No voy a negar que a veces me produce placer leer los tuits del ministro de Transportes y alguna de sus respuestas más feroces a los medios y políticos de la derecha. Quizá porque también me produce rabia leer una y otra vez los insultos zafios y las bravuconadas de, por ejemplo, Rafael Hernando o Isabel Díaz Ayuso Ayuso o Miguel Tellado o Hermann Tertsch. ¿No era hora de que alguien les enfrentase con sus mismas armas? ¿No es justo que ante las amenazas y las vejaciones, también de la prensa de las cloacas, alguien les dé su propia medicina? ¿No es divertido ver lloriquear a esos hipócritas cuando alguien les devuelve el golpe?

No hacerlo, se argumenta, supone dejar el terreno libre a la rabia y la mezquindad de quien considera la política el arte de arrojar inmundicia al contrario. Callar, en esas circunstancias, o responder de forma mesurada, podría significar que solo los más ruidosos se hagan hueco en las noticias y que la cordura quede enterrada por las invectivas y los disparates. Ayuso y su esbirro Miguel Ángel Rodríguez -¿o es al revés?- son maestros en llamar la atención cada día con algún despropósito o insulto, con el resultado de que también cada día ocupan la primera plana de los periódicos con sus banalidades ponzoñosas, desalojando de ella a la auténtica política, más compleja, menos tuiteable, que es gestión, imaginación, programación… y también conflicto, pero sobre los contenidos reales de la acción de Gobierno y de oposición.

En mi mundo, el de la literatura, a primera vista más tranquilo y menos miserable que el de la política, me he encontrado en un par de ocasiones con algún escritor que me ha difamado o insultado gravemente. Mi primer impulso siempre ha sido el de dar una respuesta contundente, mordaz, feroz; responder al insulto con insulto, al agravio con agravio, ridiculizar al contrario. Al fin y al cabo, tenemos una tradición -a la que se remiten los autores más rabiosos- que se remonta nada menos que a Quevedo, Góngora, Cervantes y Lope, de zaherir, con ingenio y brutalidad, al rival literario. Sin embargo, siempre me he frenado en el último momento. No por miedo -las rivalidades literarias, aunque alguno se las tome tan en serio, son inocuas y, a menudo, algo infantiles-, sino porque no me siento a gusto peleando en el estercolero, mientras que sé que otros lo disfrutan, es su hábitat natural. Aunque me lanzara al combate y, en el mejor de los casos, venciera, de todas maneras acabaría pringado de estiércol.

En política sucede algo parecido, pero con consecuencias más graves. Es muy desagradable soportar lo soez, lo zafio, las mentiras, las insidias de políticos y periodistas que han hecho de todo ello su forma de vida. Pero entrar en ese combate es aceptar sus términos; da igual lo justa que sea tu causa, las formas y el lenguaje -tan importante para un escritor como para un político- pueden pervertirla. De una confrontación así sales siempre envilecido.

Y no estoy hablando solo de una cuestión de elegancia o de moderación. Es que entrar al trapo en ese tipo de escaramuzas le hace el juego a quien no tiene nada que ofrecer salvo ruido. Yo no querría a un Jiménez Losantos de la izquierda. La mezquindad solo tiene sentido cuando tu programa es mezquino. Si no tienes argumentos, es lógico que intentes desviar la atención con aspavientos para que nadie note el vacío. Sucede como en esos partidos de fútbol en los que un rival débil se lanza al juego sucio para desquiciar al contrario; si lo consigue y lo arrastra a las patadas y las zancadillas, a las peleas, a las interrupciones, tiene una posibilidad de ganar.

Dejemos los insultos más o menos ingeniosos a la derecha más populista y populachera, que está fagocitando a la derecha sensata. La izquierda no tiene nada que ganar en esa pelea. Por mucho que la tentación sea fuerte, salvo la satisfacción momentánea de devolver el guantazo, lo único que se consigue es afianzar la sensación -siempre beneficiosa para la derecha- de que todos los políticos son iguales. No se trata de poner la otra mejilla, sino de golpear donde de verdad duele: con hechos, con datos, con políticas progresistas y valientes. Y que ladre o gruña quien no sepa hacer otra cosa.

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El método Óscar Puente: sabemos quién gana al final

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19.03.2024

No voy a negar que a veces me produce placer leer los tuits del ministro de Transportes y alguna de sus respuestas más feroces a los medios y políticos de la derecha. Quizá porque también me produce rabia leer una y otra vez los insultos zafios y las bravuconadas de, por ejemplo, Rafael Hernando o Isabel Díaz Ayuso Ayuso o Miguel Tellado o Hermann Tertsch. ¿No era hora de que alguien les enfrentase con sus mismas armas? ¿No es justo que ante las amenazas y las vejaciones, también de la prensa de las cloacas, alguien les dé su propia medicina? ¿No es divertido ver lloriquear a esos hipócritas cuando alguien les devuelve el golpe?

No hacerlo, se argumenta, supone dejar el terreno libre a la rabia y la mezquindad de quien considera la política el arte de arrojar inmundicia al contrario. Callar, en esas circunstancias, o responder de forma mesurada, podría significar que solo los más ruidosos se hagan hueco en las noticias y que la cordura quede enterrada por las invectivas y los disparates. Ayuso y su esbirro Miguel Ángel Rodríguez -¿o es al revés?- son maestros en llamar la........

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