Ducho y diestro en el sablazo programado. Diletante de los cafés de barrio -donde solicitaba recado de escribir, con una estilográfica escolar capaz de revolucionar los primores del articulismo español-. Quizás porque escribía como subyugado por “un estado de trance de la intimidad”. A este tenor no tuvo competencia ni equivalente. En su anatomía -alargada como un Greco bajo el umbral del Café Gijón- se quedó impresa la osatura profesional de aquel bohemio -exquisito- de los años veinte. Gastaba una mala salud de hierro, con sus ojos saltones como sapos fluorescentes, con su delgadez como un Dalí que poetiza el postismo, con su lacerada retina de escritor en papel prensa. Un triste empedernido que escribiría como los ángeles custodios de un talento apostrofado de hilos de oro. “Siempre fui candidato por los distritos de la melancolía a las presidencias nostálgicas erigidas en la plaza mayor de la memoria”.

César González-Ruano levantaba una columna periodística a partir de cualquier nimio detalle tan imperceptible a ojos de nadie. Hacía literatura de la realidad -al estribillo del pensamiento- como a bordo de un bólido endiablado. A medias hipocondríaco, se sentía cómodamente instalado en las regiones de la enfermedad: en el periódico ‘Arriba’ -18 de febrero de 1948- redactaría lo siguiente: “Sólo acaban por vencernos nuestras victorias. De nuestras caídas no conserva el alma ni un solo cardenal. Henos ya de plano metidos en el mundo de la fiebre. Un mundo que en sí es perfecto, como lo es el mundo del niño. No es un submundo ni un premundo. Es un orbe acabado donde empieza: como la pescadilla que se muerde la cola. Nada nos puede influir de lo externo. Nada nos preocupa. Nuestra debilidad es nuestra fuerza. Nos encontramos bien porque nos encontramos mal”.

Ruano, como el geógrafo Joaquín Costa, fue un animador de la conciencia española. Jamás se le desparramó la pluma por los vertederos del mensaje incendiario. A sabiendas de su condición permeable de autor de entreguerras. La escritura brotaba a borbotones como un puerto fluvial acechado a veces de fantasmas interpuestos. Ruano, como todo estilista, anhelaba la sombra medular de sí mismo. Bajo ella se cobijaba como un dormilón despistado tras las trincheras de la noche. Ruano examinando los orígenes de Colón junto a Quadra Salcedo. Ruano afrontando sus memorias, como un anciano prematuro, en ‘Mi medio siglo se confiesa a medias’. Ruano alimentando su prodigiosa musicalidad para la prosa y la consenciente asociación de ideas: “He conocido un escritor que le da tres vueltas a todo trabajo: primero escribe con bolígrafo, luego copia y enmienda -quitando, ampliando- con estilográfica y por último la versión definitiva la hace a máquina. Para mí eso sería como escribir tres artículos, porque cada vez se me ocurriría algo diferente”. He extraído este entrecomillado de su primer tomo de ‘Obra periodística’, correspondiente al artículo ‘Modos y costumbre de escribir’ que publicara en ‘La vanguardia española’ el 5 de marzo de 1961.

Ruano nos legó, amén miles de artículos, una prolija obra libresca. Constituye empresa harto compleja espigar los títulos más brillantes. Porque la escritura de Ruano, aparte la fecundidad del ingenio, es el estilo. Aquello que Paco Umbral denominaba la prosa y otra cosa. Pues bien: entre su producción sí destaca una propuesta icónica en razón a su género: el de las entrevistas. Ruano decía que a él los muertos se les daba como a ningún otro colega. No erraba ni de lejos porque sus necrológicas suman obras maestras en sí mismas: in hoc signo vinces. Pero no menos esos diálogos a modo de interviú que tanto satisficieron al público lector. Hablamos por consiguiente de su libro/mito ‘Las palabras quedan. Conversaciones’. Reeditada por la Fundación Cultural Mapfre Vida en 1999. Fue publicada por primera vez en 1957 por la editorial Afrodisio Aguado de Madrid. La segunda edición data de 1965. La dedicatoria ya entraña agudeza: “A Gregorio Marañón Moya, que venciendo en mí, eficazmente, cansancios y perezas, hizo posible la edición de este libro otoñal cuando resulta que todavía es primavera. Gracias”.

‘Las palabras quedan’ -amen la grandeza artística de las ilustraciones de Julián Grau Santos- es un libro paradigmático para los amantes de las letras. “Estas conversaciones -señala Ruano- pretenden sólo la captación parcial del personaje, observado en el rigor de su actualidad y sorprendido, como es lógico, más en su fugitiva anécdota que en su categoría esencial”. Personajes que, ustedes escrutarán, más bien representan mediáticas personalidades de la época: a saber, verbigracia: del brazo de Jean Cocteau en un día de España a Pío Baroja en el día de su cumpleaños; de Agustín de Foxá a Santiago Bernabéu, de Salvador Dalí a Eugenio d’Ors, de Bobby Deglané a Pedro Chicote, de Luis Miguel Dominguín a nuestra jerezana Lola Flores… Esta entrevista con Lola joven no tiene desperdicio. Hablan del café de su padre, de Los Leones, del novio formal, de quien ella misma considera su precursora: “Una artista excepcional sobre todas. Mejor no la dio el mundo. Pastora Imperio”. Ruano regatea con maestría en el dribling de las preguntas cortas. Y escribe: “Junto a mí, Lola. Un perfume intenso, un perfume moreno, poco líquido, como los perfumes africanos. Manos pequeñas que hablan tanto y tan claro como la boca”. Y Lola: “El amor tiene que ver con el arte. No se puede puede hacer arte sin estar enamorada”. Y Ruano: “Anochece. Lola parece un ídolo. Un ídolo bonito. Brillan sus ojos…”. Naturalmente, brillo de ojos que nunca se operan.

QOSHE - 1957: César González-Ruano y Lola Flores - Marco Antonio Velo
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1957: César González-Ruano y Lola Flores

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26.01.2024

Ducho y diestro en el sablazo programado. Diletante de los cafés de barrio -donde solicitaba recado de escribir, con una estilográfica escolar capaz de revolucionar los primores del articulismo español-. Quizás porque escribía como subyugado por “un estado de trance de la intimidad”. A este tenor no tuvo competencia ni equivalente. En su anatomía -alargada como un Greco bajo el umbral del Café Gijón- se quedó impresa la osatura profesional de aquel bohemio -exquisito- de los años veinte. Gastaba una mala salud de hierro, con sus ojos saltones como sapos fluorescentes, con su delgadez como un Dalí que poetiza el postismo, con su lacerada retina de escritor en papel prensa. Un triste empedernido que escribiría como los ángeles custodios de un talento apostrofado de hilos de oro. “Siempre fui candidato por los distritos de la melancolía a las presidencias nostálgicas erigidas en la plaza mayor de la memoria”.

César González-Ruano levantaba una columna periodística a partir de cualquier nimio detalle tan imperceptible a ojos de nadie. Hacía literatura de la realidad -al estribillo del pensamiento- como a bordo de un bólido endiablado. A medias hipocondríaco, se sentía cómodamente instalado en las regiones de la enfermedad: en el periódico ‘Arriba’ -18 de febrero de 1948- redactaría lo siguiente: “Sólo acaban por vencernos nuestras victorias. De nuestras caídas no conserva el alma ni un........

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