Hace unos días, ante los incendios de los cerros bogotanos, dije en la red X que “el fuego resolvía lo que la política postergaba”, aludiendo a la aparente imposibilidad de generar un manejo concertado de la “reserva” forestal, lo cual hacía que el riesgo de conflagración se acumulara apocalípticamente. La imposibilidad de establecer y operar una agenda común entre la Empresa de Acueducto, la CAR y la ciudad para sustituir una plantación de pinos y eucaliptos que colapsa revela uno de los problemas más graves de nuestra forma de hacer política, que es la de no dejar hacer nada, lamentablemente reforzada por una perspectiva leguleya que se instauró en las oficinas jurídicas de muchas entidades y empresas con la excusa de “proteger” al ejecutivo (público o privado, es igual). Si no fuera porque los chistes —trágicos— abundan, uno pensaría que lo que llamamos “institucionalidad” es hoy tan disfuncional que solo el fuego podría renovarla. Pero es un pensamiento lúgubre ante el bloqueo inaceptable a la Corte Suprema: no es la frustración la que debe hacer arder el mundo, sino la inteligencia en democracia la que nos hace avanzar, así nos exaspere su lentitud. Claro, soy inocente de quemar los cerros, pero reconozco que no puedo condenar al fuego…

Cuando la cobertura de hierbas de los llanos orientales crece y crece, la hojarasca se acumula y crea las condiciones ideales para quemarse. Curiosamente, si no sucede, el ecosistema entero entra en una especie de estado soporífero e improductivo (solo las termitas comen pasto seco), una especie de “estabilidad cómoda” que no lo es; sin embargo, tarde o temprano, en el ápice de la sequía un rayo detonará el incendio, que será bestial. Por eso, la sabana debe quemarse de tanto en tanto, para renovarse; no con demasiada frecuencia, tampoco cuando la pira sea monumental. No hay norma, bombero ni helicóptero que valgan, mucho menos el discurso ambientalista a favor de “los animalitos”: la materialidad de las sabanas es inexorable. Caso opuesto el del Amazonas, donde lo que se acumula con el tiempo es biodiversidad y complejidad, y donde el fuego destruye en un día lo que las selvas ecuatoriales demoraron milenios en hacer: allí los controles renovadores están altamente distribuidos, y un árbol que cae cada cien años impulsa lo que el incendio cada cuatro o cinco en los pastizales. Y el páramo, ¡ay del páramo!, donde los pastos son sabanas, pero los frailejones selvas, y el fuego, si pasa rápido, permite retoñar; si se queda mucho, puede crear desiertos.Las vacas acaban comiéndose a los pumas, rostizados.

Ningún factor ecológico significa lo mismo en todas partes. Las inundaciones también son renovadoras, los temblores de la cordillera crean derrumbes, represan ríos, definen ciclos de destrucción y crecimiento de nuevos bosques o nuevos lagos, siempre distintos. Por eso se puede hacer minería, construir carreteras, cultivar maizales, hacer ciudad: somos agentes de cambio de los ecosistemas, podemos diseñarlos si aprendemos de su funcionamiento y tendríamos que saber, como los emprendedores, que el colapso de un sistema nunca representa su fin, sino la posibilidad de renovación, siempre y cuando no se hayan traspasado ciertos umbrales de destrucción. Si la quiebra es total, de la ruina no resurgimos sin ayuda; si se pierde todo el suelo tras el incendio, no quedan semillas ni nutrientes para volver a empezar. El reto de las reformas institucionales parece el mismo que plantea el fuego en las montañas: detonar cierto grado de destrucción para incitar la renovación…

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Fuego renovador

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15.02.2024

Hace unos días, ante los incendios de los cerros bogotanos, dije en la red X que “el fuego resolvía lo que la política postergaba”, aludiendo a la aparente imposibilidad de generar un manejo concertado de la “reserva” forestal, lo cual hacía que el riesgo de conflagración se acumulara apocalípticamente. La imposibilidad de establecer y operar una agenda común entre la Empresa de Acueducto, la CAR y la ciudad para sustituir una plantación de pinos y eucaliptos que colapsa revela uno de los problemas más graves de nuestra forma de hacer política, que es la de no dejar hacer nada, lamentablemente reforzada por una perspectiva leguleya que se instauró en las oficinas jurídicas de muchas entidades y empresas con la excusa de “proteger” al ejecutivo (público o privado, es igual). Si no fuera porque los chistes —trágicos— abundan, uno pensaría que lo que llamamos........

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