Citas acumulables
Citar es asumir una tradición, tomar en cuenta los trabajos previos, estudiar lo explorado para enfrentarse a lo inexplorado y así llegar, con suerte, a lo nunca visto. “Somos como enanos trepados en gigantes”, decía Bernardo de Chartres (muerto hacia 1130); “por eso vemos más que ellos” (Robert K. Merton, On the shoulders of giants). Pero hay formas de trepar que no son útiles para ver mejor, sino para verse mejor. Las universidades (cuyo embrión fueron los centros escolásticos de las catedrales, como el de Chartres) transformaron el saber en credenciales para el ascenso. En esa transformación, las citas se volvieron puntos de crédito a favor del que cita a los gigantes de la Antigüedad, y finalmente puntos de crédito a favor del autor vivo citado.
El deseo de ser citado parece moderno, posterior a Gutenberg, quizá del siglo XVIII. Gulliver habla de un profesor que “me hizo grandes reconocimientos por comunicarle esas observaciones y prometió mencionarme honrosamente en su tratado” (Swift, Gulliver’s travels, 1726, III, 6). Richard Saunders (heterónimo de Benjamín Franklin) firma en 1757 un prólogo celebratorio de su Poor Richard’s Almanack (que cumple veinticinco años publicándose, y es todo un éxito), para quejarse de que no lo citan. “Lector gentil: He oído que nada complace más a un autor que descubrir sus obras respetuosamente citadas por otros respetables autores. Una satisfacción que rara vez he tenido, aunque soy, si puedo decirlo sin vanidad, un autor eminente […] De no ser porque mis escritos me producen beneficios tangibles, tanta falta de aplauso me hubiera desanimado.” (Writings, The Library of America, p. 1,294).
Franklin se consuela, porque algunas máximas que escribió para su lucrativo almanaque (como “El tiempo es dinero”) se volvieron dichos populares. Pero echa de menos el aplauso de sus colegas, como es común entre los autores, aunque tengan éxito. En 1977, cuando Romain Gary llevaba muchos años de tener éxito, se queja amargamente con Bernard-Henri Lévy de que nadie lo cita: Me leen, me admiran, se roban mis hallazgos, pero no me citan; y “lo único importante es ser o no ser citado” (Les aventures de la liberté, I, 10). La amargura, que lo condujo al suicidio, puede volverse cínica, como en dos lamentables episodios que registra el diario de Adolfo Bioy Casares (Descanso de caminantes, pp. 79 y 466). Carta de un conocido escritor: “Me dice Óscar que en Claudia aparecerá un reportaje tuyo. Lo buscaré para comprobar cómo retribuyes a los recuerdos elogiosos que en los míos te dedico.” Apunte luctuoso sobre una escritora, que acaba de morir: “graciosa, cariñosa. Dijo que si escribía una nota sobre una de sus novelas, se acostaría conmigo. La escribí y nos acostamos, riendo de la situación”. Irónicamente, Don Marquis se burló de su propio deseo: “Publicar un libro de poemas es como dejar caer un pétalo de rosa en el Gran Cañón y esperar el eco.” (Tony Augarde, The Oxford dictionary of modern quotations).
El apremio ontológico de ser citado, para alcanzar la plenitud de ser, es anterior y más profundo que los apremios económicos. Pero acabó integrándose a la búsqueda de ingresos, cuando el mercado curricular, que apareció en el siglo XX, estableció una base de cotizaciones que no existía en los tiempos de Franklin: “El currículo es dinero.” Los universitarios, que en la Edad Media computaban los méritos piadosos en días de indulgencia, en el........
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