Desde algunos sectores de la opinión se pide, cuando no se exige, al Rey dar un paso al frente para impedir la puesta en marcha y, en su caso, la entrada en vigor de algunas de las iniciativas legislativas pactadas por la coalición PSOE-Sumar con los partidos independentistas. Desde otros ámbitos, se rechazan esos acuerdos por ser contrarios a la Constitución, pero también la apelación al Rey para que actúe de una manera estimada incompatible con la naturaleza de una monarquía parlamentaria y, en consecuencia, lesiva no solo para la Corona sino para el propio orden constitucional que se desea preservar.

En el siglo XXI, en el mundo occidental, todo poder político ha de emanar de la voluntad popular o, al menos, ha de ser compatible con ella. Por ello, un Rey no puede serlo de todos los ciudadanos si la institución no asume el principio de neutralidad política. Walter Bagehot lo explicitó con claridad en su tratado The English Constitution: “La nación se divide en partes, pero la Corona no pertenece a ninguna de ellas”. Esto supone su desvinculación o, mejor, su no interferencia en las decisiones adoptadas por el ejecutivo, el legislativo y el judicial. Solo así es asumible en la actualidad la existencia de una jefatura del Estado hereditaria y no electiva. En este marco conceptual, las grandes funciones del Rey son simbólicas. Encarna el pasado histórico y los valores permanentes del Estado.

En una monarquía parlamentaria, la Corona es pues, en la terminología acuñada por Benjamin Constant, el poder neutro y carece de capacidad para hacer prevalecer por la fuerza del derecho sus opiniones. Lord Esher, consejero de Jorge V, expresó ese principio de modo radical pero ilustrativo: “Si la doctrina constitucional de la responsabilidad ministerial significa algo es que se impone al Rey la obligación de firmar su propia sentencia de muerte en caso de ser presentada por un ministro a la cabeza de una mayoría parlamentaria. Si este principio fundamental se falsea, el fin de la monarquía surge en el horizonte”.

El Rey es un órgano constitucional que, conforme al artículo 56 de la Constitución, ejerce las funciones que esta y las leyes expresamente le atribuyen. El adverbio expresamente refleja de forma rotunda la voluntad de los constituyentes de vedar todo intento de recabar para el Monarca funciones latentes o tácitas sujetas a su interpretación. En la monarquía parlamentaria, consagrada en la ley de leyes, su titular no actúa conforme a su libre albedrío. Todos sus actos han de ser refrendados por quien se hace responsable de ellos; en las Españas, el presidente del Gobierno o el ministro competente y, en supuestos excepcionales, al presidente de las Cortes. Y ese es el fundamento de la irresponsabilidad regia. La responsabilidad está donde reside el poder y el Monarca no lo tiene; de ahí, el viejo axioma británico: “ The King can do no wrong”.

El Rey arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, pero esta tarea se realiza conforme a las competencias que le asigna la propia ley Fundamental, que se sustancia en el terreno de la auctoritas : animar, advertir y ser consultado. No tiene potestas, porque, de nuevo, está sujeto a la máxima según la cual todos sus actos han de ser refrendados. Esta es la interpretación cuasi unánime de la doctrina, con brillantes excepciones, y en última instancia fue la asumida por los padres de la Constitución y por las Cortes Constituyentes. Ese mismo criterio se aplica a la asignación al Monarca de la misión de “guardar y hacer guardar la Constitución” (artículo 61.1).

Tampoco el Monarca tiene la prerrogativa de oponerse a sancionar leyes ni siquiera en supuestos de su hipotética inconstitucionalidad, cuya resolución corresponde al Tribunal Constitucional. En ninguna monarquía parlamentaria europea, los reyes poseen esa facultad ni la posibilidad de retrasar la promulgación de una ley, que, en las Españas el Rey ha de sancionar en un plazo máximo de quince días desde su aprobación por las Cortes Generales (artículo 91 de la CE). El uso del veto suspensivo ni siquiera fue empleado por don Alfonso XIII, a quien la Constitución de 1876 otorgaba esa potestad. De igual modo, el mando del Monarca sobre las fuerzas armadas no es efectivo. Es el Gobierno, conforme al artículo 97 de la Ley de Leyes, quien dirige la administración militar y la defensa del Estado.

En suma, la Constitución contempla el refrendo de los actos regios como elemento esencial de una monarquía parlamentaria. Por eso es necesario repetirlo una vez más: el Rey no puede negarse a sancionar una ley aprobada por el Parlamento ni dicha sanción es el resultado de la confluencia de su voluntad con la del legislativo, como acontecía en las monarquías constitucionales del siglo XIX. Solo tiene potestas plena en lo referente a disponer del presupuesto asignado a la Casa Real, en nombrar y destituir a los miembros de ella y en realizar actos de naturaleza personalísima; por ejemplo, casarse. Esta es la realidad, aunque decepcione a quienes consideran que la Corona debería tener más poderes.

Mal servicio prestan a la monarquía y a la propia Constitución quienes en nombre de altos ideales demandan al Rey que haga lo que no puede hacer y, por tanto, no debe hacer. El respeto al imperio de la ley y al sistema constitucional, aunque para algunos o muchos parezca condenada al fracaso frente a la actuación de los que han decidido no hacerlo, es lo que concede autoridad moral y legitimidad política a quienes niegan a una mayoría precaria y temporal el derecho a usarla como una patente de corso.

QOSHE - Dejen al Rey en paz - Lorenzo Bernaldo De Quirós
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Dejen al Rey en paz

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18.11.2023

Desde algunos sectores de la opinión se pide, cuando no se exige, al Rey dar un paso al frente para impedir la puesta en marcha y, en su caso, la entrada en vigor de algunas de las iniciativas legislativas pactadas por la coalición PSOE-Sumar con los partidos independentistas. Desde otros ámbitos, se rechazan esos acuerdos por ser contrarios a la Constitución, pero también la apelación al Rey para que actúe de una manera estimada incompatible con la naturaleza de una monarquía parlamentaria y, en consecuencia, lesiva no solo para la Corona sino para el propio orden constitucional que se desea preservar.

En el siglo XXI, en el mundo occidental, todo poder político ha de emanar de la voluntad popular o, al menos, ha de ser compatible con ella. Por ello, un Rey no puede serlo de todos los ciudadanos si la institución no asume el principio de neutralidad política. Walter Bagehot lo explicitó con claridad en su tratado The English Constitution: “La nación se divide en partes, pero la Corona no pertenece a ninguna de ellas”. Esto supone su desvinculación o, mejor, su no interferencia en las decisiones adoptadas por el ejecutivo, el legislativo y el judicial. Solo así es asumible en la actualidad la existencia de una jefatura del Estado hereditaria y no electiva. En este marco conceptual, las grandes funciones del Rey son simbólicas. Encarna el pasado histórico y los valores permanentes........

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