Durante muchos años fui libretista de culebrones –puesto ocasionalmente en el trance de tener que definirlos en tanto que género o subgénero o lo que sea–, y me avenía sin más a la convención de que la telenovela es hija bastarda del realismo social europeo; una cruza de Eugène Sue y los “lectores de tabaquería” cubanos que Araceli Tinajero ha descrito brillantemente.

En efecto, a fines del siglo XIX, todavía bajo dominio colonial español, los incipientes gremios de la industria del cigarro habano lograron una llamativa reivindicación para sus miles de afiliados de ambos sexos: los lectores de tabaquería.

Cabrera Infante (en “Tiempos propicios para la novela rosa”, El Mundo, 27 de julio de 1994) imparte la noción de que eran “lectores profesionales [que] leían, en Cuba, a los torcedores de los puros, de acuerdo a lo que ellos les pedían. Y el gran entretenimiento colectivo era El Conde de Montecristo (una obra tan famosa que hay una línea de puros llamada Montecristo). Curiosamente, el equivalente femenino de los torcedores, que hacían labores como despalillar la hoja de tabaco, separar y clasificar, también pidieron que les leyeran a ellas, por supuesto novelas románticas.”

Había nacido otro oficio del siglo XIX –para seguir con Cabrera Infante–; solo que acaso el oficio más cabalmente propio de nuestra América: José Martí, de visita en Tampa, verdadero emporio que fue de fabricantes de habanos independentistas exilados, graciosamente accedió alguna vez a hacer de lector de tabaquería; es decir, a ser narrador de radionovelas avant la lettre.

Y es que el relato canónico de los orígenes quiere que, al agotarse la bibliografía realista-social europea, torcedores y espalilladoras exigiesen ficciones más cercanas a ellos y ese vendría a ser el motivo de que la lectura de tabaco recurriese cada día más a autores criollos, como Félix B. Caignet –él mismo alguna vez también lector de tabaquería– o, andando el tiempo, Félix Pita Rodríguez. La radionovela esperaba por ellos.

Era solo cuestión de tiempo para que Cuba y los accidentes del siglo XX latinoamericano nos diesen a Delia Fiallo, la Dama de Hierro del género.

¿Por qué un género que nació en las fábricas de habanos de Cuba a fines del siglo XIX, se prolongó luego en la radio y la televisión de aquel país hasta hacerse también mexicano, venezolano o colombiano, puede hoy seducir vastas audiencias, no solo en América, sino también en España, República Checa, Líbano, Indonesia, Dubái, Rusia y, desde luego, en Los Ángeles, California o Brownsville, Tejas?

Las novelas –las buenas novelas, quise decir– no se añaden al mundo para responder preguntas de estudios multiculturales en tiempos de globalización, pero una atenta lectura de Rating, de Alberto Barrera Tyszka, haría más por el estudioso del tema que casi todo lo que produce la cejijunta cuadra de Néstor García Canclini y Jesús Martín-Barbero.

Solo que, al escribir Rating, Barrera Tyszka no parece haberse propuesto ilustrar idea alguna sobre la televisión, sino componer una ficción pura en la que su experiencia de media vida como guionista de televisión se trasmutase en estilo –un estilo calculadamente candoroso; tan perfectamente desprovisto de superyó como lo estuvo el Buscón de Quevedo–, y lo logra de un modo tan admirable que aun el lector más avisado de las luengas aventuras de Barrera Tyszka como exitoso escribidor de telenovelas en Venezuela, Colombia, Estados Unidos, Argentina y México no podría tener a Pablito Manzanares o en Manuel Izquierdo, sus protagonistas-narradores, como trasuntos del autor.

No es este, por cierto, un logro menor. Mucho menos si viene añadido a la trepidante trama que es la mejor dicha que nos ofrece Barrera Tyszka.

¡Rating tiene argumento, señoras y señores!, un argumento que resultaría apenas inverosímil si se los contasen de viva voz, pero que cobra osatura, pulmón, músculo y riego sanguíneo verdadero de capítulo en capítulo. ¡Rating, madre de Dios, no es “mirada de autor”, ni lenguaje que se piensa a sí mismo!

Leyendo esta novela, prendido de su hechizante argumento, recordé con deleite un antecedente remoto y que no creo muy conocido: la estupenda comedia Boy Meets Girl, de Bella y Sam Spewack, estrenada en 1935 y llevada al cine innúmeras veces. Lo que me lleva a pensar que la trama de Rating valdría muchos cobres si se llevase al cine.

No soy reseñista literario de profesión, solo soy un lector, y un lector ostensiblemente amigo del autor, así que tomar mis pareceres cum grano salis es lo prudente si ha llegado usted hasta aquí y me apremia a que responda a la pregunta: “¿Por fin qué le pareció Rating, joven?”

Pues bien, aquí está lo que pienso, y va dicho antes de hacer una pausa para los mensajes de nuestros patrocinadores: Rating está llamada a significar para la novelística de Alberto Barrera Tyszka lo mismo que Las Aventuras de Augie March significó para la de Saul Bellow. No sé si me explico.

Pero me daría igual ni no alcanzase a explicarme porque el gran arte es largo, amigos televidentes, y además ocurre y, sí, puede también tener mucho rating. ~

(Caracas, 1951) es narrador y ensayista. Su libro más reciente es Oil story (Tusquets, 2023).

QOSHE - La secreción característica de América es la telenovela - Ibsen Martínez
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La secreción característica de América es la telenovela

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06.03.2024

Durante muchos años fui libretista de culebrones –puesto ocasionalmente en el trance de tener que definirlos en tanto que género o subgénero o lo que sea–, y me avenía sin más a la convención de que la telenovela es hija bastarda del realismo social europeo; una cruza de Eugène Sue y los “lectores de tabaquería” cubanos que Araceli Tinajero ha descrito brillantemente.

En efecto, a fines del siglo XIX, todavía bajo dominio colonial español, los incipientes gremios de la industria del cigarro habano lograron una llamativa reivindicación para sus miles de afiliados de ambos sexos: los lectores de tabaquería.

Cabrera Infante (en “Tiempos propicios para la novela rosa”, El Mundo, 27 de julio de 1994) imparte la noción de que eran “lectores profesionales [que] leían, en Cuba, a los torcedores de los puros, de acuerdo a lo que ellos les pedían. Y el gran entretenimiento colectivo era El Conde de Montecristo (una obra tan famosa que hay una línea de puros llamada Montecristo). Curiosamente, el equivalente femenino de los torcedores, que hacían labores como despalillar la hoja de tabaco, separar y clasificar, también pidieron que les leyeran a ellas, por supuesto novelas románticas.”

Había nacido otro oficio del siglo XIX –para seguir con Cabrera Infante–; solo que acaso el oficio más cabalmente........

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