En China, las reglas del juego han cambiado
Todos vieron las imágenes en su televisor a finales del mes pasado, pero pocos entendieron su verdadero significado. En aquel salón inmenso, adornado en oro y carmesí, el Partido Comunista Chino -un nombre algo irónico dado que China se lanzó al capitalismo más desatado a partir de los años ochenta- celebraba su XX Congreso. No quedaba mucho; apenas una serie de votaciones que asegurarían el cargo para los leales al presidente Xi Jinping.
En aquella mesa alargada que presidía el escenario, resultaba fácil reconocer al antiguo presidente Hu Jintao. Al contrario que la mayoría de los líderes chinos, había dejado de teñirse el pelo, quizás a causa de su reciente enfermedad. Con la mirada algo perdida y la boca entreabierta, trataba de alcanzar su carpeta roja; en particular, un documento dentro de la misma. A su lado, el gerifalte Li Zhansu se lo impedía con discreción. Finalmente, viendo que esté discreto tira y afloja no parecía acabarse, el presidente llamó a un ayudante y dio orden de sacar a Hu de la sala. Fue un discreto escándalo que llegó a las portadas de todos los medios del mundo.
La historia de cómo se llegó a este momento no es muy conocida, pero resulta clave para entender la razón de por qué ya nada será igual en China. De 1949 a 1976, China estaba liderada por el dictador Mao Tse-Tung. Este era un hombre despiadado y sus proyectos rezumaban megalomanía. Cuando sus adversarios trataron de apartarlo del poder, organizó una llamada "Revolución Cultural" en la que lanzó a sus hordas de jóvenes seguidores, ataviados con gorrillas y agitando su Libro Rojo en el aire, contra sus rivales comunistas. El resultado fue una cifra de muertos comprendida entre los cientos de miles y los varios millones.
Para evitar que episodios de egolatría homicida como este pudieran repetirse, una vez murió el dictador (y sus fieles lugartenientes fueron rápidamente arrestados), los líderes chinos impusieron unas reglas muy claras en la Constitución para que el traspaso de poder se hiciera de manera ordenada y, sobre todo, pacífica. Cada presidente solo podría gobernar un máximo de dos mandatos, de cinco años cada uno; al final de este tiempo, designaría a un sucesor, colocándolo a última hora en un cargo de máxima importancia y, celebrándose un Congreso del Partido sobrecargado de hoces y martillos dorados y cortinas rojas de estatura imponente, el líder saliente le pasaría el poder al líder entrante. Sin codazos inoportunos.
Fue el bálsamo de Fierabrás de la política china: funcionó increíblemente bien, evitando todo tipo de vaivenes internos. Al menos, lo hizo hasta el 2012. Aquel fue el año en el que Xi Jinping accedió a la presidencia.
China salía por aquel entonces de la era de Hu Jintao. Bajo este, las reformas se habían estancado y, sobre todo, la corrupción se había extendido, impregnándolo todo ante la mirada desesperada de Hu: a fin de cuentas, la corrupción lastraba la economía, empeoraba las condiciones de vida del ciudadano (que había de soportar los alimentos en mal estado, la........
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