La Guerra Cultural se lleva a cabo habitualmente a través de tres instrumentos principales: la falsificación del relato, la manipulación de las imágenes y la imposición de los nombres. No obstante, la relevancia de este último aspecto ha venido siendo menospreciada, a pesar de que se puede constatar fácilmente que el peso que ejercen el nombre y el apellido sobre un individuo se da de igual o mayor manera a nivel colectivo, siguiendo el célebre adagio hermético “lo que es arriba es abajo”. Poner nombres a las cosas es tarea propia de dioses, pues condiciona nuestro imaginario colectivo y la manera en que percibimos el mundo. Y es que “quien denomina, domina”, como recuerda el profesor venezolano de política lingüista Carlos Leáñez.

Pues bien, el mundo hispano se ha mostrado especialmente ingenuo ante la batalla terminológica y el peso de las marcas de prestigio a través de la Historia. Aceptó, de manera extrañamente pasiva, que el “Nuevo Mundo” fuera bautizado por otros como “América”. Y no siendo esos “otros” precisamente los indígenas, como podría reclamar hoy el movimiento “woke” sino unos oscuros geógrafos centroeuropeos que lograron imponer, con sorprendente facilidad, la peregrina tesis de que quien descubrió el nuevo continente fue un tal Américo Vespucio —dejando caer además, como quien no quiere la cosa, que actuaba a las órdenes del Rey de Portugal— y no Colón, al parecer un simple despistado. No tenemos espacio para adentrarnos en los muchos puntos oscuros de esta tesis, curiosamente asumida acríticamente por gran parte del mundo académico, pero sí resaltaremos su extraordinaria relevancia geopolítica.

Si se hubiera nombrado el continente “Las Indias”, como lo llamaban los españoles, o “Colombia”, como llegó a proponer un tal Bolívar, un país muy relevante de la zona no podría pretender abarcar todo el territorio en su gentilicio o en sus lemas patrióticos. En otras palabras, los estadounidenses no osarían llamarse “indios” o “colombianos”, ni podrían decir las “Indias para los indios” como sí hacen, con asombrosa pasividad del resto de ciudadanos americanos, con el apelativo “América” apropiándose el todo por la parte. No es casual en este sentido la imposición de la denominación “Latinoamérica” en lugar de “Hispanoamérica” o “Iberoamérica”, mientras no existe “Angloamérica” o el calificativo “hispano” adquiere connotaciones negativas en los EEUU. Como la dicotomía entre beatíficos “colonos” o “valientes vaqueros” y maléficos o sanguinarios “conquistadores”, máxime teniendo en cuenta que el término “conquistador” carece en inglés de acepciones positivas como sí las tiene en español (i.e, la conquista amorosa).

El mundo hispano tampoco reaccionó firme y airadamente cuando el Meridiano “0”, que era tradicionalmente, desde el siglo II en tiempos del astrónomo y geógrafo griego Claudio Ptolomeo, el de “El Hierro” (Islas Canarias), se sustituyó con nocturnidad y alevosía en una Conferencia Internacional organizada en los EEUU en 1884, por el de Greenwich (Inglaterra) que además produce numerosos problemas de medición. Algo parecido ha ocurrido en materia de cartografía cuando la denominación “Mar de Hoces” se cambió por “Paso de Drake” o las “Islas de San Pedro” se redenominaron como “Georgia del Sur".

La importancia de los nombres se muestra asimismo a la hora de construir una nación. No es casualidad que en el siglo XIX, Francia decidiera cambiar el apelativo original de Karl (en alemán) o Karolus (en latín) por el de “Charlemagne”, en francés. Ningún académico clamó entonces contra ese cambio calificándolo de “diacrónico” ni se quejó de que se borrara cualquier sombra de un personaje convertido en mito por interés nacional. Pocos saben hoy, por ejemplo, que Carlomagno fue iletrado, eliminó físicamente a sus sobrinos, que condenaba con la muerte la negativa a bautizarse o que intervino en cuestiones doctrinales de la Iglesia y que a él se debe que el mundo católico conciba el origen del Espíritu Santo (del Padre “y” del Hijo) de manera diferente al mundo ortodoxo (cfr. Bruno Dumézil, Charlemagne).

Nadie se extraña tampoco hoy del secuestro terminológico que venimos sufriendo donde ciertas denominaciones, si son positivas, tienen gentilicio exclusivo de otras naciones a condición de no sea hispana (como “modernidad”, “ilustración” o “liberalismo”) aunque en realidad su contenido pudiera haber nacido o tener un desarrollo nada despreciable por estos lares. Al mundo hispano sólo se le pueden atribuir calificaciones negativas, como “machista” o “genocida” aunque sean otros los que mejor encajen en esos apelativos. De hecho, nadie dijo gran cosa cuando una epidemia de las más mortíferas de la Historia, que había surgido en Kansas y condicionado probablemente el resultado de la I Guerra Mundial, se le bautizó como “gripe española”. Así la siguen llamando incluso ingenuos presentadores de las noticias en la Televisión española. Y, sin embargo, nadie se extraña que no haya cuajado la denominación “Covid chino”, ni que ninguna otra gran nación haya aceptado nunca que se le una históricamente con una gran pandemia mortífera, evitando así que la marca nacional se vea contaminada.

De todas estas cosas trato en mi nuevo libro El Sacro Imperio Romano Hispánico. Una mirada a nuestro pasado común para una nueva Hispanidad (ed. Sekotia, noviembre 2023), pero especial hincapié hago en defender la denominación-marca SIRH para identificar el proceso singular que acaeció durante más de tres siglos (1492-1820) en la América Virreinal, que incluía asimismo Filipinas y otras islas menores en Asia, como parte del Virreinato de Nueva España. En este sentido, trato de demostrar que el que sucedió al Imperio romano (SPQR) no fue tanto el Sacro Imperio Romano Germánico (SIRG) sino el hispánico —el heredero natural ocultado—pues fue éste (SIRH) el que llevó la civilización greco-romana “plus ultra”, del Mediterráneo al Atlántico y luego al Pacífico. Y es que las marcas importan.

Desde Carlomagno hasta Hitler, pasando por Napoléon, todos los dirigentes europeos han estado obsesionados con ser herederos del Imperio romano. Con ello trataban de obtener una legitimación histórico-moral para sus construcciones y conquistas. Hasta los mismos fundadores de los EEUU no pudieron resistirse al dulce encanto de la marca de prestigio de lo que son prueba sus rituales (Presidente/Emperador), cuadros (la Apoteosis de Washington) o edificios (Capitolio). Todos menos el único que realmente sucedió al romano tanto en sentido geográfico como cualitativo, pues desde el derecho a la filosofía, desde las infraestructuras hidráulicas a las ciudades, desde el humanismo cristiano a la economía, desde el arte a la lengua, los modos de gobernar o la tarea civilizatoria, el Imperio hispano no sólo imitó sino que llevó todas y cada de las aportaciones romanas una también aquí “plus ultra”.

Es más, en 1492, cuando Europa y su legado corría serios riesgos de desaparecer por el mayor empuje de otros Imperios como el árabe, el otomano y el chino, fue la conexión con América lo que la salvó de su irrelevancia, constituyendo el acontecimiento político y cultural (que los dos hemisferios se conocieran y conectaran entre sí) probablemente más relevante de la Historia de la Humanidad. El mundo hispano salvó así a un Occidente que hoy mayormente lo considera de segundo nivel. Y, sin embargo, cabe preguntarse: si Francia o Inglaterra hubieran descubierto América en 1492, ¿habrían permitido que el Sacro Imperio fuera otro que el Sacro Imperio Franco o Británico? ¡Quien denomina, domina!

QOSHE - La guerra de los nombres y el mundo hispano - Alberto J. Gil Ibáñez
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La guerra de los nombres y el mundo hispano

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05.04.2024

La Guerra Cultural se lleva a cabo habitualmente a través de tres instrumentos principales: la falsificación del relato, la manipulación de las imágenes y la imposición de los nombres. No obstante, la relevancia de este último aspecto ha venido siendo menospreciada, a pesar de que se puede constatar fácilmente que el peso que ejercen el nombre y el apellido sobre un individuo se da de igual o mayor manera a nivel colectivo, siguiendo el célebre adagio hermético “lo que es arriba es abajo”. Poner nombres a las cosas es tarea propia de dioses, pues condiciona nuestro imaginario colectivo y la manera en que percibimos el mundo. Y es que “quien denomina, domina”, como recuerda el profesor venezolano de política lingüista Carlos Leáñez.

Pues bien, el mundo hispano se ha mostrado especialmente ingenuo ante la batalla terminológica y el peso de las marcas de prestigio a través de la Historia. Aceptó, de manera extrañamente pasiva, que el “Nuevo Mundo” fuera bautizado por otros como “América”. Y no siendo esos “otros” precisamente los indígenas, como podría reclamar hoy el movimiento “woke” sino unos oscuros geógrafos centroeuropeos que lograron imponer, con sorprendente facilidad, la peregrina tesis de que quien descubrió el nuevo continente fue un tal Américo Vespucio —dejando caer además, como quien no quiere la cosa, que actuaba a las órdenes del Rey de Portugal— y no Colón, al parecer un simple despistado. No tenemos espacio para adentrarnos en los muchos puntos oscuros de esta tesis, curiosamente asumida acríticamente por gran parte del mundo académico, pero sí resaltaremos su extraordinaria relevancia geopolítica.

Si se hubiera nombrado el continente “Las Indias”, como lo llamaban los españoles, o “Colombia”, como llegó a proponer un tal Bolívar, un país muy relevante de la zona no podría pretender abarcar todo el territorio en su gentilicio o en sus lemas........

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