Europa ha disfrutado desde la Segunda Guerra Mundial del periodo más largo de paz desde los tiempos del Imperio Romano. ¡Casi tres cuartos de siglo! Las únicas excepciones son la antigua Yugoslavia y, ahora, Ucrania.

Desde la derrota de Hitler, varias generaciones solo han conocido estabilidad y desarrollo. Incluso, en los años noventa, se puso de moda hablar de los ‘dividendos de la paz’: el final de la Guerra Fría debían generar un millonario descenso del gasto bélico que se traduciría en una inyección de liquidez en el sector privado y en los hogares. La UE apostó por el ‘poder blando’ de la economía y la cultura, desarrollando diferentes interconexiones con el Este.

Ahora, sin embargo, resuenan tambores de guerra. El origen de este temor es la agresividad expansionista de Putin y, en menor grado, el aislacionismo del candidato Trump. La consecuencia inmediata ha sido el incremento sustancial del presupuesto militar de todos los países europeos. La repercusión a medio plazo es la reapertura del debate entre las dos doctrinas clásicas sobre el manejo de los asuntos internacionales: el realismo, que se basa en el equilibrio geopolítico entre las potencias, y el idealismo. En el siglo XX, los pragmáticos (desde Aron a Kissinger) establecieron que lo que impera en la escena mundial es la política de poder y el interés nacional. Por contra, los idealistas (con el presidente Wilson a la cabeza) insistieron en un modelo democrático basado en la existencia de una moral universal y en la aprobación por parte de una opinión pública bien informada.

El actual tono guerrero de los líderes europeos responde a la visión pragmática, pero se aleja del espíritu del orden internacional que se creó en la ONU tras la Segunda Guerra Mundial para evitar nuevas tragedias bélicas. Paradójicamente, lo abanderan los mismos gobernantes que han sido incapaces de implementar las sanciones económicas que debían estrangular la economía rusa y han sido ineficaces a la hora de armar convenientemente a Ucrania para rechazar a los agresores.

Parece obvio que los mensajes intimidatorios que llegan desde Rusia, Irán (e Israel), Corea del Norte o China obligan a reforzar la capacidad defensiva (más ante posibles guerras híbridas que convencionales). Sin embargo, el viejo discurso de la fuerza bruta no puede imponerse a la fuerza del derecho. No debe olvidarse que el alto precio que la Humanidad ha debido pagar en el pasado como consecuencia de numerosos conflictos armados ha impulsado durante décadas la voluntad de establecer un orden jurídico imperativo en el que, sin merma de la soberanía de los Estados, se excluya el empleo de la fuerza.

Es cierto que desde 1945 ha habido guerras, genocidios y violaciones masivas de los derechos humanos. Sin embargo, pervive el valor normativo de los principios. La diplomacia del siglo XXI debe basarse en los valores democráticos. Para eso hay que descartar las anteojeras de la ‘realpolitik’ más belicista y apostar por el derecho internacional, una pacifista arquitectura universal, el cosmopolitismo y las alianzas transnacionales.

Hay juristas, como Luigi Ferrajoli, que vienen proponiendo una Constitución global, como desarrollo de la Carta de la ONU, que vincule a los 196 Estados soberanos y que prohíba la guerra. Hoy puede sonar irrealizable, pero la Historia ofrece ejemplos de conquistas que parecían imposibles: los países del Viejo Continente, que durante siglos se mataron por motivos económicos y religiosos, han sido capaces de desarrollar el más gigantesco experimento de integración, la Unión Europea.

(Puede consultar aquí todos los artículos escritos por José Javier Rueda en HERALDO)

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Tambores de guerra

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05.04.2024

Europa ha disfrutado desde la Segunda Guerra Mundial del periodo más largo de paz desde los tiempos del Imperio Romano. ¡Casi tres cuartos de siglo! Las únicas excepciones son la antigua Yugoslavia y, ahora, Ucrania.

Desde la derrota de Hitler, varias generaciones solo han conocido estabilidad y desarrollo. Incluso, en los años noventa, se puso de moda hablar de los ‘dividendos de la paz’: el final de la Guerra Fría debían generar un millonario descenso del gasto bélico que se traduciría en una inyección de liquidez en el sector privado y en los hogares. La UE apostó por el ‘poder blando’ de la economía y la cultura, desarrollando diferentes interconexiones con el Este.

Ahora, sin embargo, resuenan tambores de guerra. El origen de este temor es la agresividad expansionista de Putin y, en menor grado, el aislacionismo del candidato Trump. La consecuencia inmediata ha sido el incremento sustancial........

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