Cuando se cumple el bicentenario de la Corte Suprema de Justicia de nuestra República, vale preguntarse por la creencia en la justicia, si es cosa realmente posible en este mundo.

El problema de la justicia que exigimos a Dios y, si no, al mundo se abre con una frase de Eurípides y se cierra, casi dos mil años después, con la respuesta de Shakespeare. El primero dice: si los dioses nos impiden hacer justicia, los dioses no existen. Y el segundo advierte: ¿estás seguro que quieres justicia? Pues de la verdadera justicia nadie sale vivo.

Entretanto, el Apocalipsis de Juan cierra la Biblia proclamando que la justicia de Dios es muy seria. De tal suerte que más que exigirla, pareciera que lo que corresponde es hacerla uno mismo siempre contra sí. Como en una interesantísima interpretación de la “Politeia” de Platón, lo justo no es tanto lo que se recibe, o sea, nuestro derecho, como más bien lo que se ofrece siempre a cargo de uno mismo, el deber.

De Aristóteles a Marx nos venimos atascando en una idea de justicia en que a cada uno corresponde algo demasiado preciso, como si el mundo pudiera calzar con todos nosotros sin estropearse más todavía.

Que los últimos serán los primeros, según las palabras de Jesus de Nazaret, no es una promesa demagógica, según equivocadamente sugirió Jorge Luis Borges. Parece que indica que no tenemos derecho a exigirle ninguna de nuestras preconcepciones a la justicia, que cualquier imagen que nos hagamos de ella es eso, una imagen (idolátricamente hablando), una idea fija que nos formulamos de la divinidad y, por lo tanto, un intento sacrílego por reducirla a nuestras bajezas.

Un poeta chileno, Eugenio Castillo, observa que vivimos un mundo que ha enloquecido, en el feo sentido de la palabra, por culpa de la justicia, en virtud de que: “el único derecho de la humanidad es el derecho a la belleza”.

Así y todo, la batalla entre los de Eurípides y los de Shakespeare continúa. En su paso por Chile y en uno de sus momentos inusualmente claros, el logófobo Jacques Derrida observó que todo podía ser deconstruido, menos la justicia.

Que este iconoclasta se haya arrojado a los pies de la justicia nos habla de una deidad muy poderosa, una cuyas prerrogativas sobre nuestro mundo podrían hacerlo invivible. Tal vez lo vio Goethe, cuando en su “Fausto” hace gritar a Mefistófeles que la criminal Margarita está juzgada y, por lo tanto, condenada, a lo que responde una voz salida del cielo: ¡está salvada!, parando en seco al burlón de los demonios, siempre tentador, primero, y acusador, después.

Pocos se atreven a decirlo. La justicia es tan sagrada que cualquiera que ose revisarla adquiere un aire repugnante. Sin embargo, debemos recordar que los antiguos percibieron justicias distintas a las que hemos institucionalizado: la divina, la poética, entre ellas, todas las cuales no acontecen por mano humana alguna, sino ajustando los hechos del mundo de una manera imposible de preparar, lo que la gente común, a causa de nuestro empobrecido clasicismo, llama en sánscrito simplemente karma.

Por Joaquín Trujillo, investigador del CEP

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Columna de Joaquín Trujillo: Revisiones de la justicia

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03.01.2024

Cuando se cumple el bicentenario de la Corte Suprema de Justicia de nuestra República, vale preguntarse por la creencia en la justicia, si es cosa realmente posible en este mundo.

El problema de la justicia que exigimos a Dios y, si no, al mundo se abre con una frase de Eurípides y se cierra, casi dos mil años después, con la respuesta de Shakespeare. El primero dice: si los dioses nos impiden hacer justicia, los dioses no existen. Y el segundo advierte: ¿estás seguro que quieres justicia? Pues de la verdadera justicia nadie sale vivo.

Entretanto, el Apocalipsis de Juan cierra la Biblia proclamando que la justicia de Dios es muy seria. De tal suerte que más que exigirla, pareciera que lo que corresponde es hacerla uno mismo siempre contra sí. Como en una interesantísima interpretación de la........

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