Delcy Morelos dejó Tierra Alta, Córdoba, hace tres décadas con una maleta llena de sueños, en su mente el propósito de entender y hacer algo que había intuido desde niña, cuando creaba con sus manos que siguen siendo pequeñas, aunque ahora diestras y poderosas, dibujos y tallas, al ritmo de los relatos alucinados de su familia, de los hombres y mujeres de ese lugar que compartía entonces y aun, la atmósfera de Macondo, mientras en sus ojos ardía y arde la determinación de vivir por y para el arte, sin jamás dudarlo, ni dejar de trabajar un solo instante en ello, siguiendo una voz interna que aun en los momentos de más extremo agotamiento le dicen que no se detenga.

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En sus venas fluye sangre aguerrida y dulce, soñadora y constructora, que mira y cree en lo que dicen las estrellas, pero revisa con meticulosidad cartesiana el entorno y lo que quiere representar en cada pinceleda, en cada trazo, en cada obra. Sangre de Arhuacos, Koguis, Kankuamos, Emberas, Zenu, Embera Katio y Wiwas, que se mezcla en el crisol Caribe donde nació y están presentes en su pensamiento, en su trabajo; sus andares y sucesos de alguna forma entretejidos en lo que cuentan sus obras de esa realidad desbocada, multicolor, que funde su pericia en trabajos que iluminan, denuncian, enaltecen, pero que son imposibles de contemplar con indiferencia.

Hace dos décadas, en una reunión del consejo editorial de este diario, hablábamos de arte cuando Rafael Santos trajo a Delcy a colación por su extraordinario talento; pocos días después el azar nos sentó a conversar y mientras veíamos las obras que amontonaba en el corredor, la biblioteca y el estudio, o recostaba en estantes multicolor que rezumaban en acrílico y barnices, nació una conversación que seguimos casi a diario desde entonces en la que voy descubriendo a un ser humano excepcional, cálido, estudioso, con una absoluta devoción al arte y una capacidad tan invencible como su voluntad férrea en el taller, que no para de crear, ni de creer en las gentes de este país.

Veinte años después, como en la obra de Dumas, Delcy ha recorrido un camino excepcional. La mezcla de timidez y rebeldía con el círculo de curadores de arte colombianos, salvo contadas excepciones, se la cobraron con dureza en el país y así, Delcy se hizo sin mayor exposición nacional, pero hace dos años, cuando presentó su “paraíso terrenal” en la Bienal de Venecia, un laberinto de grandes proporciones, más de cincuenta toneladas que rezumaban olor de tierra fresca y café, y oí de viva voz a Cecilia Alemani ponderarla con tantos elogios frente a un grupo que representaba a museos y algunos de los galeristas más importantes de Europa, eso cambió: los críticos de la Bienal decían que su arte no tiene fronteras, que conmueve las fibras del ser humano, que representa lo universal, y tienen razón.

De la Bienal llegaron invitaciones de museos de arte moderno de Sur y Norteamérica, de Japón, una de las galerías más importantes del mundo representa su obra con el objeto principal de poner a Delcy en el lugar que le corresponde en los museos, las galerías, las exposiciones y en la historia mundial del arte contemporáneo, que ella sigue labrando a diario, con la misma sencillez y pertinacia de un aguacero caribeño desde su taller, ahora recostado en las montañas Andinas que son su nuevo hogar.

La obra que creó en Japón, hecha con decenas de miles de piezas cerámicas que fabricó con artesanos japoneses, conmovió profundamente en un país con un muy exigente criterio estético; y sus instalaciones más recientes en Venecia, Buenos Aires, Nueva York, París, invitan a una experiencia distinta que la de su trabajo anterior, a contemplar la tierra, a sumergirse en ella, a detenerse y reflexionar. Bravo Delcy, qué gran ejemplo de discreción y constancia para un país inconstante salvo en la violencia, de inspiración para las nuevas generaciones de artistas, de seres humanos...

MAURICIO LLOREDA

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Delcy Morelos

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14.12.2023

Delcy Morelos dejó Tierra Alta, Córdoba, hace tres décadas con una maleta llena de sueños, en su mente el propósito de entender y hacer algo que había intuido desde niña, cuando creaba con sus manos que siguen siendo pequeñas, aunque ahora diestras y poderosas, dibujos y tallas, al ritmo de los relatos alucinados de su familia, de los hombres y mujeres de ese lugar que compartía entonces y aun, la atmósfera de Macondo, mientras en sus ojos ardía y arde la determinación de vivir por y para el arte, sin jamás dudarlo, ni dejar de trabajar un solo instante en ello, siguiendo una voz interna que aun en los momentos de más extremo agotamiento le dicen que no se detenga.

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En sus venas fluye sangre aguerrida y dulce, soñadora y constructora, que mira y cree en lo que dicen las estrellas, pero revisa con meticulosidad cartesiana el entorno y lo que quiere representar en cada pinceleda, en cada trazo, en cada obra. Sangre de Arhuacos, Koguis,........

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