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La batalla del escobillón 

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15.11.2025

Cuando vino al mundo, su padre lo alzó en brazos y le puso un nombre viril: Alberto Alejandro. Este será un líder temido, ya lo estoy presintiendo, así dijo el progenitor cuando el niño dio los primeros pasos y cruzó el portal hasta la acera como queriendo alcanzar un puñado de la luz de la tarde que se escabullía detrás de las nubes. Lo cierto es que, en aquella familia, llevaban tiempo esperando un varoncito. Tías y abuelas soñaban con verlo crecer hasta la juventud y poderle regalar un caballo robusto sobre el cual el mozo iría con empuje de conquistador por las calles del pueblo.

Sin embargo, Albertico disfrutaba de las carrozas de las parrandas y su verdadero sueño desde que vio la primera salida de esos elementos cargados de luz y lentejuelas fue convertirse en un maniquí viviente, uno de esos hombres que iban con el vestuario puesto encima de las piezas encendidas en medio del fragor de la noche. Veía los personajes con las pelucas del siglo XVIII y se sentía un cortesano de la época de Luis XIV. Se fijaba en los carruajes y soñó con asumir el papel de un príncipe o un paje con tricornio, bastón, rostro empolvado y un lunar en la mejilla. Cuando sonaba la trompeta del barrio San Salvador y los parranderos aparecían por la calle Ánimas, Albertico corría hasta la esquina y se le erizaba la piel. Lleno de emociones contradictorias, volvía a la casa, donde le esperaba una reprimenda porque salir en las carrozas no era cosa de hombres, así le dijeron muchas veces sus tías.

(Giselle Maria Marrero Flores / Cubahora)

El primer regalo del cual tenía recuerdo fue una patineta, que el niño convirtió en una carroza. Le colocó pedazos de botellas rotas, vasos plásticos, latas, botones brillantes de colores. Entonces la iba arrastrando por toda la casa, halándola con un cordón de sus zapatos. Ahora voy a doblar la esquina del parque, gritaba Albertico, mientras atravesaba la pared del zaguán al comedor, imaginando que todo eso sucedía en la plaza de la ciudad, donde se celebraron tantas parrandas.

Por mucho que se le intentó mostrar otro tipo de juegos, solo el vestuario, las lentejuelas y las luces le llamaban la atención. El cambio radical fue cuando comenzó en la escuela. Ya estando en tercer grado, llegaron unos señores de pelo largo, rizado, con voces extrañas para hacer unos castings. Se requería de niños para representar una de las carrozas en el venidero festejo. Albertico saltaba en la silla, deseoso por ser elegido. Cuando se formaron en fila, intentó resaltar, hablaba en voz alta y mirando hacia los maestros para que lo tuvieran en cuenta. Llegado su turno, recitó una poesía que acompañó con ademanes histriónicos. Hizo su mejor esfuerzo. La mueca en la cara de los evaluadores le heló la sangre. No hubo juicio ni negativo ni positivo, solo emitieron con frialdad una frase: ¿De dónde salió este cabeza de naranja?

Deshecho en llanto, el niño corrió por los pasillos, llegó a la esquina de las calles Ánimas y San Salvador, dio una voltereta hasta alcanzar los confines de la ciudad. Allí, trepado sobre una colina y a pocos metros de la línea del tren, estuvo toda la tarde pensando en el suicidio. Todas las esperanzas fueron eliminadas de un solo golpe por aquella frase. Ya cansado, pero arrepentido de querer quitarse la vida, regresó a su casa. No dijo palabra alguna, solo destruyó la carroza/patineta tirándola en el fondo del patio contra el suelo y luego martillándola con un mortero de machacar especias. Las tías, sorprendidas, vieron cómo en pocos días el niño cambió de carácter. Se volvía taciturno y callado, serio, con una mirada entre oscura y tenebrosa.

Lo peor vino días después. En la escuela dejó de ser Alberto, ahora era el cabeza de naranja. En el recreo le tiraban cáscaras de ese cítrico y trozos de mandarinas mascadas por sus antiguos amigos devenidos adversarios feroces. Para colmo, los ensayos de la comparsa y la salida de la carroza se estaban haciendo en el patio de deportes del centro escolar, por lo cual cada tarde cuando comenzaban a danzar los demás niños, Alberto cabeza de naranja bajaba la cabeza. Siempre quería irse temprano, antes de que sonaran las trompetas y los tambores que ya comenzaba a odiar. Y ese sentimiento de oscuridad y desprecio hacia las parrandas fue creciendo mientras más tamaño cogía el muchacho. A la altura de la secundaria, cuando estaban armando una de las carrozas en el parque, pasó y de un empujón tumbó a uno de los carpinteros que sostenía la soga para izar las piezas. El hombre casi muere aplastado, mientras Alberto corría en su bicicleta calle abajo gritando de jubiloso triunfo.

Sin dudas, la cabeza de Alberto no era tan grande como rara, casi deforme. Hacia arriba tenía un........

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