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Ni islámicos ni islamófobos

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Nunca me perdonaré haber perdido el belén de mi padre en una mudanza, pues montarlo con él era una tradición familiar que, por suerte, pudo llegar a compartir con mis hijos. Pocos días antes de Nochebuena, nos llevaba al mercadillo de la Plaza Mayor madrileña para comprar musgo —entonces no estaba todo prohibido—, serrín verde y color arena, una o dos figuritas y, quizá, algún edificio hueco que colocaríamos junto al río de papel de plata o sobre una colina erigida con corteza de alcornoque. A veces también renovábamos el “fondo” de papel, ese cielo estrellado en el que nunca amanecía.

Habría podido recuperarlo si me hubiera dado cuenta antes de que el belén se había quedado en el garaje de nuestra antigua casa, pero no lo eché en falta hasta casi un año después, cuando otra familia la habitaba. Fue como quedarme huérfana otra vez y, para consolarme, me prometí que retomaría aquella tradición en cuanto pudiera permitirme adquirir figuras artesanales. Mientras, intenté sustituirlo por otro con personajes de plastilina y reproducciones de animales que mi hijo coleccionaba. Aquel invento hacía su función, pero no era lo mismo. Poco tiempo después, además, nos regalaron un gato; y como le encantaba desbaratar nuestro precario nacimiento, decidí aplazar la compra de uno bueno hasta que yo tuviera nietos y él estuviera en el cielo de los felinos.

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© Vozpópuli


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