Cae la noche. En una calle se topan dos desconocidos. Como la acera es estrecha casi se rozan. Para darse mutuamente confianza ambos saludan: buenas noches. Y siguen su camino.

La misma escena. Dos desconocidos. Se rozan con actitud torva. Ninguno saluda. Cada uno sigue por su lado.

Otra vez, pero ahora ya no hay roces. El uno pasa violento junto al otro, que alcanza a darle espacio. Cada uno sigue su camino.

Noche similar. Similares desconocidos. No hay saludos. Ningún roce. Chocan en la estrecha vereda. Gruñen y se insultan. Están a punto de trenzarse a golpes antes de perderse en la oscuridad.

En una posterior, un desconocido apuñala al otro.

En la última de esta serie, los dos vienen preparados. Ambos hieren casi al mismo tiempo. Prácticamente sincronizados. Así, con la naturalidad del saludo en la primera escena.

La desconfianza es una silenciosa tarántula de avance pausado que, como otras arañas, a veces corre veloz y extrae su hábitat, su telaraña, de sí misma (o, al menos, eso es lo que parece). Bastó que se interrumpiera el gesto del saludo a un desconocido, de esos que se prodigan a fin de limar cualquier posible aspereza, para que los anónimos de esta trama quedasen atrapados en un enrredo siempre más espeso.

Cuando esto ocurre, cuando los seres humanos ya no son capaces de establecer la confianza, entonces las maneras de darle nuevo brío son dos: la primera es que las personas que hayan logrado esta autocrítica extremen hasta el (a veces y especialmente en este caso) sano ridículo todas las señales de buena conducta: el saludo protocolar, las fórmulas refinadas, las palabras de buena crianza y, en general, todas las señales de decoro que estaban presentes en la tradición popular-erudita de cualquier comunidad. O sea, que gobiernen con el ejemplo y no en base a recíprocidades. Sin duda, por mucho tiempo ocurrirá que numerosos individuos continuarán comportándose no como animales (pues estos suelen ser previsibles), sino como los demonios del folclore: descarados, vulgares, sórdidos, audaces, estúpidos. Eso, a la espera que en algún momento, tras haber experimentado todas las drogas del deterioro cognitivo, caigan en razón.

La segunda alternativa es que ese ente mitad mito mitad realidad al que se llama Estado imponga con verdadera dureza el comportamiento necesario para que la delicada vida de la “urbanidad”-esa que buscaron todos quienes alguna vez migraron del campo a la ciudad- prospere sin quedar transformado en un ideal vacío o una antigualla nostálgica.

Una imagen de mi infancia es estar caminando de noche en el campo. Me encuentro con una sombra y la sombra me saluda cortésmente. Entonces, en ese momento, y gracias a ese gesto, la noche se hacía día y la tarántula trinaba como un grillo. Por eso, una noche de grillos es una en que todos se sienten a cada paso bienvenidos. Hasta la tarántula, claramente en territorio ajeno. Es muy grave que hagamos del silencio, sinceridad, y que ésta valga más que el buen trato. El exterior cambia el interior y, por sobre todo, el exterior de los otros. A veces para bien.

Por Joaquín Trujillo, investigador Centro de Estudios Públicos

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Columna de Joaquín Trujillo: La tarántula y el grillo

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28.02.2024

Cae la noche. En una calle se topan dos desconocidos. Como la acera es estrecha casi se rozan. Para darse mutuamente confianza ambos saludan: buenas noches. Y siguen su camino.

La misma escena. Dos desconocidos. Se rozan con actitud torva. Ninguno saluda. Cada uno sigue por su lado.

Otra vez, pero ahora ya no hay roces. El uno pasa violento junto al otro, que alcanza a darle espacio. Cada uno sigue su camino.

Noche similar. Similares desconocidos. No hay saludos. Ningún roce. Chocan en la estrecha vereda. Gruñen y se insultan. Están a punto de trenzarse a golpes antes de perderse en la oscuridad.

En una posterior, un desconocido apuñala al otro.

En la última de esta serie, los dos vienen preparados. Ambos hieren casi al mismo tiempo. Prácticamente sincronizados. Así, con la naturalidad del........

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