Como un óleo policromado, así reaparece ante nuestra mirada -a veces frontal; otras oblicua- el signo indeleble de la memoria. Todo cuanto rodea a la propia intrahistoria de la Hermandad del Santo Crucifijo de la Salud se nos antoja así escribiera -sin abreviaciones- el escritor y periodista Manuel Chaves Nogales en su provisoria obra ‘La ciudad’: “Más fetén que los ángeles, más bonito que la luz”. A escala nacional los años treinta siempre serán un ‘Tiempo de guerras perdidas’, por usar al dedillo el título del primer tomo de memorias de José Manuel Caballero Bonald. Y aterida de frío, bajo el contexto de este social vaivén -tan indeciso, tan adhesivo-, como una cucharilla que baila sin compás en la taza de café, España se descabalgaba de su propia lógica. Sin embargo, como una contraposición adquirida por la ciencia infusa de toda beldad, como en un poético ensueño nada arbitrario, las cofradías siempre traspasaban todo remoquete agrio, todo panorama herrumbroso, todo yacimiento fratricida, toda excavación en el epígono de lo execrable…

Pongamos un ejemplo que mitiga la oficialidad de la guerra a sangre y fuego -cuya calamitosa soldadura tanto devastó nuestra fallida “imitación de la piel”-. Un joven jerezano anduvo pertrechado, dada su bondad infinita, en las trincheras del frente de Belchite (Zaragoza). Pongamos que respondía al nombre de Pedro y amaba con toda la moldura enmarcada de su alma a quien en la iglesia de San Miguel cuelga del santo madero de la Cruz. Pedro, en calidad de su estado de soltería, se ofreció voluntario para batallar en el haz y en el envés de la Guerra Civil Española y sustituir y librar así a su hermano Diego, padre de varias niñas pequeñas. Pedro siempre fue hombre asido a una sonrisa fraterna, menudo de estatura, gestos cómplices y nariz aguileña. Hablaba con el Santo Crucifijo como un hijo ha de dirigirse al Padre: siempre en actitud de servicio y admiración. Como una transacción de amor cuya férula admite la envergadura catequética de la trascendencia. Pedro no pudo disfrutar de la Hermandad de sus amores mientras la piel del toro andaba a la gresca, con el garrotazo y tentetieso del atávico España como problema. Una mañana recibió inesperada correspondencia: una hoja del ‘Ayer’ con su Cristo delineado en artístico dibujo por Manuel Iglesias…

Con su Cristo, sí, delineado en artístico dibujo, en la ascendente verticalidad que une suelo y cielo, y una poesía de Julián Pemartín que literalmente decía: “La noche del Jueves Santo / con veinte siglos cargada / en San Miguel suena el llanto / de una doble campanada. / Como a un conjuro callado / se abre la gigante puerta / y a ese conjuro ha quedado / la plaza en silencio yerta. / Una figura adelanta: / túnica y negro capuz. / Va entre lumbres y levanta / en las manos una cruz. / Le siguen las largas filas / de rígidos penitentes. / Sólo se ven las pupilas / hieráticas y silentes. / Avanzan de dos en dos, / pardo cirio, negra cara, / penitentes como los / que viera Miguel Mañara. / Luego un preludio de luz / que es como un presentimiento. / ¡Y el infinito momento / de nuestro Dios en la cruz! / De repente aquella quieta / muchedumbre se estremece / y su silencio florece / en la flor de una saeta. / Saeta que es golondrina / volando de un lecho bueno / para arrancar una espina / de la sien del Nazareno. / La cruz se aleja despacio / en su mística derrota / y aún queda por el espacio / volando la última nota. / ¡La noche del Jueves Santo, / con muerte de Dios cargada, / queda en nuestro pecho el llanto / de la doble campanada!”.

Las palabras vuelan y los escritos permanecen. Verba volant, scripta manent. Y el árbol de la Salvación -esa “madera expresiva” a la que haría alusión Rafael Laffón, “con un entendimiento de amor”, en su obra ‘Discurso de las cofradías de Sevilla’- fructificó en nueva enseñanza evangélica. Un periódico atraviesa España para alcanzar un destino noble y tierno como el pan nuestro de cada día. Las lágrimas, que son vivero de una acuosa peregrinación al río de los sentimientos, cayeron, como ducha confesional, sobre la faz de aquel muchacho entonces envuelto en el polvoriento paisanaje de una desolación de cuerpos yertos, de una contienda aberrante, de vacío y poquedad a diestra y siniestra. Como una reliquia con olor a linotipia que llegó a Belchite campo a través, en un itinerario de balas cruzadas y hendiduras de fosa común, el Santo Crucifijo acompañó a Pedro, al tío Perico, a don Pedro Garcia Rendón en su estación de penitencia sin capirote. Quiso entonces el Señor estar junto a quien posteriormente, durante toda una vida de entrega a manos llenas, dedicaría su existencia a este señera y ejemplar cofradía de la Madrugada del Viernes Santo. Cuando Pedro recibió el papel prensa en sus manos, las detonaciones ya no sonaron en lontananza. Aquella portada del ‘Ayer’ le pareció un presagio de esperanza. De luz. De vida.

QOSHE - Jerez 1938: el Santo Crucifijo en Belchite - Marco Antonio Velo
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Jerez 1938: el Santo Crucifijo en Belchite

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12.01.2024

Como un óleo policromado, así reaparece ante nuestra mirada -a veces frontal; otras oblicua- el signo indeleble de la memoria. Todo cuanto rodea a la propia intrahistoria de la Hermandad del Santo Crucifijo de la Salud se nos antoja así escribiera -sin abreviaciones- el escritor y periodista Manuel Chaves Nogales en su provisoria obra ‘La ciudad’: “Más fetén que los ángeles, más bonito que la luz”. A escala nacional los años treinta siempre serán un ‘Tiempo de guerras perdidas’, por usar al dedillo el título del primer tomo de memorias de José Manuel Caballero Bonald. Y aterida de frío, bajo el contexto de este social vaivén -tan indeciso, tan adhesivo-, como una cucharilla que baila sin compás en la taza de café, España se descabalgaba de su propia lógica. Sin embargo, como una contraposición adquirida por la ciencia infusa de toda beldad, como en un poético ensueño nada arbitrario, las cofradías siempre traspasaban todo remoquete agrio, todo panorama herrumbroso, todo yacimiento fratricida, toda excavación en el epígono de lo execrable…

Pongamos un ejemplo que mitiga la oficialidad de la guerra a sangre y fuego -cuya calamitosa soldadura tanto devastó nuestra fallida “imitación de la........

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