La primera semana del año nos abre otro capítulo de la existencia, con páginas inmaculadas que se llenarán de la inevitable prolongación de la realidad. Mientras damos cierre al libro de cuentas, viene la lista de compromisos con nosotros mismos en ese propósito por los propósitos, que tantas veces terminamos arrastrándolos por años.

No hay filósofo, intelectual, pensador o artista que no se haya referido alguna vez a esta materia. Aristóteles habló del alcance de la felicidad como propósito final de la existencia humana a través de la eudemonía, o el “buen ánimo” para la consecución de una vida prudente y ordenada. Edgar Allan Poe, por citar algún otro grande, invierte esta relación cuando sostuvo que el alcance de la felicidad es la persecución incesante de un objeto. Por su parte, la teología católica aborda el propósito de la vida como designación divina de la búsqueda espiritual, como propósito ligado al seguimiento del Evangelio para el encuentro con el Verbo eterno, es decir Dios, la Verdad. Y por supuesto la filosofía oriental, convertida en el pan de cada día en las últimas décadas, casi en una moda, la más benévola, eso sí, a pesar del empeño por vestirla de frivolidad y a la que acudimos en manada en medio de la ruptura con el alma, la peor de las pandemias de la humanidad.

Hace unos días, inmersa en alguna red social, uno de esos refugios que nos esconde de nosotros mismos, me topé con alguien interesante, por diferente, a todo lo que el algoritmo muestra constantemente dentro de esa mercachiflería del coaching y de la autoayuda –que no es más que el recordatorio constante de lo que no logramos ser–. Se trata de la psicóloga y escritora argentina Lorena Pronsky, quien ha dedicado parte de su obra a cuestionar ese movimiento de la psicología positiva, del disfrute del momento y la presión que se ejerce en tan manido concepto de “soltar”. Recomiendo su texto Uno tiene que curarse primero, que en uno de sus apartes dice: “Córtenla con esas boludeces de que el que no se anima no es valiente… Todos sabemos que a veces simplemente no se puede…” No se puede, sigo yo, eso de “soltar” para estar mejor. ¿Y si en cambio nos reconciliamos con la tristeza, aceptamos que no podemos olvidar un amor, o superar un trauma y aprendemos a tomar café con eso, no será más sana la convivencia con nosotros mismos?

Este es mi punto: no existen herramientas definitivas para el aquí y el ahora, ni para la dicha de vivir. Las propuestas al final solo producen frustración y más culpa por no lograrlo, como si ya no tuviéramos suficiente de eso mismo que nos ha llevado a buscar el tal “soltar”. ¿Y la frustración que viene del rebote por no lograrlo, cómo se suelta? ¿Qué hacemos cuando golpea a la puerta la memoria adolorida que se devuelve vengativa después de tantos buenos propósitos incumplidos, recordándonos solo la brevedad de nuestras aspiraciones y la caducidad de nuestras determinaciones? Es que hasta la meditación se convirtió en una rutina de exigencia, como si sentarse a leer, o mirar por la ventana, observar un árbol y llorar, escribir esta columna, o elegir no hacer nada, no pudiesen ser formas de enriquecer el espíritu.

Yo digo que estrenamos el nuevo año con las medias viejas de los pesares que hay que terminar de gastar para poder hacernos a un nuevo par y disfrutarlo de verdad, porque es el mismo pasado, por malo que sea, el que nos pone la verdad por delante. Démosle espacio al propio ritmo del tiempo, porque el calendario no marca la magia del cambio para bien. Abracémonos en nuestras penas, las mejores aliadas de la superación, y paremos ya de desafiar a un duelo a los duelos, no vaya y sea que la bala nos rebote en el espíritu.

Por un 2024 en el que los propósitos cuiden de nosotros y no nosotros de ellos. ¡Feliz año!

QOSHE - Despropósitos - Cristina Carrizosa Calle
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Despropósitos

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04.01.2024

La primera semana del año nos abre otro capítulo de la existencia, con páginas inmaculadas que se llenarán de la inevitable prolongación de la realidad. Mientras damos cierre al libro de cuentas, viene la lista de compromisos con nosotros mismos en ese propósito por los propósitos, que tantas veces terminamos arrastrándolos por años.

No hay filósofo, intelectual, pensador o artista que no se haya referido alguna vez a esta materia. Aristóteles habló del alcance de la felicidad como propósito final de la existencia humana a través de la eudemonía, o el “buen ánimo” para la consecución de una vida prudente y ordenada. Edgar Allan Poe, por citar algún otro grande, invierte esta relación cuando sostuvo que el alcance de la felicidad es la persecución incesante de un objeto. Por su parte, la teología católica aborda el propósito de la vida como designación divina de la búsqueda espiritual, como propósito ligado al seguimiento del........

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