Llega la Nochevieja y la gente se hace sus propósitos para el nuevo año. Todo un mérito, en esta sociedad presentista y de la inmediatez. Unos confiesan sus propósitos y otros no. Adelgazar, es­tudiar inglés, dejar de fumar, hacer el camino de Santiago, ahorrar, estresarse menos. Casi ninguno de los proyectos se cumple. Pero así hasta el año siguiente. Lo que se cumple, en cambio, es la tradición de hacerlos. Y pensar que esta vez irá la vencida. Gran mérito, no obstante, en esta sociedad.

Los propósitos del cambio de año parecen una fruslería, pero no lo son. Tienen un trasfondo íntimo y moral. Si lo malo es que no se cumplen, lo bueno es que se hagan, y sobre todo que exista el poder y la resolución de hacerlos. Malo, pues, cuando ya no hay proyectos, por difusos que sean y aunque se formulen en una fecha convencional, como un cumpleaños o la Nochevieja. O en una fecha decisiva, como antes de una boda, después de un divorcio o al iniciar una carrera. No cabe duda de que hacerse propósitos tiene un significado especial, ya que indica que se tiene, al menos, cierta fuerza moral y una ilusión de futuro. Ningún propósito de Nochevieja es baldío: expresa quiénes somos y de algún modo nos retrata.

La clase y potencial del propósito depende de la edad y condición de la persona: salud, familia, ocupación, economía, mentalidad. Antes los niños escribían sus propósitos en la carta a los Reyes Magos. Hoy algunos se dejan apuntados en un post-it en la puerta de la nevera. Por lo demás, el propósito de mejorar forma parte del sacramento de la confesión: después de repasar los pecados y de arrepentirse, si no hay un propósito de enmendarse el confesor no dará el perdón. También en una entrevista de trabajo, o en la primera cita amorosa, es habitual que se pregunte por los propósitos, aquello que uno pretende. Aunque en las más de las ocasiones quizás sea mejor no revelarlos. Porque, si no se cumplen, nos quedamos en falta, y si se cumplen, puede que haya sido solo para no hacer el ridículo ante los demás.

Todo propósito es un deseo, pero los deseos tienen también sus formas y sus grados de intensidad. Durante la vida se tiene experiencia de ello. Deseos improvisados, al ver cruzar el cielo una estrella fugaz o el rayo verde sobre el sol. O algo más pensados, al contemplar la luna llena o soplar un diente de león. Los propósitos son deseos ya más reflexionados, incluso con un historial de años sin ser cumplidos. Pues ya se da por descontado que el propósito será difícil de ser realizado y lo aplazamos a otra fecha, lo postergamos sin ponerle plazo o, llanamente, lo borramos.

Esa es también la libertad de hacerse propósitos. La libertad es proyectar. Desde luego un propósito siempre será más deliberado que una simple intención. “Tengo la intención de estudiar un máster” no es lo mismo que “tener el propósito” de hacerlo. Aquí se barrunta una meta. Allí, no: es tener solo un ánimo.

Con el propósito ya estamos en el umbral de la acción: “entrar en una oenegé”, “reconciliarme con mi hermana”. Pero eso es algo que se hace libremente y sin compromiso. Porque un propósito, aunque esté pensado y tenga una meta, no se acompaña de un calendario de realización o plan de acción con un objetivo definido. Mis estudiantes de doctorado suelen tener claro su objetivo, pero lo que más les cuesta es trazarse unos tramos y plazos de trabajo, la agenda que les comprometa. Los propósitos, incluso con una meta, pueden ser hermosos, pero no llegarán muy lejos sin un programa definido. Su esencia es una libertad sin compromiso.

Lo que uno no puede, por más fuerte que sea su propósito, es prometerse algo a sí mismo. Eso es tan imposible como regalarse algo o perdonarse, cosas que solo puede hacer otra persona. Hubo un tiempo en que se veía en la calle a individuos con una vestimenta morada, a veces ceñida con un cíngulo amarillo. No eran religiosos, sino gente que había “hecho una promesa” a un santo o a sí misma. En este caso, el hábito de prometiente era una forma de buscar en el otro el testigo que uno mismo no puede ser cuando nos prometemos algo. Por eso en ­Nochevieja tendemos a revelar a otros nuestros propósitos. Es para asegurarnos, ante testigos, de que vamos a cumplirlos y no quedar en ridículo.

Pero volvemos a incumplirlos. Entonces, ¿qué es lo que falla? Sencillamente dos cosas, las que hacen fracasar cualquier acción personal: que no hubo motivación y, en consecuencia, tampoco esfuerzo. Para que ambos existan, lo que se precisa ante todo es que el propósito consista en un solo deseo, que sea específico y claro y, en definitiva, realizable. A partir de aquí, hágase el propósito, aunque no sea dicho a nadie. Es mejor que no hacerse ninguno. Indica que se desea alguna cosa. Pues un modo de ser feliz es sentirse capaz de desear.

QOSHE - Buenos propósitos - Norbert Bilbeny
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Buenos propósitos

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30.12.2023

Llega la Nochevieja y la gente se hace sus propósitos para el nuevo año. Todo un mérito, en esta sociedad presentista y de la inmediatez. Unos confiesan sus propósitos y otros no. Adelgazar, es­tudiar inglés, dejar de fumar, hacer el camino de Santiago, ahorrar, estresarse menos. Casi ninguno de los proyectos se cumple. Pero así hasta el año siguiente. Lo que se cumple, en cambio, es la tradición de hacerlos. Y pensar que esta vez irá la vencida. Gran mérito, no obstante, en esta sociedad.

Los propósitos del cambio de año parecen una fruslería, pero no lo son. Tienen un trasfondo íntimo y moral. Si lo malo es que no se cumplen, lo bueno es que se hagan, y sobre todo que exista el poder y la resolución de hacerlos. Malo, pues, cuando ya no hay proyectos, por difusos que sean y aunque se formulen en una fecha convencional, como un cumpleaños o la Nochevieja. O en una fecha decisiva, como antes de una boda, después de un divorcio o al iniciar una carrera. No cabe duda de que hacerse propósitos tiene un significado especial, ya que indica que se tiene, al menos, cierta fuerza moral y una ilusión de futuro. Ningún propósito de Nochevieja es baldío: expresa quiénes somos y de algún modo nos........

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