Hay quienes pensarán que el adjetivo “hegemónico” es un atropello a esa corrección política construida durante el periodo neoliberal que en realidad ha sido la ideología del inmovilismo para eternizar los dogmas de una democracia representativa, simuladora y oligárquica –por más que sus promotores mediáticos la quieran “sin adjetivos”–, pero las cosas sin distintas: las fuerzas políticas hegemónicas que se han construido en distintos países y en varias épocas son independientes de los moldes maniqueos que pretenden clasificar a todos los regímenes del mundo en “democracias” y “dictaduras”.

Ciertamente, el Partido Comunista fue hegemónico en la extinta Unión Soviética, como lo es su homólogo chino en el gigante asiático, y lo fue el Revolucionario Institucional en México en épocas que difícilmente podrían merecer el calificativo de democráticas, o el peronismo, en Argentina. Pero esta clase de organizaciones ha operado también en los contextos que los clasificadores ubican en el bando contrario al de los demonios dictatoriales: los socialdemócratas escandinavos, el gaullismo en Francia o el bipartidismo demócrata-republicano en Estados Unidos.

Lo que caracteriza a una fuerza política hegemónica no es tanto su cercanía o lejanía con respecto del autoritarismo o del estado de derecho, sino el hecho de que concentra en su interior las principales disyuntivas y diferencias políticas, que representa un proyecto de nación y un pacto social y que consigue imprimir en el país del que se trate un rumbo institucional, social y económico determinado.

México tuvo al PRI como fuerza hegemónica durante los periodos del nacionalismo revolucionario y el desarrollo estabilizador. Ese mismo partido fue posteriormente tomado por asalto desde adentro por la facción tecnocrática, la cual operó un cambio de paradigma para imponerle al país –fraude electoral mediante– el recetario neoliberal. Pero el neoliberalismo no era un proyecto de nación, sino un plan de negocios para una minoría y no pudo, en consecuencia, generar un pacto social, es decir, un consenso estable y de largo plazo en torno a las reglas de convivencia entre los distintos sectores y regiones; por eso desembocó en violencia, pudrición y procesos de desintegración. Por eso el PRI dejó de ser fuerza hegemónica por sí misma y se convirtió en el PRIAN, lo que sólo empeoró las cosas.

El proyecto de nación de la Cuarta Transformación y de su expresión electoral, Morena, ha logrado empezar a concretar su programa y a forjar un nuevo pacto social que incluya a la gran mayoría de la población, en torno al cual se genere un acuerdo básico y en cuyo seno se debatan y gestionen las diferencias. En ese sentido, el partido y el movimiento están en vías de convertirse en fuerza hegemónica. Una fuerza, por cierto, que subraya en su ideario la preservación de la democracia y su fortalecimiento y profundización mediante la expansión de las prácticas participativas en todos los ámbitos.

Desde esta perspectiva, Morena y el movimiento obradorista no son patrimonio de las corrientes políticas de izquierda –porque México es más que su izquierda–, sino que están abiertos a la sociedad en una amplia porción de su pluralidad y a aquellos sectores y actores que decidan sumarse a la transformación en curso y suscribir su orientación: conducir al país al respeto y la promoción de todos los derechos para sus habitantes y comunidades sin distingo; generar bienestar para todo mundo y construir un Estado que garantice una cuna, una mesa, un pupitre, una tribuna, un techo, un trabajo, un retiro y una tumba para cada persona, algo que sólo puede lograrse supeditando los intereses individuales a los del colectivo, combatiendo la corrupción, fortaleciendo la soberanía nacional en todas sus expresiones y suprimiendo la pobreza, la marginación, la inseguridad y el desamparo en el que aún subsisten millones de mexicanos.

El partido de la Cuarta Transformación no debe, en consecuencia, negar el acceso a quienes manifiesten su acuerdo con estos propósitos y tiene, en cambio, la obligación de marginar a quienes renieguen de ellos. En el camino se irá sabiendo quien es quien, pero en lo inmediato la profundización y el avance de la transformación nacional requieren del concurso de millones y la construcción del frente político lo más amplio posible para romper los diques incrustados en la Carta Magna por personeros de la oligarquía neoliberal para impedir todo cambio de rumbo con respecto al modelo. En este momento, lo correcto es abrir la causa a quienes decidan sumarse y confiar en que, por su fuerza moral, el espíritu de servicio acabará imponiéndose, en la gran mayoría de las cabezas y de los corazones, al interés de lucro y beneficio personal; porque sin esta convicción la lucha de la Cuarta Transformación no tendría sentido.

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X: @PM_Navegaciones

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Fuerza hegemónica

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16.02.2024

Hay quienes pensarán que el adjetivo “hegemónico” es un atropello a esa corrección política construida durante el periodo neoliberal que en realidad ha sido la ideología del inmovilismo para eternizar los dogmas de una democracia representativa, simuladora y oligárquica –por más que sus promotores mediáticos la quieran “sin adjetivos”–, pero las cosas sin distintas: las fuerzas políticas hegemónicas que se han construido en distintos países y en varias épocas son independientes de los moldes maniqueos que pretenden clasificar a todos los regímenes del mundo en “democracias” y “dictaduras”.

Ciertamente, el Partido Comunista fue hegemónico en la extinta Unión Soviética, como lo es su homólogo chino en el gigante asiático, y lo fue el Revolucionario Institucional en México en épocas que difícilmente podrían merecer el calificativo de democráticas, o el peronismo, en Argentina. Pero esta clase de organizaciones ha operado también en los contextos que los clasificadores ubican en el bando contrario al de los demonios dictatoriales: los socialdemócratas escandinavos, el gaullismo en Francia o el bipartidismo demócrata-republicano en Estados Unidos.

Lo que caracteriza a una fuerza política........

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