Por qué atacó Irán (y por qué le costó tanto hacerlo)
A estas alturas de la guerra en Oriente Medio, un bombardeo no es algo que sorprenda ya a nadie -como bien saben los sufridos habitantes de Líbano o la Franja de Gaza-, pero la lluvia de proyectiles balísticos que este 2 de octubre llenó la medianoche de luces titilantes, descendentes y destructivas y que envió a no pocos israelíes a cobijarse en los refugios mientras los sistemas de defensa antimisiles hacían su trabajo, ha resultado un tanto particular.
Porque en esta ocasión se trata de un ataque directo de Irán a Israel, cuando hasta ahora (salvando un lanzamiento de proyectiles no balísticos en abril), lo había hecho mediante terceros para evitar las represalias más que previsibles que ahora mismo traen de cabeza al Consejo de Seguridad de la ONU. Teherán ha dado un giro un de 180 grados respecto a lo que hacía hasta el momento. Y le ha costado hacerlo.
Retrocedamos un año. Gaza aún no era una pila de cascotes humeantes sembrada de cadáveres infantiles, y los habitantes judíos de Sederot no se imaginaban a enmascarados con cintas verdes abatiendo civiles por sus calles. ¿Qué ocurría en Irán, por aquel entonces? El régimen había superado oleadas crecientes de protestas y, por el momento, estaba totalmente en manos de la facción más fosilizada del régimen. El avejentado ayatolá Jamenei amonestaba a las masas con la misma mano con la que mecía a su favorito, el presidente Ebrahim Raisi, al que preparaba para sucederle en el cargo.
Mientas tanto, la política exterior iraní mantenía una suerte de tela de araña -es decir, hilos numerosos pero apenas visibles- que los afines llamaban “el eje de resistencia.” Casi todos los miembros del “eje” eran chiíes; es decir, pertenecían a una rama minoritaria del Islam frente a la mayoría suní. Y todos ellos compartían los mismos enemigos.
Eran cinco los hilos de aquella tela, conectados por la araña iraní que se sentaba ociosamente en su centro. El primero de sus miembros figura hoy en la portada de todos los periódicos: Hezbolá, la milicia que reina en los suburbios y montañas del sur de Líbano, entre otras razones, porque recibe unos 700 millones de dólares anuales de las arcas iraníes, por no hablar de su jugoso arsenal. Hezbolá fue, de hecho, una creación directa de Teherán en 1982 (aunque la banda anunciaría su formación tres años después), que se aprovechó del hecho de que la población chií del sur del Líbano estaba más que harta de ser pisoteada de forma inmisericorde por cristianos, suníes, milicias palestinas y por las tropas israelíes que entraron en la región a sangre y fuego en su guerra contra estas últimas.
Fue así como los ayatolás iraníes crearon una banda armada que cometía atentados notablemente vistosos contra sus enemigos -en 1983, Hezbolá logró provocar la explosión no atómica más potente desde el fin de la Segunda Guerra Mundial-, de manera que Teherán no hubiera de comprometerse directamente y esquivara así las represalias. Con este fin, los uniformados color verde oliva de la Guardia Revolucionaria Iraní, el cuerpo de fieles pretorianos del régimen, se pusieron manos a la obra para instruir a este nuevo grupo en algo que por aquel entonces no se estilaba entre los yihadistas y que iba a cambiar para siempre la historia de la Humanidad: el atentado suicida.
Pero dejemos a Hezbolá y pasemos, muchos años después, al Irak de 2003, cuando las tropas norteamericanas ocuparon el país y cometieron una serie de errores fatales que hizo que las guerrillas insurgentes crecieran como setas. Irán no tardó en financiar aquellas que fueran chiíes (Irak tiene mayoría chií) e, incluso cuando las cosas se calmaron, siguió influyendo como un espectro omnipotente sobre muchas bandas y partidos políticos de la recién nacida democracia. Para hacerse una idea, durante el gobierno del corrupto y sectario Nouri al-Maliki (un hombre que logró permanecer casi diez años en el........
© Vozpópuli
visit website