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Paciente Cero

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21.04.2024

1. Lo que queda del mundo

Nací en un tiempo remoto, cuando el helado de vainilla era amarillo. El mundo se había puesto de acuerdo para que tuviera ese color, pero avanzado el siglo se volvió rojo. Dicen que ahora se consume más. La gente quiere cosas rojas.

El Dr. Fong es aficionado a la herbolaria. Prepara un extracto de vainilla color café. Le pregunté si pensaba teñirlo de rojo.

–La realidad finge colores, nosotros no tenemos que hacerlo –respondió.

Lo visito cada tercer día para jugar ajedrez. Es poco lo que se puede hacer bajo las nubes cárdenas de Ciudad Zapata. El aire tiene aquí un espesor particular; cada mañana recojo una película de polvo sobre mi escritorio. Esos corpúsculos provienen de infinitos desechos. Pensé que sentiría vértigo al imaginar todas las cosas y todas las personas que se convierten en la harina que limpio sobre mi escritorio –lo que queda del mundo–, pero lo único excepcional fue no sentir nada. A los 91 años, la costumbre es mi medicina.

Fong me ha pedido que escriba. Cuento una historia sabiendo que ya no se cuentan historias. He vivido lo suficiente para atestiguar la desaparición de mi oficio, algo a fin de cuentas no tan inusual (mi padre trabajó en una rotativa y mi abuelo fue telegrafista). En 2020, hace tres décadas, tomé un taxi. El chofer preguntó a qué me dedicaba y no entendió la respuesta. “¡¿Literatura?!”, exclamó. En aquel momento me pareció ignorante; hoy sé que era profético.

Los ancianos somos atletas; cualquier movimiento es para nosotros un deporte extremo. Si paso media hora en una silla, sé lo que ocurrirá al levantarme: un dolor en todas las articulaciones. Debo ir al baño con frecuencia. Estoy tan condicionado por el dolor que la sola idea de caminar hace que me duelan las rodillas. Un deportista que juega a pesar de sus lesiones conoce la sensación: es un anciano anticipado.

Me cuesta pasar del reposo al movimiento, pero aún puedo caminar el kilómetro que separa mi bungaló de la Oficina de Procesamientos. La ruta es segura. Ya no se publican las cifras de criminalidad. Las intuimos por el aumento o la disminución de las milicias privadas. Los guardias me saludan en mi camino al estudio de Fong, formando un puño, alentando el maratón de un anciano. Algunos pertenecían a comandos anteriores y usan uniformes combinados, como futbolistas que intercambiaron sus camisetas.

En la entrada de la Oficina hay un filtro de seguridad, ineficiente en tiempos de los polímeros refinados. Lo hago sonar con mis caderas artificiales y tal vez incluso con mis dientes, que contienen más metales que las armas reglamentarias.

Salgo de casa a las cuatro, cuando el calor de las máquinas me envuelve como un algodón que alivia el frío de mis manos. Procuro regresar antes de que se enciendan los ideogramas de neón y se oigan los lamentos dispersos de los mariachis que animan las cantinas chinas.

A Ciudad Zapata llegan migrantes que buscan trabajo. De día medran como siluetas ennegrecidas y errabundas. De noche duermen a cielo abierto en una explanada. Al volver a casa, veo esa horizontal pesadilla: cuerpos tendidos como cadáveres de un cataclismo. Ni siquiera la lluvia los aparta. Aguardan, y a veces mueren ahí, como si la insistencia otorgara derechos. En los días de más calor, cuando el viento sopla en dirección al bungaló, me llega un aroma inconfundible, el agrio olor de la pobreza. Esto es incómodo, pero no altera la costumbre (mi medicina).

Fong tampoco se queja del país al que llegó a hacerse cargo de la vasta zona de los desperdicios. Había trabajado antes en el Sudeste Asiático y en Sudamérica, donde encabezó proyectos que otra persona describiría con orgullo. A pesar de su discreción, sé que se graduó con honores en el campo de la zoonosis. La modificación genética de los mosquitos erradicó la malaria y otras enfermedades, aumentando las poblaciones animales que infectan al ser humano. Fong fue responsable de los cordones sanitarios que salvaron de los nuevos virus del cerdo y del mono. A ese periodo, que otros juzgarían heroico, lo llama “el tiempo de la hecatombe”, y precisa que la última palabra se refiere al sacrificio ritual de cien bueyes.

Mientras asedia mi rey en una partida de ajedrez, habla de los millones de animales sacrificados para que la gente siguiera con vida:

–Destruir basura es más tranquilo –sonríe.

Habla de su país con reverencia estadística y da cifras de hambrunas, muertes y epidemias. No padece nostalgias: nunca va al Nido de Golondrina, el Lucky Star y otros restaurantes de su comunidad. Su acogedor estudio está amueblado con antigüedades occidentales: dos mecedoras, un perchero, un mueble con pequeños cajones que sirvió de relicario en una iglesia, alfombras raídas de complejo entramado. El cuarto está presidido por una reproducción de La extracción de la piedra de la locura, de Hieronymus Bosch. Admiro esa elaborada fantasía, pero prefiero sentarme de espaldas a ella.

La ventana da a un invernadero donde Fong cultiva orquídeas. Los cristales, de un grosor extremo, protegen de las temperaturas y los resplandores del exterior, donde la basura se transforma lentamente en energía.

Alguna vez entré al área de trabajo de Fong, muy distinta a sus habitaciones privadas. Su asistente (cuyo nombre ignoro pero a quien llamo Chucho sin que proteste) está orgulloso de su equipamiento de “materia programable”. Basta que pulse un botón para que un celular se transforme en una laptop. El Dr. Fong se tomó el trabajo de explicarme que esta transfiguración es posible porque la red de catoms (claytronic atom) del aparato altera su programación y asume otras funciones. La metamorfosis me pareció brillante e innecesaria, ideada para entretener a Chucho (lo mismo le hubiera dado que una rana se convirtiera en un conejo). La “ley de Moore”, formulada en el remoto 1965, pronosticó que el poderío de las computadoras se duplicaría cada dos años, y luego vino la expansión cuántica. La tecnología ha creado artilugios progresivamente inescrutables, pero Chucho no dejará de ser Chucho: si aprieta un botón, espera una sorpresa.

Después de mostrar la “materia programable”, Fong preguntó:

–¿Qué hace el domingo?

–Nada –respondí, lo cual no era cierto (debía acompañar a Ling al agobiante almacén donde devuelve las mercancías que compra a distancia y resultan distintas a los hologramas que las promueven).

Lo extraño del diálogo fue que Fong considerara que existe el domingo. Cuesta trabajo atribuirle un día de asueto.

He oído rumores sobre la corrupción de los dirigentes chinos. En los tiempos en que aún me interesaba la ideología, entendí que su supremacía mundial dependía de combinar los defectos del comunismo con los defectos del capitalismo. Luego me resigné a ver eso como un resultado natural de la cadena alimenticia. Alguien da el último mordisco y prefiero que sean los chinos, que en cierta forma nos han salvado.

Los rumores son necesarios para mantener el orden, que tanto ama Fong. La ilusión del delito –la idea de que alguien aún puede cometerlo– es tranquilizadora, pues se trata de una mera fantasía. Hablar de corrupción satisface el residual anhelo de desorden que prevalece en los depredadores que piensan. El crimen se ha convertido en una posibilidad que no llega a realizarse y solo ocurre en un plano conjetural.

Esto lo sé ahora, pero no debo adelantarme en el relato.

2. Plomo, carbono, silicio

El domingo señalado acompañé a Fong fuera de la ciudad. Pasó por mí en una de las camionetas personalizadas, con blindaje de plomo, que se pusieron de moda cuando abundaban los asaltos y la Ley de Movilidad redujo la velocidad a 30 kilómetros por hora.

Fong señaló el cofre:

–El plomo protegía de las balas y ahora protege de la radiación. Es uno de mis elementos favoritos.

Esto dio lugar a una pregunta que no le podía hacer a nadie más:

–¿De qué elemento desconfía?

–¡Del silicio, claro! Es demasiado común, el segundo elemento más abundante después del oxígeno. Los transistores y los transformadores existen por el silicio. Es la nueva arcilla, “materia programable”. Si hoy se inventara una religión, Dios haría al ser humano de silicio.

De ahí pasamos al I Ching. El Dr. habló de mutaciones oraculares hasta que recordó que el tema había venido del silicio:

–Las transformaciones imaginarias son buenas y las reales son aceptables. El problema son las transformaciones demasiado reales.

–¿Cómo puede algo ser demasiado real?

–Cuando ya no puede ser imaginado.

–No entiendo.

–Lo entenderá.

–A mis 91 años, mis expectativas de aprender algo son bajas.

–No cante derrota, profesor –sonrió de buena gana.

Proseguimos nuestro lento camino. En la vejez he alcanzado la lentitud sin librarme de la ansiedad. Odio el despacioso mecanismo de los nuevos transportes. En cambio, Fong se adapta a cada circunstancia. Ignoro si suprime sus reacciones con furiosa disciplina o si dispone de un temple fluido que evita los sobresaltos. Lo cierto es que no le he oído una queja.

A causa de las lluvias y el nulo mantenimiento, la carretera tenía hoyos del tamaño de cráteres; en uno de ellos, unos buitres picoteaban la carroña de algún animal. Aminoramos la marcha y una bandada de niños semidesnudos nos rodeó para pedir limosnas. Tenían los dientes cafés por los desechos químicos que llegan a los mantos freáticos. Fong bajó la ventanilla y les arrojó una bolsa de caramelos chinos, con ademán tranquilo, como un padrino que arroja monedas después de un bautizo.

Llego a un punto esencial de mi relato: me halaga que el Dr. busque mi compañía. El hombre que supervisa el más vasto emporio de los detritos se interesa en mí. La vejez destruye la próstata o los ovarios, nunca la vanidad.

Pasamos por exiguos plantíos y tendejones que aún medran entre depósitos de basura hasta llegar a algo que parecía un poblado: casitas de colores, un arco de alambre que en otro tiempo sostuvo papel picado, una tienda de hamacas, un puesto con plantas tal vez frutales. El asfalto se confundió con las piedras hasta que alcanzamos una cancha de basquetbol. Los tableros anunciaban una desaparecida marca de refrescos y las canastas no tenían redes. Al centro había una mesa. Cuatro personas sentadas y dos sillas vacías.

Dejamos el coche bajo la sombra de un laurel de hojas color mostaza y caminamos hasta las sillas que nos estaban reservadas.

–¡Bienvenido al patio del mundo! –dijo el más viejo de ellos, bastante más joven que yo–. Da gusto ver a un hombre de juicio –de este modo cortés se refirió a mi edad–. Los años pasan, pero el juego de pelota no cambia: un aro lleva al día, otro a la noche; uno a la mujer, otro al hombre, las eternas dualidades. Usted escribió un reportaje de eso.

–Hace siglos –sonreí.

–¿No trae cachucha? –me preguntó una mujer.

Estábamos bajo el rayo del sol. Fong llevaba un sombrero de palma. Un hombre me tendió una........

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