Villarubia
Sentir que el tiempo pasa inexorable es un síntoma del recrudecimiento de la edad. Días que vuelan, primaveras que se agostan, años que claudican sin permiso no son más que una señal de que todo fluye hacia un final previsto y no por ello deseado. La vida, que se escapa como un ladrón en la noche del desconcierto, juega con la idea de eternidad que nos colma de felicidad ignorante, haciendo del presente la mayor mentira con la que convivir. Esperando que todo cambie por arte de birlibirloque nos empeñamos en confiar en un acaso que jamás nos será favorable, pues, de querer algo el tiempo, entiendo que sería consumirse en interminable aquelarre. Supongo, queridos lectores, que uno se va haciendo mayor entre letras desgastadas, adjetivos demasiadas veces visitados y condenados y degradantes adverbios, siempre a la espera de asomar detrás del insulso sustantivo que sea.
Sea este un arrebato de existencialismo barato o no, como si Schopenhauer y su tabarra anduvieran escondidos en algún lugar desconocido de mi memoria, tiendo a sentirme un tanto abotargado por la densidad del tiempo vivido cada vez que me asomo a un cadáver de lo que alguna vez fue parte de mi pasado ya perdido. Sin ir muy lejos, el pasado lunes, camino que iba este que suscribe de la estación facticia de autobuses de este Real Sitio, quedé prendado de la carcasa olvidada de lo que una vez fuera Villarrubia. Con el paso ralentizado que provoca un recuerdo oculto bajo un deleite enterrado en un oscuro rincón de la memoria, la mirada se me plantó frente al poyete de granito donde gastábamos el........
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