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El día en que no conocí a Guillermo Duyos

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Guillermito había llegado con un jarrón de porcelana a la ciudad de Remedios muchos años después de que viera a su padre por primera vez levantando un trabajo de plaza. El recuerdo que tenía, según me contó cuando lo recibí en la funeraria, era borroso, pero lleno de misterio. Había fallecido Guillermo Duyos y —contradictoriamente— pocos reconocieron en la ciudad el legado de uno de los más grandes realizadores de arte de las parrandas. Su hijo, que llevaba el mismo nombre, era una especie de reencarnación: un ser sensible, con esa parsimonia de los descendientes de chinos en Cuba, de ademanes educados y una total consagración a la memoria familiar. A pesar de que en Remedios la modernidad había borrado —al menos a nivel de comentarios de calle— la silueta de Duyos, aún unos cuantos lo recordábamos y estuvimos allí para rendirle tributo. El jarrón traía las cenizas que se colocaron en medio del saloncito donde fueron veladas. La última voluntad del maestro era permanecer en el cementerio remediano en medio de la paz y a la sombra de los árboles del sitio.

De inmediato, vinieron a la mente las muchas anécdotas que a lo largo de la vida escuché de boca de otros parranderos acerca de Guillermo Duyos. Por una parte, su aprendizaje consciente de los rudimentos de las fiestas, su presencia en las casas de trabajo y de los faroles desde niño, su amistad con Inocente Moronta y Celestino Fortún, presidente de San Salvador el primero y realizador de trabajos de plaza el segundo. Esa escuela lo fue preparando hasta que su nombre comenzó a sonar en la plaza, cayó sobre los tejados de la ciudad, se adentró en las maderas de las casas y se hizo sustancia y esencia de las piedras de las paredes. Ni la trompeta parrandera con todo su estruendo pudo competir con el nombre del Chino Duyos, quien en su juventud hizo todo para llegar a la consagración y la excelencia.

Trabajo de plaza Obelisco a la democracia, año 1941 (Museo de las Parrandas)

“Uno de los mayores recuerdos de una obra de mi papá fue cuando se hizo en Remedios el trabajo de plaza El salto del Hanabanilla y te puedo decir que todos esperaban que fuera un fracaso, porque era una estructura fea cuando estaba apagada, llena de pedazos de rocas y yerbas. Su presencia en la plaza resultada grotesca. El gallego del Hotel Mascotte saltó furioso y nos increpó, porque él como partidario de San Salvador no entendía que hiciéramos aquello”, así me contó Guillermito mientras estábamos sentados en los sillones de la funeraria, a pocos metros del jarrón, acompañados de la soledad de los pasillos y del silencio de la villa. Aquella pieza, por él relatada, aparece en la historia de las fiestas en el año 1955 y era una apuesta por el efecto de encendido. El agua con los poderosos focos de luz y la caída de una cascada fueron el golpe que le dio la victoria. Los trabajos de plaza eran por entonces el rompecabezas de las parrandas y siempre se esperaba algo nuevo, un descubrimiento, una aparición sorpresiva o un efecto que rematara al contrario.

Guillermito sabía que en la ciudad no se le había hecho el suficiente caso al deceso de su papá. Eran tiempos, además, de cierta desidia e incomprensión institucionales. El director de la Casa de la Cultura de Remedios, Álvaro Arias, me había llamado para que me hiciera cargo del hijo de Duyos. El recibimiento no tuvo banda de música, ni siquiera las polkas tradicionales. Una bandera del barrio San Salvador escueta acompañaba las cenizas. No hubo autoridades ni de cultura ni de otras instancias. “Las palabras de la despedida de duelo tendrás que decirlas tú”, recuerdo que me dijo Álvaro. Y yo sentí ese golpe del nerviosismo en el pecho. Poco a poco, a lo largo de aquella jornada, fui reviviendo los recuerdos que en Remedios se han trasmitido acerca de un nombre tan mítico como Duyos.

Octavio Carrillo contaba, desde un rincón de la sala de mi casa, que una de las imágenes más vívidas de su juventud consistió en un trabajo conocido como Tras el Kremlin surgió un nuevo sol, hecho a la caída del Machadato. Aquel nonagenario fanático del barrio San Salvador, siempre decía, antes de comenzar cada parranda, que apostaba tres pesetas a su gallo, aunque ya desde hacía mucho las pesetas habían perdido su valor. Seguía midiendo las fiestas a partir de la trascendencia de inicios del siglo XX, cuando todo estaba conformándose aún y la ingenuidad era el ingrediente mayor. El trabajo de plaza del Kremlin tenía una particularidad: era la primera obra de Duyos, por entonces un muchacho de la sargentería sansarí, del cual se desconfiaba porque se le juzgaba como inexperto, aprendiz de los grandes realizadores. Celestino Fortún —quien era por entonces considerado el maestro diseñador— había cedido de........

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