Las lluvias de este comienzo de marzo y la opacidad de los agostos de la última novela de Gabo abrieron el mes de la semana santa. Este año, la llamada semana mayor tiene apenas dos días hábiles, pues el lunes correspondiente se consagra a San José y es festivo, así que los esfuerzos laborales quedarán esa semana drásticamente recortados.

El presente mes, además, se verá reducido a tres semanas. Y en esa modorra pasarán “los días que uno tras otros son la vida”, como escribió Aurelio Arturo en su Interludio. Eso de calibrar el tiempo se vuelve una manía, una costumbre artificial. En efecto, a nadie le sale bien arrojar un lazo al cielo para ajustar el movimiento astral a nuestros caprichos de seres transitorios. No obstante, a lo largo de la historia lo hemos intentado. Y fracaso tras fracaso, no aprendemos nuestra verdadera naturaleza: la de vientos, soplos, nadas. ¿Antes de nacer dónde estábamos? ¿Cuando muramos en qué nos convertiremos, aparte de tejidos para otros tejidos y huesos para agregar calcio al calcio?

A medida que sumamos en edad, agregamos motivos para desconfiar de la esperanza de la inmortalidad. Nos hemos pasado la vida creyéndonos únicos, irrepetibles, la suma de las potencias creativas. Las enfermedades y flojeras corporales las superamos gracias a médicos certeros o a remedios caseros de donde han salido los remedios de estos médicos infalibles.

Hasta cuando llega, sin avisar, la fatiga de materiales. Las molestias de los órganos se ponen de acuerdo para tocar la puerta, unas tras otras. Tapamos un hueco y de nuevo respiramos los aires invencibles. Volvemos la mirada al lado y nos alarmamos delante de la lista de funciones corporales que hacen fila para martirizarnos.

Poco a poco nos invade la certeza que hemos debido conservar a lo largo de los años. La seguridad de que somos falibles y de que el juez implacable se llama tiempo. Oteamos en el horizonte la invasión de los bárbaros. Ajustamos las gafas hasta advertir que esta sensación no es la que tanto hemos tenido frente a una película.

No, los caballos bárbaros suenan con cascos cada vez más convincentes. Y las piernas nos dejan de sostener como antiguas columnas inexpugnables. Suenan trompetas incontestables. Nuestros viejos trucos vitales se oxidaron. Ya no cabemos en este globo hecho de ríos, amaneceres, montañas y abrazos.

De manera que el tiempo, ese que siempre aspiramos doblegar, se impone como la verdad más irrefutable. Nos caen encima los agostos agrios y las semanas santas moradas. La vida se nos impone como una cuenta regresiva sin atajos. Abdicamos de nuestras seguridades y confianzas. Y volteamos poco a poco la cabeza hacia una fatalidad sospechada pero pretendidamente esquivable.

Cada mañana revienta en un milagro por el simple hecho de respirar todavía. Vamos entregando las armas y bajando los escudos. Procuramos asegurar la felicidad de nuestros descendientes. Huimos de los funerales porque nos parece que el féretro del amigo puede ser nuestro próximo vestido.

arturoguerreror@gmail.com

QOSHE - El tiempo y la vida sin atajos - Arturo Guerrero
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El tiempo y la vida sin atajos

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08.03.2024

Las lluvias de este comienzo de marzo y la opacidad de los agostos de la última novela de Gabo abrieron el mes de la semana santa. Este año, la llamada semana mayor tiene apenas dos días hábiles, pues el lunes correspondiente se consagra a San José y es festivo, así que los esfuerzos laborales quedarán esa semana drásticamente recortados.

El presente mes, además, se verá reducido a tres semanas. Y en esa modorra pasarán “los días que uno tras otros son la vida”, como escribió Aurelio Arturo en su Interludio. Eso de calibrar el tiempo se vuelve una manía, una costumbre artificial. En efecto, a nadie le sale bien arrojar un lazo al cielo para ajustar el movimiento astral a nuestros caprichos de seres transitorios. No obstante, a lo largo de la........

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