Una de estas tardes veraniegas, viendo arder los cerros desde la hamaca, me brotaron dos frases a modo de haikús: “No de agua/ sino de humo/ las pavorosas nubes” y “Hermosa y trágica/ luna vespertina/ tras la humareda”.

Inevitablemente recordé el comienzo de “Lo que nos queda”, un poema que publiqué en 2013: “Somos huéspedes/ de lo que nos queda.// Cada palmo/ de lo que nos queda/ basta para cocerse al sol”…

Mientras el Alto del Cable ardía surcado por aeronaves que le arrojaban dedales de agua, yo avanzaba en la lectura de Elevándose. Despachos desde la nueva costa norteamericana (Tusquets, 2021), un conjunto de reportajes de Elizabeth Rush sobre comunidades afectadas por el aumento del nivel del mar a consecuencia del cambio climático, desde Maine, Rhode Island y Nueva York, hasta la Florida, Luisiana y California, una labor que para la investigadora consistió en sentarse “en la sala de un extraño para oírlo contar cómo el agua se abrió camino, subió por las calles de su vecindario y se metió por debajo de la puerta de su casa”, adquiriendo de paso “el abismal conocimiento de que pronto cedería el piso, si es que ya no lo había hecho; de que las placas de yeso de las paredes desaparecerían; de que las fotos familiares se retorcerían”.

Al prologar el libro, Sara Malagón habla del cambio climático como un “desastre que viene ocurriendo desde hace décadas y que, a pesar de su aparente invisibilidad, sucede cada vez más rápido”, y hace un diagnóstico con un pronóstico fatal: “Con ambiciosos proyectos de infraestructura, que justificamos estigmatizando culturalmente ecosistemas como los pantanos y las marismas, tan necesarios para la supervivencia, nos tomamos el planeta por completo. Pero ese mismo afán de dominar la naturaleza llevará a la desaparición de nuestra especie”.

A lo largo de cinco años, Rush recogió testimonios como el de Dan Kipnis, un residente de Miami obligado a dejar su casa debido al avance del océano: “asumamos que hacia finales del siglo el aumento del nivel del mar será de algo menos de dos metros, (…) quedará muy poca tierra en el sur de Florida, y lo que quede será como un archipiélago rodeado de ríos y de claros. Todo será pantanoso y no habrá calles. La costa oeste se habrá ido. La playa se habrá ido. El lado este de la bahía de Biscayne se habrá ido. Nuestro magnífico clima de hoy será tan caliente como el infierno. No tendremos agua fresca. Tendremos mosquitos por todas partes, fiebre amarilla y dengue. Y aparte de eso, todo se estará pudriendo bajo el agua. La vegetación habrá muerto al no poder sobrevivir a tanta sal. ¿Cómo le parece? No suena como un lugar muy bello para vivir, ¿cierto?”.

Hacia 2050, al igual que Dan Kipnis y su familia, se estima que doscientos millones de personas habrán tenido que abandonar sus casas a causa de la pérdida costera en todo el planeta. Dada su condición de desplazado, para quien el cambio climático es una ruda realidad y no una discusión teórica, es comprensible que Kipnis sea pesimista: “En el condado de Miami-Dade hemos perdido tres millones de residentes, y el sesenta por ciento de los hogares no ganan un salario que les permita vivir. Muchos viven con dos o tres familias adicionales en una misma residencia. Se matan trabajando para tratar de obtener una vida mejor, para tratar de volver realidad el sueño americano. ¿Y sabe qué? Su sueño americano se hundirá en el mar”.

Elizabeth Rush tiene vínculos con nuestro país. Su esposo es colombiano y su suegra vive en Cartagena. En la traducción al español de su libro escribió una introducción para el público lector colombiano donde cuenta que, estando en el Centro Histórico de Cartagena, notó que en una esquina de la plaza Santa Teresa el agua del mar se mezclaba con las aguas negras de las alcantarillas, un fenómeno propio del cambio climático conocido como “inundación en día soleado”, que consiste en la inundación de calles bajas durante mareas particularmente altas, un signo temprano del aumento en el nivel del mar: “Primero llega el borboteo de agua que se filtra por las alcantarillas, luego la caída del valor de las propiedades en esos barrios y, a su vez, la caída en los impuestos que por catastro puede recoger el gobierno local. La plata que podría haberse usado para construir infraestructura innovadora que trajera soluciones se esfuma mientras el agua sube en las calles”. Inundaciones de este tipo son una advertencia de que para el 2040 el 27 % de las viviendas y el 35 % de las calles de La Heroica podrían estar bajo el agua.

Al concluir sus despachos desde la nueva costa norteamericana, la autora observa: “en nuestros frenéticos intentos por mantener a cerca de ocho mil millones de personas alimentadas, hidratadas, vestidas, protegidas y entretenidas estamos alterando en proporciones fundamentales la composición geofísica del planeta”, y añade: “el apocalipsis ambiental que con frecuencia pensamos que solo existe en las películas ya está entre nosotros; la línea que divide el presente de nuestro sombrío futuro se difumina con cada día que pasa (…) y el futuro no se parecerá en nada al pasado”.

Ante la zozobra que este incierto panorama le genera, Rush invoca una lapidaria sentencia de su amiga Jane Costlow: “La nuestra es la era del fin de la seguridad”.

QOSHE - Lo que nos queda - John Galán Casanova
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Lo que nos queda

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03.02.2024

Una de estas tardes veraniegas, viendo arder los cerros desde la hamaca, me brotaron dos frases a modo de haikús: “No de agua/ sino de humo/ las pavorosas nubes” y “Hermosa y trágica/ luna vespertina/ tras la humareda”.

Inevitablemente recordé el comienzo de “Lo que nos queda”, un poema que publiqué en 2013: “Somos huéspedes/ de lo que nos queda.// Cada palmo/ de lo que nos queda/ basta para cocerse al sol”…

Mientras el Alto del Cable ardía surcado por aeronaves que le arrojaban dedales de agua, yo avanzaba en la lectura de Elevándose. Despachos desde la nueva costa norteamericana (Tusquets, 2021), un conjunto de reportajes de Elizabeth Rush sobre comunidades afectadas por el aumento del nivel del mar a consecuencia del cambio climático, desde Maine, Rhode Island y Nueva York, hasta la Florida, Luisiana y California, una labor que para la investigadora consistió en sentarse “en la sala de un extraño para oírlo contar cómo el agua se abrió camino, subió por las calles de su vecindario y se metió por debajo de la puerta de su casa”, adquiriendo de paso “el abismal conocimiento de que pronto cedería el piso, si es que ya no lo había hecho; de que las placas de yeso de las paredes desaparecerían; de que las fotos familiares se retorcerían”.

Al prologar el libro, Sara Malagón habla........

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