Lo que a uno le ocurre o hace de forma habitual se llama lo cotidiano. Levantarse, ir a trabajar, pagar cuentas. Hoy, no salir en la noche por temor a ser asaltados, pensar día a día en la penumbra que trae la vejez, en la salud sometida a disputas políticas por la ejecución de una sentencia. La incertidumbre. Sentirse burlados. La sensación de estar lesionados moralmente. El ver que frente a una corrupción que afecta el patrimonio del Estado, se le compensa -cual fuera una oportunidad para excusarse- con otra cometida por privados, sin que se persiga a ambas con la misma vara. La ley parece haber abandonado a las personas, hoy indefensas y escandalizadas.

Es ridículo, obviamente, suponer que una Constitución resuelva los problemas, y absurdo es, también, entregarle a ella la solución si no existe la autoridad que vele por su aplicación. La Constitución y las leyes existen porque hemos delineado aquello a lo que aspiramos individual y colectivamente. Se trata de un orden social deseable, uno que fija reglas claras que propenden a la satisfacción de los intereses de las personas y que se cumplan. Si se rechazó el proyecto de la Convención sencillamente fue porque la ciudadanía captó que no apuntaba a ese objetivo sino al contrario, a sojuzgarlas, a crear un Estado con infinito poder. No fue la Pikachu o el sinvergüenza que se hizo el enfermo, ni siquiera el Presidente firmando ejemplares y prometiendo el Nuevo Mundo, alucinado con la idea de imponer un Estado totalitario por una vía democrática. Fue que el modelo de sociedad propuesto en aquel proyecto no era uno al que aspirar y que lo malo que ya existía podía ser peor.

Es verdad, se dirá, un nuevo modelo, una nueva oferta de Constitución, no es más que eso. Nada que resuelva ahora los problemas de la generalidad. Nada que induzca a superar el desinterés -o el agotamiento y la rabia- con este proceso interminable por el cual han desfilado personajes execrables, fanáticos, petulantes e ignorantes. Sin embargo, a pesar de ello, estamos obligados a aspirar, quizás no por nosotros, en un país que puede ser mejor. Porque por abrumadora que pueda resultarnos la realidad, ella no se consume mañana ni pasado, sino que nos sobrevivirá, seguirán sucediendo cosas. No es sano pensar que este es el momento de dejar todo igual, de seguir con las mismas normas que nos rigen. Eso es, en cierta forma, doblegarse, no enviar el mensaje de qué queremos -ni siquiera qué lograremos con certeza-, algo que nos vuelva a identificar como nación. Este mensaje -aprobar o rechazar- será el reflejo de nuestro carácter.

Resulta entonces, que pensar y decidir sobre un proyecto constitucional, lo queramos o no, ha pasado a ser parte de nuestra terrible cotidianeidad. A nuestro modesto entender, con una diferencia, y es que decimos que queremos darle un nuevo aire y enfrentarla.

Por Álvaro Ortúzar, abogado

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Columna de Álvaro Ortúzar: Esa terrible cotidianeidad

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17.11.2023

Lo que a uno le ocurre o hace de forma habitual se llama lo cotidiano. Levantarse, ir a trabajar, pagar cuentas. Hoy, no salir en la noche por temor a ser asaltados, pensar día a día en la penumbra que trae la vejez, en la salud sometida a disputas políticas por la ejecución de una sentencia. La incertidumbre. Sentirse burlados. La sensación de estar lesionados moralmente. El ver que frente a una corrupción que afecta el patrimonio del Estado, se le compensa -cual fuera una oportunidad para excusarse- con otra cometida por privados, sin que se persiga a ambas con la misma vara. La ley parece haber abandonado a las personas, hoy indefensas y escandalizadas.

Es ridículo, obviamente, suponer que una Constitución resuelva los problemas, y........

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