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El Santo

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07.11.2025

Nadie pudo saber con detalle qué sucedió aquella tarde en la sacristía de la Iglesia del Buenviaje, solo que Juan Diego Beltrán perdió su nombre. A partir de entonces se le conocería como El Santo. Había entrado sobre la una, cuando el sol marcaba a fuego las calles de tierra de la villa y ni siquiera los chivos se atrevían a salir para comerse el último remanente de yerba de los canteros de la plaza. El padre Ignacio Jiménez de Loyola, un sacerdote cuya rigidez era famosa en toda la comarca cuando se trataba de asuntos morales y costumbres, recibió al hombre de 23 años, quien iba como siempre con su traje de dandi, la flor en el chaleco, el bastón de marfil y oro, el andar pausado sin mucho alarde. Sin embargo, el joven no esbozaba la misma sonrisa, ni siquiera ese gesto entre cínico y descarado que se había hecho tan conocido en todo Remedios y que le diera esa reputación de libertino y persona capaz de cualquier escándalo. Un ligero arrepentimiento podía notarse, al igual que cierta vacilación en los pasos, ya no tan arrogantes, ya no tan propios de alguien que creyó tener el mundo a sus pies.

Juan Diego llevaba meses pretendiendo a Ana María Rojas, una señorita de esas de alcurnia, de las que no bailan con cualquiera en las veladas y anotan los nombres de cada pretendiente en una lista que luego evalúa la familia de la muchacha en cuanto a moral, fortuna, posición. Y del joven se decía lo peor, de hecho, se evitaba dar detalles, ya que hasta causaba vergüenza referir con lujos y señas aquel pasado oprobioso de orgías, prostíbulos, borracheras. De Caibarién fue expulsado, cuando faltó a la moral pública durante un baile en la Colonia Española. Se dice que, pasadas las doce de la noche, apareció junto a dos mujeres y allí mismo las besó a la vez causando un escándalo. Luego de eso, la Iglesia Católica lo había marcado como alguien que no podía pisar jamás un templo, ni mucho menos tomar los sacramentos. Para un ser de aquel siglo eso equivalía casi a la muerte. Ninguna mujer de posición se iba a casar con un hombre declarado anatema ante la sociedad.

Nacido en el seno de una familia de comerciantes portugueses, Juan Diego estaba adaptado desde su casa a que los valores rancios fuesen cuestionados. Lo importante era la prosperidad y disponer de un negocio. La moral, si bien era útil para encajar socialmente, pasaba a un plano posterior. Aun así, los padres del muchacho lo educaron en el catolicismo y le pagaron una carrera. Se dice que fue durante su estancia en Europa, donde estudió Derecho, cuando se corrompió. Allá, en París y junto a los demás compañeros de aula, eran comunes los escándalos, las bebederas, incluso la experimentación con opio.

Ana María no conocía del todo el pasado de Beltrán, entre ambos surgió cierta complicidad. En uno de los bailes en la Tertulia ella le concedió una pieza y pasaron por delante de las demás personas pertenecientes a familias de alcurnia, quienes se horrorizaron. Varias damas se retiraron indignadas del lugar y al día siguiente esa era la noticia en los salones de chismes de la villa. La familia de los Rojas le prohibió a la muchacha volver a mirar a Juan Diego. De hecho, pusieron una chaperona a tiempo completo en la habitación de ella, así como un negro esclavo enorme en la puerta de la casa armado con un machete por si el libertino se atrevía a acercarse.

El joven se había enamorado por primera vez en su vida. Nunca conoció una belleza como la de esa muchacha, con sus cabellos rubios y largos, los ojos verdes y grandes y la sonrisa más sensual que se haya concebido. Ni en París vio algo así. Sus emociones estaban a los pies de Ana María y no paraba de escribirle cartas y poemas, los cuales guardaba para dárselos cuando la volviera a ver. Pero él sabía que producto de su mala fama, la familia Rojas nunca lo aceptaría. El arrepentimiento tocó a su mente y un dolor quemante lo fatigaba. Quiso borrar todo lo que había hecho y ser un hombre de........

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