En el 2013 escribí un libro acerca del golpe de Estado contra Salvador Allende. Se trataba de responder a ciertas preocupaciones del presente y el futuro mediante una observación forense de los proyectos interrumpidos del pasado. Ello sin olvidar el papel crucial que cumplen la imaginación y la creatividad fantástica de los pueblos, los ambientes y espacios públicos en los que viven, para la formulación de ideales éticos y orientaciones sociopolíticas con vocación general.

Una de las conclusiones de ese laborioso estudio, que logró aceptación entre los críticos y llegó a ocupar cierto lugar en alguno de los listados de los libros más vendidos en su momento en Gran Bretaña, era la importancia de atender a la relación entre la especulación y el espectáculo, entre lo forense y lo fantástico, si se quiere entender bien el retorno durante la segunda década del siglo veintiuno de la política decisionista. Es decir, aquella que en los años cincuenta el historiador estadounidense Clinton Rossiter, y Pinochet en los setenta, llamaban “dictadura constitucional” a la hora de justificar el comportamiento de las democracias tardomodernas en momentos de crisis.

Rossiter argumentaba entonces que con el fin de mantener el buen funcionamiento de la democracia liberal “ningún sacrificio es demasiado alto… mucho menos el sacrificio temporal de la democracia misma.” ¿Será eso a lo que se refieren quienes opinan entre nosotros que no cabe siquiera contemplar la posibilidad de una ruptura institucional o un golpe en Colombia porque en el país nunca ha ocurrido tal cosa?

Temo que es eso lo que tenía en mente el propio Pinochet cuando dijo que lo suyo no era una ruptura sino, al contrario, una acción cuyo objeto era salvar la democracia. Lo propio debe pensar Barbosa a la hora de dejar la Fiscalía tras la cruzada antiizquierdista que ahora niega tuvo lugar. ¿También los jueces de la Corte Suprema al decidir no decidir y entonces dejar la Fiscalía en manos de alguien a pesar del enorme peso de la evidencia en su contra, revelada por investigadores y periodistas que no son favorables sino críticos del actual gobierno? No lo sé.

Lo que sí sabemos es que una de las reglas sobre cómo hacer golpes es negarlos. Entre otras razones porque quienes los hacen o bien se piensan ajenos y a distancia de su organización (como el propio Pinochet hasta el último minuto, o decisionistas actuales como Trump, Bukele, y Ortega) o bien se piensan defensores del bien común, que suelen confundir con ciertos intereses particulares, y salvadores de la democracia.

Por ejemplo, el 5 de julio de 2022, el presidente brasilero Jair Bolsonaro planteó a sus altos cargos durante una reunión que la izquierda conspiraba para arrebatarle el poder. En un discurso repleto de insultos, descalificaciones a la izquierda, e insultos (Bolsonaro usa hasta cinco en treinta y cinco segundos, como han reportado los medios brasileros a la vista del video que lo demuestra) afirma no tener “dudas acerca de lo que está ocurriendo”. Allí, Bolsonaro ordenó publicitar por todos los medios noticias falsas acerca del sistema de votación según las cuales la izquierda haría “uso de la estructura del Estado para fines ilícitos y disociados del interés público”. Algo más cándido, el jefe de los servicios de investigación brasileros, Augusto Heleno, observó: “Aquí no hay revisión del VAR… Si vamos a dar un golpe en la mesa tiene que ser antes de las elecciones”. A buen entendedor del espectáculo futbolístico, como casi cualquier brasilero, pocas palabras. Con todo, el 19 de noviembre de 2022, tras el triunfo electoral del izquierdista Lula da Silva quien obtuvo el 50,9 % de los votos frente al 49,1 % del candidato de las derechas, un grupo de expertos en leyes se reunió con Bolsonaro. Los juristas, entre ellos un sacerdote católico, le hicieron entrega de un borrador de decreto. El texto que lo anuncia y sirve como su exposición de motivos fue encontrado el jueves pasado en el despacho del expresidente en la sede del Partido Liberal. El texto, sin firma, afirma que las medidas de excepción tendrían como objetivo “restaurar el estado democrático de derecho” y que las mismas estarían “dentro de las cuatro líneas de la Constitución”, expresión que el expresidente acostumbraba a usar.

Se trata de un ejemplo concreto de eso que llaman ahora “lawfare”. El uso de las apariencias legales y de las instituciones encargadas de salvaguardar la seguridad, junto al espectáculo de la desinformación, las noticias falsas o a medias, con efectos reales. De manera singular, para atacar a la izquierda y a los liberales de izquierdas, para minimizar su capacidad de acción política y en últimas hacer inimaginables las posibilidades de transformación real en el espacio público contemporáneo.

Comprende un espectro amplio. Va desde la visibilidad y el relativo ocultamiento de los intereses “civiles” particulares mediante el espectacular uso de la fuerza por parte de los militares, como en el caso de Pinochet en Chile, hasta su contrario aparente, la invisibilidad relativa del poder militar para mantener la fachada democrática, el rostro o visage, como dicen los brasileros, y como ha sido el caso en el Brasil de hoy. Habría comenzado con la fiscalización y encarcelamiento de Lula por el entonces juez de investigación criminal Sergio Moro, a quien parecen copiar quienes entre nosotros buscan encontrar donaciones no declaradas a la campaña electoral de la izquierda con el pretexto de que serían más dañinas que la corrupción generalizada de los otros. Y habría terminado con el decreto golpista de noviembre del 2022, la convocatoria y presiones al ejército, el abuso de medios y redes sociales y, en últimas, con los hechos del 8 de enero pasado en Brasilia.

Quienes han comparado con el intento de asonada y golpe de Trump las protestas de esta semana ante la Corte Suprema de nuestro país, por decidir no decidir y dejar la Fiscalía en manos de la cuestionada Martha Mancera, harían bien en mirar más cerca en el vecindario. A Brasil, por ejemplo. Pues es así como se hacen los golpes posmodernos.

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Cómo hacer un golpe de Estado

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14.02.2024

En el 2013 escribí un libro acerca del golpe de Estado contra Salvador Allende. Se trataba de responder a ciertas preocupaciones del presente y el futuro mediante una observación forense de los proyectos interrumpidos del pasado. Ello sin olvidar el papel crucial que cumplen la imaginación y la creatividad fantástica de los pueblos, los ambientes y espacios públicos en los que viven, para la formulación de ideales éticos y orientaciones sociopolíticas con vocación general.

Una de las conclusiones de ese laborioso estudio, que logró aceptación entre los críticos y llegó a ocupar cierto lugar en alguno de los listados de los libros más vendidos en su momento en Gran Bretaña, era la importancia de atender a la relación entre la especulación y el espectáculo, entre lo forense y lo fantástico, si se quiere entender bien el retorno durante la segunda década del siglo veintiuno de la política decisionista. Es decir, aquella que en los años cincuenta el historiador estadounidense Clinton Rossiter, y Pinochet en los setenta, llamaban “dictadura constitucional” a la hora de justificar el comportamiento de las democracias tardomodernas en momentos de crisis.

Rossiter argumentaba entonces que con el fin de mantener el buen funcionamiento de la democracia liberal “ningún sacrificio es demasiado alto… mucho menos el sacrificio temporal de la democracia misma.” ¿Será eso a lo que se refieren quienes opinan entre nosotros que no cabe siquiera contemplar la posibilidad de una ruptura institucional o un golpe en Colombia porque en el país nunca ha ocurrido tal cosa?

Temo que es eso lo que tenía en mente el propio Pinochet cuando dijo que lo suyo no era una........

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