El día uno de septiembre, sobre las nueve de la mañana, mi nieta Julia, de trece años y medio, sufrió por primera vez una enorme crisis epiléptica y tuvo que ser atendida en urgencias del hospital Virgen de la Arrixaca. De allí pasó a planta y muy pocos días después y ante la gravedad y la repetición de las crisis que sufría, a la UCI pediátrica. Al no responder con los primeros tratamientos e, incluso, agravarse la situación, los internistas de la sección decidieron intubarla.

Pasaron unas tres o cuatro semanas interminables. Era la segunda y última vez que podían des-intubarla después de haber estado unos quince días en coma inducido. Por su estado y por las crisis constantes que padecía, resultaba evidente que no respondía sin ayuda a la medicación que se le suministraba y en aquellos momentos se barajaba la posibilidad de volverla a inducirle un coma, pero ahora con una traqueotomía. Antes de ello comenzaron a realizarle de urgencia un nuevo electro encefalograma para valorar su estado cerebral. En un momento determinado, en el que no paraba de gritar, de moverse violentamente y de querer morder y arrancarse todos los cables que la mantenían con vida, tuve que ayudar a sujetarla junto a Curro, el pediatra internista y algunas enfermeras más, para que pudieran hacérsele las pruebas del electro que necesitaban.

Llevábamos ya unos cuantos minutos sujetándola, pero al verla gritar y llorar de una forma desesperada, no pude evitarlo, sentí que me derrumbaba y comencé a llorar yo también, aunque sin dejar de agarrarla con fuerza. De repente y sin que me lo esperase, sentí que la mano izquierda de Curro, que estaba situado a mi derecha, me acariciaba la cabeza e, incluso, me ofrecía su hombro para que me apoyara en él y siguiera llorando. Mirado así, desde arriba, desde la objetividad de la distancia, se trataba de una escena más de las muchas que deben producirse constantemente en ese lugar: un enfermo grave, unos servicios médicos atendiendo y haciendo lo que pueden con el paciente y un familiar, desconcertado y atemorizado, presenciando lo que está pasando delante de sus ojos y de su socorrida incredulidad. Y sí, pero no todo terminaba allí en esa fría imagen de la realidad. Quien me acariciaba por detrás la cabeza y me ofrecía su hombro no estaba allí, hacía muchos años que no existía y en aquellos angustiosos momentos era lo último que podía pensar, pero en realidad se trataba de mi padre, eran sus manos y su hombro; lo sé perfectamente, no podía ser otro. Claro, no es por quitarle mérito a Curro o, mejor dicho, no es por quitarle sus méritos médicos. Es simplemente por reconocerle la humanidad que tuvo para hacer que el espíritu de amparo que representa la paternidad estuviese allí presente en aquel mismo instante. Y posiblemente sería casualidad -o no-, pero a partir de aquel momento todo giró completamente y a los ochenta días de haber ingresado, Julia pudo volver a su casa para seguir acariciando a su perra Mina.

Resultará una obviedad el agradecer a la sanidad cuando nos cura, a los bomberos cuando apagan nuestros incendios o a la policía cuando nos defiende, pero si no digo ahora que Curro, Elena, Ana, Rosa, Ángel de Escolares, Tika y Helena, Luis el fisio, las nutricionistas, la psiquiatra, las maestras, Roberto el limpiador de los fines de semana…, todos, absolutamente todos -hasta aquellos payasos que mi nieta tanto rechazaba por demasiado infantiles para ella-, si no digo ahora -repito- que todos ellos representan a la gran Sanidad que nos protege, reviento. Muchas gracias a todos por lo que hacéis, pero, sobre todo, por cómo sois.

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'Y Curro se convirtió en mi padre', por Juan Ballester

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28.11.2023

El día uno de septiembre, sobre las nueve de la mañana, mi nieta Julia, de trece años y medio, sufrió por primera vez una enorme crisis epiléptica y tuvo que ser atendida en urgencias del hospital Virgen de la Arrixaca. De allí pasó a planta y muy pocos días después y ante la gravedad y la repetición de las crisis que sufría, a la UCI pediátrica. Al no responder con los primeros tratamientos e, incluso, agravarse la situación, los internistas de la sección decidieron intubarla.

Pasaron unas tres o cuatro semanas interminables. Era la segunda y última vez que podían des-intubarla después de haber estado unos quince días en coma inducido. Por su estado y por las crisis constantes que padecía, resultaba evidente que no respondía sin ayuda a la medicación que se le suministraba y en aquellos momentos se barajaba la posibilidad de volverla a inducirle un coma, pero ahora con una........

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