Cuando se pasa mucho tiempo fuera de Salamanca, resulta reconfortante encontrar todo de vuelta. La Plaza no se ha movido de ahí, los ibéricos conservan su ancestral sabor y el sol sigue poniéndose en medio de la misma gloria de brillo dorado sobre la piedra de Villamayor. Esta sensación es particularmente intensa en estos tiempos, en los que todo cambia tan rápidamente.

El pequeño comercio es una especie en extinción en el centro de las ciudades y, quien más, quien menos, todos realizamos compras a través de alguna de las plataformas que hacen circular de forma global bienes y servicios. Cada día es más difícil tomarse un café en el bar de la esquina mientras se ojea el periódico y todos llevamos más información de la que somos capaces de procesar en el móvil. Podríamos seguir enumerando modificaciones, desde las más rutinarias a las más espectaculares, hasta la contraportada. Pero hay realidades tangibles que se mantienen. Ahí sigue la catedral, ahí el Tormes, ahí el tapeo... y que aportan cierta sensación de pisar tierra. Sabe uno a qué atenerse. Y si esto pasa en nuestra ciudad, el efecto de seguridad se multiplica cuando se regresa a nuestros pueblos, donde los cambios son milimétricos, al menos en comparación con el frenético ritmo al que cambia la realidad urbana.

En los pueblos, además del marco que acoge la vida de generaciones, que sigue siendo el mismo, permanecen incluso los rostros. No importa el tiempo que haya pasado, vuelves a reconocer en los más jóvenes a quienes fueron antes que ellos. Sabes de quién son los chavales con los que te cruzas por la calle aunque no hayas cruzado palabra con ellos. Todo forma parte de una realidad que se regenera, inamovible a cualquier avatar de la historia, de manera que el individuo y su existencia se sienten acogidos por algo más grande, de lo que se forma parte, que ya estaba antes y seguirá después. Por eso me ha impactado ver el socavón de la muralla de Ledesma. He sentido el vértigo que produce la sospecha de que hasta lo más sólido y eterno es susceptible de derrumbarse. Que lo que hoy conforma el suelo que pisamos puede desaparecer bajo nuestros pies. No veo llegar el día en que la muralla sea reparada. Bien reparada. Que aguante al menos otro medio siglo de paseos en las noches de verano y de juegos infantiles. Que sirva cientos de años más, si es que fuera necesario, de defensa, amparo y abrigo. Que la obra se ejecute a conciencia y con diligencia. Que no perdamos un patrimonio que conforma nuestra vida, como lo hizo antes con la de nuestros padres. Que nuestros hijos puedan crecer en ese marco de referencias existenciales, para anclar sus raíces mientras el mundo alrededor gira, cambia y se transforma sin cesar.

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QOSHE - La muralla - Rosalía Sánchez
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La muralla

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13.03.2024

Cuando se pasa mucho tiempo fuera de Salamanca, resulta reconfortante encontrar todo de vuelta. La Plaza no se ha movido de ahí, los ibéricos conservan su ancestral sabor y el sol sigue poniéndose en medio de la misma gloria de brillo dorado sobre la piedra de Villamayor. Esta sensación es particularmente intensa en estos tiempos, en los que todo cambia tan rápidamente.

El pequeño comercio es una especie en extinción en el centro de las ciudades y, quien más, quien menos, todos realizamos compras a través de alguna de las plataformas que hacen circular de forma global bienes y servicios. Cada día es más difícil tomarse un café en el bar de la esquina mientras se ojea el periódico y........

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