En el mundo por el que transita don Quijote, abunda la gente con aliento a ajo y olor a sudor, piel quemada por el sol, cara picada por viruelas y ojos con pupilas enfermas que se han secado por las fiebres. Así son muchos de los arrieros y de los visitantes que en las ventas pueblan camastros amontonados dentro de habitaciones comunes, en las que se arreglan encuentros con mozas de partido, prostitutas de tan lamentable aspecto como ellos, tuertas, miserables o desvalidas, pero prestas a ofrecer cuerpo y goces, por monedas, mendrugos de pan, algo de vino o acaso alguna contraprestación futura acorde al don otorgado.

El caballero advierte en varias ocasiones a su escudero contra los malos olores del cuerpo y ensalza la virtud de una ordenada digestión. Porque no siempre las cosas se quedan donde deberían estar. Hay ocasiones en que el estómago se vacía, violento y ruidoso, como por ejemplo, al ingerir el bálsamo de Fierabrás, rociando así de espantos y viscosidades a quienes anduvieran por allí. La cobardía de Sancho, durante la disparatada noche de los batanes, envilece el aire de la noche y don Quijote se admira de los escatológicos efectos que el miedo puede llegar a producir sobre las tripas de la gente. El cuerpo del buen escudero es, además, hogar de piojos, como cuando se palpa los miembros y encuentra buena cantidad de parásitos al cruzar un imaginario ecuador durante el transcurso de la aventura del barco encantado.

Nadie está libre de caer bajo las sombras de este mundo feo y pestilente. Incluso Dulcinea, encantada por algún malvado mago, cuando es reducida a la condición de ruda campesina, de matadora de cerdos y saladora de carne, despide unos olores que resultan hombrunos, y en todo parecidos a los que flotan alrededor de la poderosa humanidad de Sancho; ello, muy a pesar de las protestas de don Quijote, reclamando para su amada, en la mejor tradición caballeresca, una auténtica alquimia de perfumes que, no dudaba, envolvían a la bella señora de sus pensamientos.

El campeón de la Mancha se veía a sí mismo hermoso y fuerte, y así, engañado por la locura, describe su brazo, como si fuera parte de un mármol romano, tendiéndolo una noche a Maritornes para que ella lo examinara bien, sin advertir que esta ya le ha atado la mano por hacer burla y dejarlo colgado como un chorizo secándose en la despensa. Don Quijote no es bello, ni joven. Las agonías de su vida, las penitencias entre las peñas, las palizas recibidas lo han desfigurado. Su cara está tostada y reseca, sus mejillas se hunden dentro de una boca apenas poblada por las escasas muelas sobrevivientes a tanta desventura. A veces su cabeza despide un fuerte olor a queso de cabra, el mismo queso que había guardado Sancho dentro del célebre yelmo de Mambrino, encajándolo luego con demasiada precipitación en la cabeza del héroe.

El buen escudero, elevado al rango de gobernador de Barataria, revestido (como sucede en los cuentos) de una autoridad transitoria y maravillosa, recibe inesperadamente las impertinencias de un labriego que busca honrar con una dote al mostrenco matrimonio que formaría su hijo con la joven de su elección, alabándolos en un epitalámico juego de contradicciones donde la belleza sólo existe como la imagen de un espejo deformante; una belleza corrompida dentro de palabras retorcidas, a la sombra de burlas esperpénticas. Los futuros cónyuges son, en realidad, un engendro de fealdad y malicia demoníaca.

Cuerpo, carne y vísceras afean rotundamente la vida de un loco tan espiritual como pretendía ser don Quijote. Cuando Sancho, admirado de que un viejo gastado, como su amo, hubiera despertado en Altisidora una encendida pasión de lujuria y celos, una atormentada erotomanía que pudiera devorarla hasta la muerte, el Caballero de los Leones responde, humilde, sincero, pero veraz: «No soy hermoso a la vista, pero hay dentro de mí otra belleza, que irradia con mayor fuerza y poder, que nace del corazón». Era, pues, un hombre que buscaba en quienes lo rodean los ecos de una virtud y de una hermosura que, para su desgracia, habitan exclusivamente dentro de sí. He ahí la razón de su tragedia. Y de su locura.

QOSHE - La vida huele a sudor y ajos - José Antonio Molina Gómez
menu_open
Columnists Actual . Favourites . Archive
We use cookies to provide some features and experiences in QOSHE

More information  .  Close
Aa Aa Aa
- A +

La vida huele a sudor y ajos

3 1
24.11.2023

En el mundo por el que transita don Quijote, abunda la gente con aliento a ajo y olor a sudor, piel quemada por el sol, cara picada por viruelas y ojos con pupilas enfermas que se han secado por las fiebres. Así son muchos de los arrieros y de los visitantes que en las ventas pueblan camastros amontonados dentro de habitaciones comunes, en las que se arreglan encuentros con mozas de partido, prostitutas de tan lamentable aspecto como ellos, tuertas, miserables o desvalidas, pero prestas a ofrecer cuerpo y goces, por monedas, mendrugos de pan, algo de vino o acaso alguna contraprestación futura acorde al don otorgado.

El caballero advierte en varias ocasiones a su escudero contra los malos olores del cuerpo y ensalza la virtud de una ordenada digestión. Porque no siempre las cosas se quedan donde deberían estar. Hay ocasiones en que el estómago se vacía, violento y ruidoso, como por ejemplo, al ingerir el bálsamo de Fierabrás, rociando así de espantos y viscosidades a quienes anduvieran por allí. La cobardía de Sancho,........

© La Opinión de Murcia


Get it on Google Play