Las guerras religiosas de los siglos XVI y XVII en Europa fueron verdaderas hecatombes compaginadas con razonamientos exquisitamente elaborados por teólogos de lado y lado. Una de las matanzas más recordadas se conoce como “Noche de San Bartolomé” (1572). “La Reina Margarita” (1845), extraordinaria novela de Alexandre Dumas (de esas que no marcan una época, sobreviven a ellas), la describió en su sórdido desenfreno.

Las guerras por motivos religiosos fueron tan determinantes para nuestra propia época que la de los Treinta Años (1618-1648) dejó atrasada a Alemania por mucho tiempo, lo que habría repercutido en su conocido “acomplejamiento” que, a su vez, explicaría no poco de su desastroso actuar en el siglo XX. También, la fundación de una región apartada de esta peste, al otro lado del Océano Atlántico, lugar en el que por fin pudo desarrollarse una verdadera convivencia entre confesiones. Me refiero a los antecedentes peregrinos de lo que llegaría a ser Estados Unidos de Norteamérica.

Mientras tanto, la fórmula que eligieron las potencias de Europa para poner fin a estos enfrentamientos que como siempre se fueron independizando de sus pretextos iniciales, estableció una regla general, aunque no a concho respetada, según la cual la religión, y con ella la moral, pasaban al vestíbulo de lo íntimo, mientras que idealmente lo público, vale decir, el mundo que todos compartían, quedaría gradualmente descontaminado de estos asuntos indiscernibles.

Por supuesto, hubo siempre intentos por imponer la moral religiosa por otros medios, todas aquellas traducciones estrictamente racionales de la misma. Aun con ese intento, el espacio que ese orgasmo ex post facto del tolerante Voltaire llamada Paz de Westfalia (1648) inauguró, prosperó.

Y ocurrió, sin embargo, que las religiones en Occidente perdieron mucho de su antigua capacidad persuasiva de tal suerte que el sustento moral que proveían se hizo escaso. Ya en el siglo XIX ciertas filosofías y doctrinas socioeconómicas elaboraron propuestas en las que era una estructura determinada, y no exclusivamente la suma de actos individuales moralmente sustentados, la que podía explicar y solventar el orden social. En este contexto, la nueva ética del espíritu público que en cierto sentido reemplazaba la ya en retirada moral religiosa, incluso ella lució innecesaria. Como en el juego de la Jenga, diseñado por Leslie Scott, podía siempre removerse un viejo bloque de la infernal torre occidental sin que se derrumbase. El mundo sería moralmente más aséptico.

He aquí el punto. El que estamos viviendo podría mostrarnos que no es tan así y que los sistemas son referentes insoslayables en momentos estables, pero requieren de una dosis de moral cuando entran en crisis.

Sin ir tan lejos, el Estado ha requerido de ella para existir. Tener que castigar a todos sus ciudadanos para que cumplan normas mínimas le es imposible. Existe casi exclusivamente gracias a quienes cumplen su deber, no por las amenazas de las leyes, sino por el apego a su moral particular, la que, en general, también obliga a acatarlas.

Por Joaquín Trujillo, investigador de Centro de Estudios Públicos

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Columna de Joaquín Trujillo: El juego de la torre infernal

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17.01.2024

Las guerras religiosas de los siglos XVI y XVII en Europa fueron verdaderas hecatombes compaginadas con razonamientos exquisitamente elaborados por teólogos de lado y lado. Una de las matanzas más recordadas se conoce como “Noche de San Bartolomé” (1572). “La Reina Margarita” (1845), extraordinaria novela de Alexandre Dumas (de esas que no marcan una época, sobreviven a ellas), la describió en su sórdido desenfreno.

Las guerras por motivos religiosos fueron tan determinantes para nuestra propia época que la de los Treinta Años (1618-1648) dejó atrasada a Alemania por mucho tiempo, lo que habría repercutido en su conocido “acomplejamiento” que, a su vez, explicaría no poco de su desastroso actuar en el siglo XX. También, la fundación de una región apartada de esta peste, al otro lado del Océano........

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