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Kiki Álvarez: “Cuando filmo soy un niño que juega y se asombra”

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08.11.2025

El cine de Enrique (Kiki) Álvarez (La Habana, 1961) ha sido calificado de experimental, hedonista y hermético, algo que a él mismo le parece incomprensible. Pienso que sus filmes habría que entenderlos –leerlos– como exploraciones del yo, pues intentan expresar sus preocupaciones existenciales y el impacto que el mundo exterior tiene en cada momento de su devenir como hombre y como artista, si es que ambas condiciones pudieran separarse.

No cuenta tramas al uso. En la mayoría de los casos, su propósito es develar el mundo interior de los personajes como caja de resonancia de la colisión de las historias individuales con la Historia, tal como esta se ha entendido en seis décadas de excepcionalismo cubano.

Antes de realizar el largometraje de ficción La ola (70‘, 1995), que considera su ópera prima, ya había dirigido, escrito, producido y editado numerosos videos en distintos géneros. Incluso Sed (40‘), mediometraje de ficción, es de 1989. Consignamos aquí algunos de sus filmes más significativos, que han recibido diversos premios internacionales: Memorias de fin de siglo (documental, 1999), los cortometrajes Crisis (2002), Amores difíciles (2005), Domingo (2007), Al día siguiente (2009) y los largometrajes Marina (2011), Jirafas (2014), Venecia (2014) y Sharing Stella (2015).

Kiki recibió en 1998 un taller experimental sobre historia y ficción, y participó en 1990 en un diálogo de altos estudios sobre dramaturgia cinematográfica en América Latina, ambos en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños (Eictv), institución en la cual fungiera por diez años como jefe de la Cátedra de Dirección de Ficción.

Vamos al diálogo.

¿Cuándo, cómo, dónde fue tu primera experiencia como espectador cinematográfico? ¿Te convirtió en un asiduo de las salas cinematográficas en la infancia, o fue un hecho de relevancia posterior?

No recuerdo mi encuentro con el cine, ni qué edad tenía la primera vez que fui a una de las salas de Marianao, mi barrio: el Principal, o el Gran Cine, o el Alfa, o el Marianao, o el Récord , o el Cándido, o el Lido, cines a los que se podía ir caminando en familia, salas de cine que ya no existen, cerradas, demolidas, convertidas en cualquier otra cosa: tiendas, iglesias, solares; clausuradas por la desidia, la mala administración y un sordo desinterés institucional por garantizar en los espacios públicos el ocio cultural de la gente.

Tampoco puedo precisar cuál fue la primera película que vi en un cine, pero puede haber sido Trapecio (1956) o El Capitán Blood (1935). Lo que sí recuerdo es que la primera vez que entré a una sala de cine, mi padre me enseñó, en lo alto y al fondo del lugar, dos huecos en la pared por los que iba a salir la película proyectada, y que yo me quedé mirando hacia allí, hechizado, hasta que se apagó la luz de la sala y por una de aquellas ventanas brotó un haz de luz con partículas flotantes que eran los fantasmas de la película que habíamos ido a ver.

Ese instante, ese artilugio mágico, fue la primera emoción que el cine me regaló. Entonces no sabía qué cosa era ser un espectador, pero sí que yo había entrado a una cofradía en la que la gente reía, lloraba y se asustaba juntos, como prójimos que comparten sus emociones, pero amparados en esa penumbra suave que protege la intimidad.

¿Cuál fue/es tu sala de cine preferida en La Habana? ¿Frecuentaste los cines de barrio?

A los cines de barrio fui durante toda mi infancia y mi adolescencia, pero mi sala favorita de La Habana la descubrí durante los primeros meses en la universidad: el Cine de Arte y Ensayo La Rampa. Allí fui la primera vez incitado por la profesora de Filosofía Magali Espinosa. Ella es la culpable de mi segundo descubrimiento del cine y de que yo sea cineasta y no crítico de artes plásticas.

En La Rampa ocurrió mi revelación de los filmes de autor y allí entendí que el cine era un lenguaje, un medio de expresión individual, un alumbramiento. A La Rampa iba todos los días cuando salía de clases, y cuando me dormía esperaba a que repitieran la película para poder verla de nuevo hasta completarla, unificando en mi cabeza los fragmentos que iba vislumbrando a través de mi ensueño.

Una vez, en la segunda mitad de los 80, durante una retrospectiva de Andréi Tarkovski, llovió. Sobre la parte alta del patio de butacas, un pedazo del falso techo se abrió. No recuerdo cuál era la película que estaban proyectando, posiblemente Stalker o El espejo, pero da igual, en todas las películas de Tarkovski hay un momento de suspensión en el que reina la fantasía y llueve.

Gracias a la lluvia, y a la capacidad de reproducir en el tiempo una invención de lo real, el cine es también una fantasía proyectada. Allí, en la Rampa, está mi asiento favorito dentro de una sala de cine, mi lugar en el mundo para ver películas sin que nadie se interponga entre lo que sucede en la pantalla y yo.

¿Cuál es tu formación académica? ¿Perteneciste al movimiento de cines aficionados?

Soy licenciado en Historia del Arte. Estudié esa carrera porque en 1981 no había una escuela de cine en Cuba. Entonces también quería ser actor, pero cuando terminé el servicio militar, las pruebas de ingreso al ISA ya habían pasado y tuve que esperar dos años para hacerlas. Después, cuando me presenté, no me aprobaron; en aquella época yo reprimía demasiado mis emociones, era muy tenso, descoordinado, no sabía bailar y así no se podía aspirar a superar los exámenes para estudiar actuación.

Pero el azar, que guardaba para mí una segunda oportunidad, hizo que el equipo de casting de Algo más que soñar apareciera un día en la Facultad de Artes y Letras, y me invitaran a pasar una prueba con una escena en la que el personaje tenía una situación existencial que yo sentía cercana a mí, y pude interpretar con soltura.

Entonces me invitaron a pasar un taller con María Elena Espinosa, hermana de mi profesora de Filosofía, y terminé siendo seleccionado para interpretar uno de los protagonistas de aquella serie que todavía hoy sigue marcando con fuego los anhelos y el destino de nuestra generación. A partir de ahí pude haber desarrollado una carrera como actor, pero después de muchos meses de rodaje, viendo a Eduardo Moya trabajar, supe que lo que yo quería era dirigir.

Me gradué en 1986 con una tesis sobre Volumen 1, y empecé mi servicio social en la dirección de Artes Plásticas del Ministerio de Cultura, pero seis meses después tuve la oportunidad de dirigir un documental sobre José Bedia que cambió mi destino.

Entonces me ofrecieron una plaza de realizador en la Televisión Educacional, y allí, además de dirigir una serie sobre varios pintores cubanos (Gustavo Acosta, Tonel, Pepe Franco, Flavio Garciandía, Ricardo Rodríguez Brey), fundamos un grupo de creación de la Asociación Hermanos Saíz que nos vinculó a la Muestra de Cine Joven, lo que me permitió realizar mis dos primeras ficciones: Espectador y Amor y dolor. Dos piezas que algunos estudiosos consideran, por su formalismo conceptual, los primeros ejemplos de videoarte hechos en Cuba.

Ese fue mi camino para llegar a la realización cinematográfica. Nunca estuve en el movimiento de cine de........

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