La característica más bonita de la democracia, el pequeño detalle que la vuelve atractiva a pesar de lo catastróficos que resulten muchos de los gobernantes democráticamente elegidos, es su capacidad para cambiarlos sin matarnos. Yo con eso me doy: con la certeza de que en contextos democráticos nos esforzamos por tener elecciones libres y equitativas para cambiar cada tanto al canalla en turno y sentar al nuevo en una silla de poder acotado.

Las elecciones, ni modo, traen incluidas las campañas. Son odiosas, pero es lo que hay.

El objetivo concreto de una campaña electoral en un contexto democrático es afianzar votos entre los seguidores y obtener votos entre los indecisos. ¿Cómo suele hacerse esto? Con dos mensajes que los candidatos mandan simultáneamente: quién es uno y quién es el otro. La manera en la que esto se hace pone el tono de las contiendas, lo que a su vez diseña el comportamiento democrático –o autoritario– de los jugadores, de los espectadores y de los votantes. Pueden ser atractivos, pero los coloridos eslóganes que dicen cosas como: es el único camino, es un peligro para la nación, es la legítima heredera, es la heroína, es el salvador o es el diablo, no son propias de demócratas y no lo son porque menosprecian el proceso. En todos esos casos no se trata de jugar y a ver quién gana, sino que hay que ganar, punto. La diferencia parece menor pero es monumental: si el otro es el demonio, perder se entiende como un resultado letal para toda la sociedad. Perder es rendir la plaza a un enemigo devastador y odioso. Perder es desbarrancarse. Perder así es dejar al país en manos del mal y perder así no es perder en democracia.

¿Creo que en México estamos en ese punto? Casi. El juego ha comenzado mal para eso que llamaré bien perder. Primero, porque si fuera carrera habría arrancado sin disparo de salida y, si fuera boxeo, se habría dejado pelear a un peso pesado contra un peso mosca. Estoy hablando de la promoción ilegal de candidaturas, por supuesto, y de la indebida participación del presidente de la república como jefe de campaña, vocero y gatillero verbal del partido Morena. Esos elementos por sí solos serían suficientes para entorpecer el bien perder pero en México a veces lo suficiente parece poco. Si hay que erosionar la convivencia democrática hay que hacerlo a lo grande.

Las campañas anticipadas por la Presidencia mostraron un menú desagradable que incluye violaciones a la ley, poca disposición para apegarse a las reglas del juego, árbitros distraídos y jueces parciales. Esos no son buenos augurios para que los perdedores le estrechen la mano al vencedor. Y no son, de ninguna manera, los elementos que necesita un ciudadano, o la sociedad civil, o las fuerzas fácticas, o los poderes regionales, para aceptar a un nuevo gobierno. El tablero en el que se desarrollaron las campañas anticipadas está mal.

Me detengo ahora en los mensajes, pues advertí inicialmente que estos marcan el tono. Ya he dicho que los árbitros están distraídos, lo que significa que los jugadores podrían picar los ojos o tirar sillas sin que nadie levante una ceja. El tablero lo permite. Claudia Sheinbaum, Xóchitl Gálvez o Jorge Álvarez Máynez pueden dar golpes bajos al explicarnos quiénes son y al describir a sus adversarios. Su propuesta y sus críticas pueden aligerar la naturaleza del juego o terminar por sepultar el proceso.

Hasta ahora no ha habido lodo. Con la excusa de que eran precampañas, todos los aspirantes guardaron las formas, pero tanto Claudia Sheinbaum como Xóchitl Gálvez dejaron ver por dónde irá la descalificación. Sheinbaum, con todo y su prudencia de puntera, habla de conservadores, de regreso al pasado, de libertades porfiristas, de destrucción de un presente que funciona. Ella muestra un presente potente, un México liberado de cadenas, un país que debe seguir igual, un status quo que requiere ser vigilado y alimentado.

Xóchitl Gálvez es más dura. No ha llegado a calificar a sus adversarios de criminales, pero roza esa intención. Ella muestra al presente como un edificio destruido, sin libertad, con muertes, pero sobre todo, con una administración incapaz.

Hasta ahora, la construcción del discurso de ambas, si bien critica al adversario, no es supresor. Aún no. Ojalá que la personalidad de ambas se imponga sobre la lógica binaria y antidemocrática de sus partidos, para que durante la campaña legal nos conduzcan al escenario del bien perder y con él, a la más útil herramienta de la democracia: cambiar de canallas sin matarnos. ~

es politóloga y analista.

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¿A dónde nos llevan las candidatas?

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24.01.2024

La característica más bonita de la democracia, el pequeño detalle que la vuelve atractiva a pesar de lo catastróficos que resulten muchos de los gobernantes democráticamente elegidos, es su capacidad para cambiarlos sin matarnos. Yo con eso me doy: con la certeza de que en contextos democráticos nos esforzamos por tener elecciones libres y equitativas para cambiar cada tanto al canalla en turno y sentar al nuevo en una silla de poder acotado.

Las elecciones, ni modo, traen incluidas las campañas. Son odiosas, pero es lo que hay.

El objetivo concreto de una campaña electoral en un contexto democrático es afianzar votos entre los seguidores y obtener votos entre los indecisos. ¿Cómo suele hacerse esto? Con dos mensajes que los candidatos mandan simultáneamente: quién es uno y quién es el otro. La manera en la que esto se hace pone el tono de las contiendas, lo que a su vez diseña el comportamiento democrático –o autoritario– de los jugadores, de los espectadores y de los votantes. Pueden ser atractivos, pero los coloridos eslóganes que dicen cosas como: es el único camino, es un peligro para la nación, es la legítima........

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