sindicatos tradicionales, en lugar de levantarse, se sientan junto a quien reparte las subvenciones. El líder sindical Unai Sordo afirmó: "Quien se está movilizando no son trabajadores y trabajadoras por cuenta ajena, son empresarios del campo".

Me queda la incertidumbre de averiguar qué estarán haciendo los pobres jornaleros mientras los señoritos se suben en los tractores, dejando la tierra sin labrar y perdiendo dinero, nada más que por darse el gusto de hacer el gamberro. Pruebo a ver si en la prensa me resuelven el misterio.

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Me queda el enigma de desvelar por qué España sigue siendo tan diferente. Veo a los agricultores movilizándose en toda Europa. Miro cómo los gobiernos de los países vecinos les respetan, les escuchan y buscan acuerdos. Y me pregunto qué clase de pecado cometimos los españoles hace siglos que nos condena a ser tan distintos. Por lo visto, lo de aquí sólo es una conjura de las extremas derechas para pastorear a los analfabetos campesinos hacia el negacionismo del cambio climático.

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La mancha general que emiten las terminales del Gobierno ya está enviada: señoros, empresarios, de extrema derecha. No es nuevo. Antes hicieron algo muy parecido con los camioneros. Y antes con los taxistas. Y antes con los currantes de las subcontratas de Cádiz.

La estigmatización de la protesta social es el patrón de comunicación habitual del Gobierno más progresista de cuantos conoció nunca la humanidad. Es un recurso inequívocamente reaccionario.

Y no es necesario escandalizarse para señalarlo. Basta con apuntar que, una vez que el Gobierno se arroja las competencias de repartir carnés de demócrata y de señalar qué sentencias judiciales son correctas, reconocerle o no reconocerle a un trabajador la categoría de trabajador es un poco más de lo mismo. Nada nuevo.

La plataforma 6F, que se desmarca de las organizaciones agrarias oficiales, llama a tomar Madrid. (EFE/Ismael Herrero)

Por lo tanto, puede aplicarse una plantilla predecible: en España sólo es trabajador quien respalda al Gobierno. Nadie más merece respeto. El resto, por favor, al otro lado del........

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