Los poemas de En el traspatio del cielo, de Rómulo Bustos Aguirre, viven en una franja de sueño entre el cielo y la tierra en donde los elementos de la naturaleza y las criaturas celestes son sometidos a transformaciones que desafían las leyes cósmicas, de modo que el plato plateado de la luna y la extensión del cielo caben en un tinajero, un árbol “se llena de relinchos” y un ángel es a la vez un centinela de los nueve cielos y un niño que se amarra a las espaldas, desenrolladas como alas, unas enormes hojas de plátano. Todo aquí es otra cosa. “La madre atiza el día y suelta los olores / Sobre las cuatro patas de la mesa como un animal manso / las hojas del bijao abren su fruta humeante”: eso se lee en Crónica de la madre. El día son rescoldos que se revuelven para avivar la antigua lumbre; la mesa, con la ofrenda caliente del desayuno, es una bestia doméstica. La mejor poesía refuta el orden del universo y refutándolo lo renueva.

Rómulo Bustos nació en 1954 en un pueblo del Caribe cuyo nombre resonante y endecasílabo presagiaba un poeta: Santa Catalina de Alejandría. En el traspatio del cielo, su tercera colección de poemas, fue publicada hace treinta años: cada línea, escrita con la cadencia larga y más o menos libre del versículo, es una demostración de sensibilidad, imaginación, asombro y astucia. Los desvíos súbitos que promete toda forma poética, donde ocurren los deslumbramientos y la supresión de las distancias, resultan aquí vivaces, sugerentes y llenos de eco. Cuando habla del mar en Al otro lado del mundo, escribe: “Yo lo soñaba por los ojos / de mi madre / cuando en las tardes rallaba con sus manos / una luna / que ya diluida parecía / la leche purísima del coco”. Los días son “lentos / y verdes y amarillos como grandes camaleones / a la orilla del tiempo”. Y en Crónica del mediodía dice: “Un pájaro canta / Y su voz es un hilo tendido entre el pico / y el color amarillo que ha hecho nido / en lo alto”. Bustos prospera en el juego de torcer el destino y la materia de las cosas porque es, como escribe en Peregrina, una “gozosa criatura que se complace / invirtiendo sus gestos”. Se acerca en espíritu al Tranströmer de 17 poemas que escribe: “Despierto en la oscuridad, / oigo a las constelaciones piafar en sus establos, / en las alturas, sobre los árboles”.

Cada poeta va señalando de verso en verso su vocabulario de imágenes, sus puntos de orientación: los de Bustos son la vecindad de las torcazas, los ciruelos, el bijao, las frondas altas, las sábanas, la madre, el almendro y el caballo, y también el barrio de los celícolas, los ángeles, los nueves pájaros del cielo, los nueve cielos, Dios. En ocasiones, aparecen por separado; con frecuencia, aparecen juntos y muy mezclados; Dios aparece en todos los poemas, pero en casi ninguno se deja ver. Bustos trabaja entre el follaje de luz de los árboles y una vaga topografía del cielo: sus poemas se van untando de tierra mientras admiran el conjunto mamífero de las nubes. En el traspatio del cielo podría venderse en los quioscos de turista como un mapa del cielo para terrícolas desorientados, pero su confusión podría exacerbarse puesto que a medida que progresa la lectura la tierra y el cielo acaban por enredarse y el uno llega a convertirse en el reflejo soñado de la otra. En Cometa, donde un poeta menos dotado habría apenas puesto a un niño a elevar una cometa ante su reflejo en el agua, Bustos pone a un ángel y su “gemelo de agua” a componer un “pájaro” con cortezas y cañas y hebras de cabello de la madre: el mundo celeste y el mundo mundano se entreveran y se iluminan. La tierra y el cielo terminan siendo dos extensiones florecientes con un origen común, como el árbol místico de Árbol camajorú —uno de sus poemas mejor logrados—, que crece en direcciones opuestas desde las mismas raíces: “Al camajorú de la tierra se asciende bajando / como en la escalera de un sueño / Y echa un fruto redondo como preñez de luna”.

Preñez de luna: es una imagen —un fulgor cruzado en el centro de la imaginación— para pausar y saborear. Si En el traspatio del cielo desfallece como guía de orientación para los viajantes del cielo es porque se trata más bien de un libro dirigido al que quiere permanecer en reposo mientras se aventura en la contemplación de los espacios profundos: el traspatio del título, además de su resonancia terrenal de espacio doméstico, habla de un lugar que supera al patio, una estancia interna que se aproxima al núcleo y que se expande, lejos de la fachada y del rumor de las primeras piezas, entre árboles extraños que guardan la sombra durante el día para difundirla en la noche, como en Crónica de la noche: “Todo el día / la sombra ha seguido las cosas como animal manso / con bozales de luz / Ahora un aliento desconocido la esparce / Algo nace de la espalda de las cosas y las envuelve”. Pero no es cualquier traspatio: es el traspatio del cielo, el ámbito vulgar donde se guardan y se cultivan los asuntos divinos, donde es posible construir un caballo con un palo de matarratón siempre y cuando se escoja “la vara más alta / para que ya esté acostumbrado al cielo” y desde donde las nubes hinchadas de lluvia —como escribe en el poema que da título al libro— se ven como un “río que una mano oculta estremece y deshoja / como un árbol”.

Las crónicas que refieren los títulos de los poemas y las partes del libro (“Crónicas de las horas” y “Crónicas del cielo”) suponen un ánimo de relato, pero en ellas no ocurre casi ningún evento periodístico o narrativo, sólo ocurren iluminaciones poéticas. ¿Se podría contar como un evento —un movimiento de la realidad y de la voluntad— el que un poeta descubra que la noche “es un ave muy negra arrastrando las grandes alas”? Al fin y al cabo, se formula un viaje: el que va desde la tierra al cielo, a través de la imaginación. Joseph Brodsky decía que la biografía de un poeta se encuentra en sus giros lingüísticos; es lícito conjeturar que el recuento de sus iluminaciones poéticas constituye una forma de la crónica y también de la biografía.

El viaje se extiende, además, entre la infancia y el recuerdo. Es uno de los aspectos del cielo del título: a veces el cielo es la tierra y sus ritos de paso transfigurados por las criaturas divinas o la gradación celestial (como en Crónica de los nueve cielos, a un mismo tiempo una geografía del cielo y una historia de nueve fases de la existencia), a veces es un patio y el agua de ese patio (como en Balada del agua de Cacagual), a veces es el literal cielo con su motín de nubes. Y a veces —sobre todo en la segunda parte— es la infancia, un tiempo del que “sólo han quedado confusos trazos sobre la tierra”, como escribe en Poema a la hermana menor. Los primeros poemas de En el traspatio del cielo evocan la infancia con claridad, incluso con nitidez; en la segunda parte, como en busca de un equilibrio urgente e inevitable, la desmemoria y la imposibilidad de recrear la infancia impiden su goce y su comprensión. El recuerdo es una isla en cuyo centro se dilata una concavidad morada. Balada de la casa, un poema que recuerda a La ciudad de Cavafis (que nació y murió en otra Alejandría) por su confrontación del destino y de la mala fortuna, acierta al tomar la forma de una dolorosa conversación consigo mismo, porque los recuerdos tienden a resurgir con los modales de la bofetada: “Y al fondo, muy al fondo / el alma de la casa sentada en una mecedora, cantando / Pero tú no la escucharás”. Y Poema de las pertenencias, donde él y la hermana se reparten con felicidad los bienes materiales e inmateriales del mundo, cierra con una confesión de ignorancia y de tristeza: “Nunca nos preguntamos / a quién pertenecían los dados cargados / del tiempo”.

“Guijarros”, la tercera y última sección de En el traspatio del cielo, comprende nueve poemas breves y una poética. Unos versos atrás, al evocar la infancia en Poema a la hermana menor, Bustos había escrito que “el cielo estaba a tiro de guijarros / en aquellos días ¿recuerdas?” De modo que estos poemas, compuestos como piedras menudas y pulidas en los tonos de la adivinanza, son instrumentos de sondeo celeste y formas de alcanzar de nuevo la unidad de la mirada infantil, que todavía no ha cometido la imprudencia de dividir en categorías de rigor los objetos del mundo. Entre los guijarros más notables se encuentra Pájaro: “Hoja suelta / que no acaba de caer / dulcemente prendida de las ramas / del cielo”.

* En el traspatio del cielo se encuentra en La pupila incesante: obra poética 1988 - 2013 del Fondo de Cultura Económica.

Mi correo: juandtorresd@gmail.com

QOSHE - A treinta años de un libro que oscila entre la tierra y el cielo - J. D. Torres Duarte
menu_open
Columnists Actual . Favourites . Archive
We use cookies to provide some features and experiences in QOSHE

More information  .  Close
Aa Aa Aa
- A +

A treinta años de un libro que oscila entre la tierra y el cielo

2 0
15.11.2023

Los poemas de En el traspatio del cielo, de Rómulo Bustos Aguirre, viven en una franja de sueño entre el cielo y la tierra en donde los elementos de la naturaleza y las criaturas celestes son sometidos a transformaciones que desafían las leyes cósmicas, de modo que el plato plateado de la luna y la extensión del cielo caben en un tinajero, un árbol “se llena de relinchos” y un ángel es a la vez un centinela de los nueve cielos y un niño que se amarra a las espaldas, desenrolladas como alas, unas enormes hojas de plátano. Todo aquí es otra cosa. “La madre atiza el día y suelta los olores / Sobre las cuatro patas de la mesa como un animal manso / las hojas del bijao abren su fruta humeante”: eso se lee en Crónica de la madre. El día son rescoldos que se revuelven para avivar la antigua lumbre; la mesa, con la ofrenda caliente del desayuno, es una bestia doméstica. La mejor poesía refuta el orden del universo y refutándolo lo renueva.

Rómulo Bustos nació en 1954 en un pueblo del Caribe cuyo nombre resonante y endecasílabo presagiaba un poeta: Santa Catalina de Alejandría. En el traspatio del cielo, su tercera colección de poemas, fue publicada hace treinta años: cada línea, escrita con la cadencia larga y más o menos libre del versículo, es una demostración de sensibilidad, imaginación, asombro y astucia. Los desvíos súbitos que promete toda forma poética, donde ocurren los deslumbramientos y la supresión de las distancias, resultan aquí vivaces, sugerentes y llenos de eco. Cuando habla del mar en Al otro lado del mundo, escribe: “Yo lo soñaba por los ojos / de mi madre / cuando en las tardes rallaba con sus manos / una luna / que ya diluida parecía / la leche purísima del coco”. Los días son “lentos / y verdes y amarillos como grandes camaleones / a la orilla del tiempo”. Y en Crónica del mediodía dice: “Un pájaro canta / Y su voz es un hilo tendido entre el pico / y el color amarillo que ha hecho nido / en lo alto”. Bustos prospera en el juego de torcer el destino y la materia de las cosas porque es, como escribe en Peregrina, una “gozosa criatura que se complace / invirtiendo sus gestos”. Se acerca en espíritu........

© El Espectador


Get it on Google Play