«El Progre»
Entre los palos que sujetaban los brazos del silloncito de madera rebosaban, esparciéndose, gruesos y desparramados globos de carne embutida en el vestido de una señora cuyas caderas mantenían desigual lucha con el atormentado sillón. Su esposo, pequeño, delgado y con fino bigotillo debajo de sus prominentes narices, permanecía inmóvil, atreviéndose tan solo a mover sus diminutas pupilas cuando, con rítmico vaivén pasaba cerca de él alguna juvenil silueta de mujer. Ambos estaban frente al progre.
Desde hacía quince años aquella era la primera noche en la que el progre estaba solo. No ya por virtuosa fidelidad conyugal, sino más bien, forzado por los grilletes que la hueca, vacía y monótona costumbre impone.
Ángela, su mujer, y los tres muchachos estaban en la playa. Había hablado con ellos por teléfono poco antes de entrar a cenar en un pequeño restaurante de la calle de San Bernardino. Después de cenar, el progre paseó sintiendo como el asfalto vomitaba el calor que durante el día el sol le había inyectado. Era agradable aquella sensación. Él solo ante la noche.
La verdad es que no sabía el progre como explicarse a sí mismo, el hecho de que a las tres de la madrugada -de su primera madrugada en libertad desde hacía quince años- estuviera allí, sentado en una sala de bingo frente a un matrimonio de tan diferentes volúmenes.
Una voz grave y neutra ayudada por un moderno instrumental electrónico inundaba la sala con cifras. Una multitud de pantallas de televisión repetía con imágenes los números que la inerte voz cantaba. Unos tableros luminosos iban testimoniando aquello que la fría garganta decía y las múltiples pantallas televisivas mostraban.
La cabeza de un hombre que estaba junto a la mesa en la cual el progre se encontraba, se movía vertiginosa tratando de cotejar lo que mostraban pantallas y tableros, con lo que el cartón que entre sus manos tenía escupía a su desconsolado rostro. De vez en cuando, señalaba con una ficha un número en aquel cartón mientras chupaba con frenesí un cigarrillo electrónico.
Aquella noche, cuando salió el progre del pequeño restaurante de la calle de San Bernardino se sintió libre. ¡La mujer lejos por primera vez en quince años! Era como si a todos sus miembros les hubieran quitado una escayola portada durante una infinidad de tiempo. Quizás la escayola del deber. “Si, el deber -se decía a solas el progre- en cuanto uno se casa cambia la vida, hay que querer por obligación; hay que dar dinero por obligación; lo que la pareja hace por cariño; el matrimonio lo hace por deber, y ya, es molesto, y ya, pierde mérito”. Las mil estrellas que poblaban el cielo encajonado entre los tejados de las casas que ponían límite a la calle de San Bernardino, eran como otras tantas brasas que quisieran quemar con fuego negro la noche veraniega.
Todavía estaba colgada, entre las fachadas del Ministerio de Justicia y el Instituto Cardenal Cisneros, la pancarta que exigía que a los machos humanos se les extirparan sus genitales. ¡Al varón castración! proclamaba aquel trapo tendido entre ambas fachadas.
Hacía pocos días se había celebrado una manifestación frente al Ministerio de Justicia en la cual se exigía que para que las mujeres obtuvieran todos sus derechos, se habría de capar a los hombres. A los adentros del progre acudió un sombreado de legítimo orgullo.........
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