Cuando llegué al mundo de los periódicos, a mediados de los años ochenta, me resultaba muy gratificante oír las historias de los periodistas veteranos, que conocían como la palma de su mano ese oficio que para mí era tierra ignota. Con el ruido de fondo de las máquinas de escribir, los télex, los timbres de los teléfonos y los gritos de extremo a extremo de la sala de redacción, todo me causaba curiosidad: desde los testimonios de un antiguo corresponsal en el Medio Oriente hasta las anécdotas de un fotógrafo de guerra que había estado en Vietnam; pasando por los relatos de un curtido reportero colombiano que alcanzó a ver en persona el cadáver del Che Guevara en Bolivia o las peripecias de un cronista político enviado a cubrir el reinado en Cartagena. Mejor dicho: nada me era indiferente, pues casi desde mis inicios, seguí al pie de la letra una sabia recomendación de Álvaro Gómez: “El periodista nunca debe perder la capacidad de asombro”.

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Sé que está un poco largo este preludio, pero es que fue también en esa época y en ese contexto cuando empecé a oír en seminarios, talleres y conferencias una teoría según la cual, para sintonizarse con el público, era indispensable averiguar de qué estaba hablando la gente en la calle. Sabiendo eso, los medios debían abordar esos temas de conversación, si querían estar en la jugada. En otras palabras, con el fin de mantener cautivos a los lectores, oyentes y televidentes, había que darles gusto. Y, para lograr el objetivo, cada medio aplicaba esa receta adaptándola a su estilo –dependiendo de los criterios y los recursos a su alcance–, fórmula que funcionó durante un buen tiempo con relativo éxito.

Sin embargo, la aparición de internet, primero, y el surgimiento de las redes sociales, en segunda instancia, causaron un sismo de grandes proporciones, del que aún no se recuperan los medios ni los periodistas –ni cierta parte del público–, pues las audiencias no solo dejaron de consumir lo que los medios ofrecían sino que también se convirtieron en productores de contenido.

Para bien, o para mal, esos consumidores ya no necesitan que los medios pongan el tema de conversación, sino que ellos mismos escogen de qué quieren hablar. La situación ha llegado a tal punto que hoy por hoy muchos medios, sobre todo las emisoras de radio –en una jugada a todas luces errónea–, en vez de imponer la tendencia, optan por sumarse a las tendencias que más se mueven en las redes sociales. Lo importante ya no es lo vital sino lo viral; da lo mismo si se trata de un tema intrascendente, grotesco, escabroso, frívolo o escandaloso; todo vale, siempre y cuando produzca clics o likes, y genere page views; y si se logra retener a la gente frente a la pantalla, mejor todavía.

Pasados casi cuarenta años, es preocupante ver cómo aquellos ruidos que producían las máquinas de escribir, los télex, los timbres de los teléfonos y los gritos de extremo a extremo de las salas de redacción han sido reemplazados por la estridencia de las redes con sus fake news, los linchamientos, los retos absurdos –y en ocasiones fatales–, la pornografía infantil, las cancelaciones, el matoneo y las formas más insólitas de estafa y otras conductas inaceptables, cometidas en medio del anonimato y de la falta de regulación de las plataformas sociales.

Así las cosas, deberíamos preguntarnos si les estamos dando una importancia excesiva a aquellos que –independientemente de su cargo, del número de seguidores o de su nivel de influencia– vociferan, maldicen, insultan o tratan de sembrar zozobra desde la virtualidad. ¿Valdrá la pena darles gusto a los que nos roban la tranquilidad a punta de mensajes de odio, de intolerancia o de pesimismo? ¿No sería mejor dejarlos hablando solos?

puntoyaparte@vladdo.com

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De lo vital a lo viral

19 11
15.05.2024
Cuando llegué al mundo de los periódicos, a mediados de los años ochenta, me resultaba muy gratificante oír las historias de los periodistas veteranos, que conocían como la palma de su mano ese oficio que para mí era tierra ignota. Con el ruido de fondo de las máquinas de escribir, los télex, los timbres de los teléfonos y los gritos de extremo a extremo de la sala de redacción, todo me causaba curiosidad: desde los testimonios de un antiguo corresponsal en el Medio Oriente hasta las anécdotas de un fotógrafo de guerra que había estado en Vietnam; pasando por los relatos de un curtido reportero colombiano que alcanzó a ver en persona el cadáver del Che Guevara en Bolivia o las peripecias de un cronista político enviado a cubrir el reinado en Cartagena. Mejor dicho: nada me era indiferente, pues casi desde mis inicios, seguí al pie de la letra una sabia recomendación de Álvaro Gómez: “El periodista nunca debe perder la capacidad de asombro”.

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