El filósofo Ernst Cassirer escribió una obra titulada La filosofía de las formas simbólicas. La tesis fundamental de esta obra, acabada en 1929, es que el ser humano está atravesado por una inquietud fundamental, la de conocerse. Para hacerlo, no sirve la introspección. Se requiere el proceso de expresión. En ella el ser humano se objetiva y acaba sabiendo lo que lleva dentro. El problema es que, como no tiene pautas para conocerse -ningún animal siente esta inquietud-, ha de inventarlas. Esas pautas son las formas simbólicas. Ellas dicen nuestra verdad.

Al margen de lo que dictaminen jueces y juristas sobre el particular, alguien inspirado en Cassirer tiene un comentario al contemplar a ese grupo de personas que se reúne con las uvas de Nochevieja en una velada en la que la diversión consiste en ahorcar a un muñeco en una farola y darle palos entre el jolgorio general. Se trata de un acto simbólico que satisface sus pulsiones de autoconocimiento. Un acto simbólico tiene siempre algo de cumplimiento, y por eso a estas personas se las ve felices. Están diciéndole al mundo su verdad. Y su verdad es la violencia.

Dar a conocer simbólicamente un alma puede que no sea un delito, pero no es irrelevante. Cuando esa verdad es la violencia, constituye una señal, un aviso, y puede que una amenaza, sobre todo cuando esa alma violenta está organizada. No obstante, hay algo todavía más enojoso en este asunto. Lo que se estaba simbolizando en ese acto era una pretensión de justicia. Se ahorcaba a alguien y se le arreaba estacazos con la alegría del que está ejecutando una sentencia. Cuando se simboliza una pretensión de justicia, se está diciendo algo especial. No es algo que esté pasando, sino algo que debería pasar. Los que realizan ese acto simbólico están protagonizando una anticipación de algo que para ellos sería justo que pasase. Tienen razón. Si no llega a pasar es por culpa de otros débiles, incoherentes. Ellos no se conocen como seres violentos, sino como justicieros.

Eso es peligroso. La confusión de un alma violenta con la pretensión de justicia es lo preocupante en este acto simbólico. ¿Dónde se detendrá esta representación simbólica una vez que ya conocemos las hechuras de esas almas? Pues una escalada ya existe. Lo vimos cuando Abascal aplicó al presidente Sánchez la premonición de que acabaría como Mussolini, colgado y arrastrado. Allí también anidaba una pretensión de justicia. Con la voluntad de que no se quedaran en meras palabras las expresiones de este líder, las personas reunidas ante el muñeco de Sánchez le han dado una escenificación simbólica material, teatral. Y no hay que olvidar la escena de Ortega Smith, algo más que simbólicamente violenta, porque Fernández Rubiño es de carne y hueso y fue intimidado con las formas de una agresión inminente.

Se dirá que se trata de una minoría. Pero ese argumento es muy peligroso. Siempre, los que son capaces de usar la violencia son una minoría, pero… ¡ay si llegan a gozar del poder, de la libertad y de la impunidad de ir más allá de los actos simbólicos! Es la tesis de la película de Patricia Font, El maestro que prometió el mar, basada en la obra de Francesc Escribano. Fue una felicidad ver el cine lleno de una ciudadanía serena que quiere conocer la verdad de nuestra historia. Y fue una felicidad ver la piedad con que Font se enfrenta a una historia de vida real cuya significatividad es tan intensa y amplia como conmovedora. También en el pueblecito de Bañuelos de Bureba los falangistas eran muy pocos. Se les ve pasar por el pueblo, casi como una escuadra invisible y no parecen implicar un gran peligro.

Pero un día se presentan armados y protegidos por poderes superiores. Entonces ejercen también la violencia simbólica, pues sus actos tienen como finalidad la imposición del terror en una población que finalmente iba a permitir que sus hijos se acercaran al añorado mar, el símbolo de la belleza, la dignidad y la libertad. Simbólicamente queman los cuadernos de clase del maestro Antonio Benaiges -¡ay, la hoguera!- y simbólicamente destruyen su imprenta -¡ay, la imprenta!-, y simbólicamente presentan como ejemplo su cuerpo humillado y postrado en la plaza del pueblo. Es su cuerpo sufriente, su carne abierta, su sangre caliente lo que resbala por sus costillas magulladas. Pues la violencia simbólica sigue siendo simbólica cuando se produce en los cuerpos, igual que sigue siendo violencia cuando se produce en los muñecos.

La película de Font, llena de aciertos, nos produce una pena muy honda. No solo a mí. Oímos el murmullo de los sollozos en la sala oscura y el aplauso al final de la proyección. El maestro Benaiges, al que da vida un magnífico Enric Auquer, nos ofrece una lección de lo que es educar a los niños, siguiendo el método del pedagogo Célestin Freinet, y se eleva a símbolo de la revolución educativa que emprendió la República y de la capacidad vanguardista que Cataluña siempre tuvo respecto de la modernidad española. Nos da pena pensar qué podría ser hoy de nosotros si los cuarenta años de Franco hubieran sido años de ejercicio de las técnicas educativas de Freinet. Pero nos produce gran alegría ver ese centenar de personas aplaudiendo. No sabemos en qué lugar de la sierra de Briviesca se dejó caer el cadáver de Benaiges. Pero Escribano y Font, con actos simbólicos de amor y piedad, lo han encontrado para siempre.

QOSHE - El muñeco y el maestro: dos símbolos - José Luis Villacañas
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El muñeco y el maestro: dos símbolos

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06.01.2024

El filósofo Ernst Cassirer escribió una obra titulada La filosofía de las formas simbólicas. La tesis fundamental de esta obra, acabada en 1929, es que el ser humano está atravesado por una inquietud fundamental, la de conocerse. Para hacerlo, no sirve la introspección. Se requiere el proceso de expresión. En ella el ser humano se objetiva y acaba sabiendo lo que lleva dentro. El problema es que, como no tiene pautas para conocerse -ningún animal siente esta inquietud-, ha de inventarlas. Esas pautas son las formas simbólicas. Ellas dicen nuestra verdad.

Al margen de lo que dictaminen jueces y juristas sobre el particular, alguien inspirado en Cassirer tiene un comentario al contemplar a ese grupo de personas que se reúne con las uvas de Nochevieja en una velada en la que la diversión consiste en ahorcar a un muñeco en una farola y darle palos entre el jolgorio general. Se trata de un acto simbólico que satisface sus pulsiones de autoconocimiento. Un acto simbólico tiene siempre algo de cumplimiento, y por eso a estas personas se las ve felices. Están diciéndole al mundo su verdad. Y su verdad es la violencia.

Dar a conocer simbólicamente un alma puede que no sea un delito, pero no es irrelevante. Cuando esa verdad es la violencia, constituye una señal, un aviso, y puede que una amenaza, sobre todo cuando esa alma violenta está........

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